Relato no erótico. Reedición de uno ya publicado y más tarde censurado y retirado de Todorelatos.
Mi nombre, realmente, no importa.
Pueden llamarme Jaime. Jaime Vargas. Dónde nací yo es algo
superfluo, háganse a la idea de que nací y crecí en su ciudad, en
el peor barrio de todos, en el que la ley de la navaja es más
universal incluso que la de la gravedad, y donde hay gente en cada
esquina que te puede vender algo para creer que escapas de la
segunda. Les voy a contar quizá la historia más importante de mi
vida, la que me hizo ser como soy y estar donde estoy.
Como no sé muy bien por dónde
empezar, empezaré por el principio, que es por donde suelen comenzar
estas cosas.
Viví hasta hace bien poco en el peor
barrio de la peor ciudad del mundo. Todas las ciudades son la peor
del mundo si vives en el peor barrio. Más aún cuando casi nunca
puedes salir de casa a consecuencia de una madre agorafóbica y
agobiantemente protectora. Pues bien, la historia nos remonta a
cuando yo tenía seis años, hace ya casi una eternidad. En esa
época, mi mayor y casi único divertimento, sin consolas de última
generación, sin ordenadores potentes, sin siquiera un mísero
sudoku, era el mirar a la gente que pasaba por debajo del balcón de
mi casa hasta que la noche caía, como un gigantesco monstruo oscuro,
sobre las calles de mi ciudad.
Entre traficantes, putas, ladrones,
peatones y coches, sucedió que un día vi desde mi urbana atalaya a
una niñita, de unos ocho o nueve años, que atrajo mi atención
aunque no sabría describir bien por qué. Su sucia cara y su ropa
-unas braguitas y una camiseta que mantenían bien poquito de su
blanco original- me dejaron claro que era uno de los llamados "niños
de la calle". Los niños de la calle son esas personitas que por
no tener, no tienen ni edad para comprender por qué carajo son tan
pobres.
Al principio, la niña venía sólo por
las noches, dormía en el portal de casa y se iba al amanecer, o tal
vez cuando despertaba, fuera como fuese, siempre se iba antes de que
yo despertase. Pero tiempo después, aproximadamente un mes antes de
que yo cumpliera los siete años, empezó a quedarse también por el
día.
Su vida, comparada con cada una de las
personas aburridas y feas que pasaban bajo mi balcón, y comparada
sobre todo con la mía, me parecía profundamente emocionante. Esa
niña sobrevivía gracias a lo que ganaba pidiendo, y cuando no
ganaba lo suficiente, robaba una hogaza de pan de cualquier tienda,
para poder sobrevivir un día más en el infierno de su vida.
Mi profesor particular era un joven
universitario que se sacaba algo de plata dándome clase cada mañana
mientras mi madre se pudría en su cuarto o en el sofá, y cuando él
se marchaba, yo me salía a buscar con la mirada a esa nenita de
carita sucia y ojos negros, y casi siempre la encontraba con un
platito roto delante de ella, soportando unas monedas casi siempre
insuficientes para comprar cualquier tipo de comida. Así pues, no
fue extraño que pasara lo que pasó. Un día la pillaron afanándose
una barra de pan, y la vi huyendo de dos policías corpulentos, que
la alcanzaron justo debajo de mi balcón.
Entre insultos y patadas, los policías
le enseñaron lo malo que es robar pero, tal vez por descuido o por
ignorancia, se olvidaron de comentarle alguna otra forma de
sobrevivir. Cuatro semanas le duraron las marcas de la cara, los
moretones que jalonaban sus ojitos negros cada día más tristes, los
quejidos que se le escapaban cada vez que se incorporaba y que
invocaban alguna que otra lagrimilla sin disimular que se escapaba
por sus mejillas. Por si fuera poco, la ficharon en las tiendas del
barrio, y no tuvo más que liarse a robar comida a los viandantes.
Sin embargo, la pequeña era muy lista o muy tonta, porque sólo
robaba a los que se lo podían permitir, que por aquellos lares eran
bien poquitos, y muy desconfiados. Visto ahora, me parece una
insensatez, casi como condenarse a un hambre autopadecida, pero por
aquel entonces esa niña se convirtió en mi Robin Hood particular.
Ella desconocía mi existencia hasta un
jueves diez de marzo. Ese día yo la vi rondando a una vecina que,
sinceramente, me caía bastante mal, igual que a mi madre y a la
mitad del barrio. Cuando en una zona tan pobre se pavonea de dinero
como hacía esa mujer, las enemistades no tardan en llegar. La
mayoría por la espalda, ya que siempre es más fácil ponerle buena
cara de frente para ver si cae alguna moneda. La mujer llevaba dos
grandes bolsas, una en cada mano, fuertemente apretadas. Entendí que
a mi pequeña Robin Hood le iba a ser muy difícil que consiguiera
algo sin ayuda así que entré a casa, y cogí mi balón de fútbol.
Lancé la pelota por la ventana, procurando que botara cerca de la
vecina, aunque sin darle, tampoco era cuestión de que me tomara
manía. Ya saben, por si caía alguna moneda.
- ¡Señora! ¡Señora! -le grité
desde mi balcón, un primer piso- ¿Puede lanzarme la pelota? Es que
estaba haciendo una chilena como Valdano, y se me fue-. Si esa
viejecita hubiera estado al tanto, hubiera sabido que el fuerte de
Jorgito Valdano no eran precisamente las chilenas.
De todos modos, la señora dejó las
bolsas en el suelo y se volvió hacia la pelota, pero la niña no
parecía entender. Sin embargo, cuando me miró, y vio que yo la
sonreía mientras la animaba con los ojos, metió sus manos en una de
las bolsas y sacó una barra de pan y una bolsita de dulces con una
rapidez y habilidad que ya hubiera querido el tal Arsène Lupin del
que mi maestro me hablaba. Después de dos intentos nulos, la vecina
coló el balón en mi casa, recogió las bolsas y continuó andando
sin darse cuenta de nada. Mientras la vieja se marchaba, la niña de
la calle me lanzó un beso con su manita, y yo lo sentí como si me
lo hubiera dado directamente al corazón. Si yo hubiera tenido
algunos años más o hubiera sabido qué significaba esa palabra,
habría dicho que estaba profundamente enamorado de esa pequeña.
- ¡Baja! ¡Anda, baja!- me gritó
desde la calle.
- No puedo, mi madre no me deja.
- ¡Venga! ¡Y te invito a dulces!
-dijo, agitando la bolsita de golosinas que se había afanado con mi
complicidad. En ese momento yo era cómplice de un robo. Pero sabía
que nada malo me pasaría, estaba del lado de los buenos, de la
niñita y de Robin Hood.
- Un momentito -le dije mientras
entraba en casa y me aseguraba que mi mamá dormía. Mi mamá no
dormía, mi mamá roncaba como un cerdo. Volví al balcón-. Ahorita
bajo.
En cuanto pisé la calle a la que tanto
miedo le tenía mi mamá, la niñita se me echó al cuello y me
estampó un sonoro beso en la mejilla. Aunque ella no se diera
cuenta, mi carita se volvió tan roja o más que sus diminutos
labios.
- ¡Gracias! -me dijo- ¡Ya creí que
hoy me quedaba sin comer!
- No fue nada -dije, devorando la
golosina que me tendía.
- ¿Cómo te llamas?
- Tú primero, que eres más guapa -le
dije, sonriendo y haciendo que ella también se sonriera.
Mira tú por dónde, esa sonrisa quedó
en mi memoria muy bien guardadita, e incluso ahora parece como si la
estuviera viendo sonreír. Preciosa. Simplemente preciosa.
- Me llamo Marta, Martita Valdez,
aunque no creo que ahora importe mucho, mi apellido.
- ¿Por qué?- pregunté, en mi bendita
inocencia.
- ¡Ayy, tontito! -dijo, pasándome la
mano por el pelo, despeinándome- Pues por que mis padres me botaron
de casa.
- Lo siento.
- Tú no tuvistes la culpa ¿Por qué
lo sientes? -no supe qué carajo contestar- No me dijiste tu nombre.
- Jaime Vargas- le respondí.
- Vargas, bonito apellido, ¿Lo puedo
usar? Es que el mío no me gusta ya -No entendía cómo una chiquita
tan interesante como Marta quería usar el apellido de la aburrida
familia Vargas. Sin embargo, acepté- ¡Qué lindo! De ahora en
adelante, me llamaré Martita Vargas -dijo, volviendo a sonreír.
- ¡JAIMEE! ¿Dónde carajo te metiste?
-era el vozarrón casi masculino de mi madre, así que me despedí.
- Me tengo que ir, adiós -dije,
mientras entraba al portal.
- ¡Adiós! -me gritó la pequeña
Martita Vargas, esa hermanita que mis padres se negaban a darme por
cuestiones meramente económicas y que, paradójicamente, la calle me
había dado.
- ¡Estoy acá, mamá! Bajé a ver si
había correo -era la primera vez que le mentía a mi madre, pero lo
volvería a hacer. Si en todo el mundo había un solo motivo para
mentir, ese motivo era Marta Vargas.
Esa noche, le deslicé unas mantas y
una almohada a Marta, pues el invierno se aproximaba y sabía que la
iba a necesitar. Desde ese día, Martita comenzó a dormir justo
enfrente de mi balcón. Además, algunas tardes, mientras mi mamá
dormía, yo me bajaba con Marta y juntos hablábamos, nos mirábamos
en silencio o me enseñaba a besar. Ella tenía tres años más que
yo, pero nos queríamos, nos queríamos mucho, yo, siempre que podía,
le pasaba comida o ropa que me venía grande, sin que mi madre se
enterara. De mi padre, en cambio, no estaba tan seguro, por que
siempre que me veía en el balcón se sonreía pero sin decir nada. Y
es que él sí que iba a la calle pronto todos los días a trabajar y
veía dormidita a Marta, y se sonreía, le acariciaba la cabeza y se
marchaba. Y yo eso lo sabía por que me levantaba cuando él cerraba
la puerta, e iba a ver a mi ángel, dormidito, enfrente de mi balcón.
Una tarde me asusté al ver manchas de
sangre en las mantas de mi ángel. Sin embargo, ella me comentó que
era algo normal que le pasaba a todas las mujeres y que, si se lo
preguntaba a mi madre, seguro que le iba a responder lo mismo. Yo no
se lo pregunté a mi madre, con el tiempo había llegado a verla
loca, pero sí que se lo pregunté a mi papá, que me explicó muy
detalladamente el tema de la menstruación femenina, solo entonces me
tranquilicé.
Sin embargo, una noche ocurrió algo
muy extraño. Era tarde, muy tarde, yo no podía dormir y salí al
balcón a ver como dormía mi Martita, iluminada por el halo de una
farola. Muchas veces me había pasado lo mismo, lo de quedarme
embelesado mirando cómo dormía, y me acababa quedando dormido en el
balcón, viéndola tan guapa. Pero siempre despertaba en mi cama y
por la noche, cuando llegaba mi papá, él solo sonreía y no decía
nada. Pero esa noche fue distinta. Yo tenía ya ocho años y Martita
tenía once. Mientras ella dormía, un hombre muy alto y muy vestido
de negro, se le acercó. La despertó con una de sus enormes manazas,
sacudiendo a mi diminuto ángel mucho más de lo que me hubiera
gustado.
De repente, mientras Marta se frotaba
los ojos, el hombre alto sacó un fajo de billetes de dólar del
bolsillo, y le dijo algo al oído a mi pequeño ángel. Martita
asintió y el hombre, que estaba en cuclillas, se levantó. Entonces
se abrió la bragueta del pantalón y sacó una minga muy grande, y
muy llena de pelos y entonces mi ángel se la metió en la boca. El
señor alto comenzó a coger la cabeza de Marta y a moverla adelante
y atrás, mientras ella tragaba y devolvía esa verga (ella me enseñó
que se llamaba verga). El hombre alto estaba gimiendo algo, pero como
era en inglés no lo entendía. Sólo años después sabría lo que
significaba "¡Yeah! ¡Oh, yes, little bitch!". Tras unos
minutos, el hombre empezó a temblar justo antes de dejar, durante
varios segundos, su verga completamente dentro de la boquita de
Marta, esa boquita que tantas y tantas veces me había sonreído, que
tantas y tantas veces me había besado.
Martita hizo como que se atragantaba,
pero el hombre no la dejó mover su cabeza de donde estaba. Tardó lo
que me parecieron eternidades en sacar su pene (mi profesor me enseñó
que se llamaba pene) de la boca de Marta. Tras guardarse el miembro
en la bragueta, tiró el fajo de billetes al suelo. Marta no tardó
en cogerlo y ocultarlo debajo de las mantas.
Yo miraba la escena entre asustado y
excitado. Sin embargo, cuando vi que Martita intentaba escupir lo que
ese señor le había dejado en la boca, me sentí más asustado que
excitado. La excitación desapareció por completo cuando vi que
Marta se acercaba a una papelera y comenzaba a vomitar. Cuando
terminó, volvió a su cama -si es que eso se podía llamar cama-,
pero me vio. Más concretamente, vio mi carita de preocupación.
- No te preocupes, no es nada. Y además
tengo plata -Me dijo bajito y sacando de su escondite el fajo de
dólares.
Sin embargo, sí me preocupé, y le
pregunté qué había pasado a la tarde siguiente.
- Eso, bebito, es una mamada -me dijo,
secamente. A ojos vista, poco quedaba de la dulce Marta que me
lanzaba besos con la mano.
- ¡No me llames bebito! ¡Sabes que lo
odio! -le chillé. No recordaba haberle chillado nunca.
- ¿Tú quieres que te haga lo que le
hice al gringo?- ella me preguntó pero yo no supe qué decir-. Ven.
Me cogió de la camiseta con las manos
y me llevó al portal de mi casa, metiéndome justo en el hueco que
quedaba debajo de las escaleras, a salvo de miradas. Me bajó los
pantalones y, aunque intenté impedírselo, también los
calzoncillos. Al descubierto quedaron mi partes íntimas. A ella no
pareció importarle, pero a mí sí por que no podía compararme con
la vergota del gringo, y sentía vergüenza, mucha vergüenza. Sin
embargo, ella se arrodilló delante de mí, pero la detuve.
- ¡No! ¡Estáte quieta! -ordené más
que pedí. La situación me empezaba a angustiar y avergonzar.
- Tranquilo... te va a gustar.
- ¡No! -me negué- Déjame en paz. ¡No
me gusta!
Me escapé como pude y subí corriendo
a mi casa, dejando mis pantalones y calzoncillos allá abajo.
Estuve dos días sin bajar con ella,
pero todas las noches salía a verla, aunque me volvía, dolido, a la
cama, en cuanto llegaba aquel hombre.
Cuando me atreví a bajar de nuevo, lo
hice decidido a impedir que Marta siguiera chupando vergas.
- Lo siento, bebito -fui a protestar,
pero puso un dedo en mi boca-. A eso es a lo que me voy a dedicar a
partir de ahora. No me gusta, pero se gana plata, mucha plata.
- ¿Y para qué quieres tú plata?-
dije llorando, aún no sé por qué.
- Para marcharme de acá. Quiero irme a
otro país, allá lejos, muy lejos. Quiero ir a España. Me han dicho
que un hombre viejo y malo, que hacía mucho daño a sus ciudadanos,
murió hace poco y que las cosas están mejorando mucho. Así que
quiero irme allá, a un país donde no haya niños de la calle como
yo. Quiero dejar de ser pobre, y ésta es mi única opción.
- No te marches Martita, no te marches
-le supliqué- ¿Que haré yo sin ti?
- Lo siento, cariño, pero si consigo
la plata suficiente, me marcharé y no volveré a verte. Lo siento,
pero es lo mejor, para ti y para mí -dijo, intentando ocultar unas
lágrimas furtivas, que no llegaron a brotar.
- Pero hasta que lo consigas -esa era
mi única esperanza-... hasta que lo consigas ¿Te quedarás conmigo?
-como única respuesta, me dio un beso en los labios.
No sabía qué hacer. Martita se iba a
ir, y yo me quedaba todas las noches mirándola para ver si en sus
sueños aún se acordaba de mí, o sólo soñaba con aquel nuevo
país. El hombre alto siguió viniendo todas las noches, y todas las
noches Marta le hacía mamadas, como ella las había llamado. La
pequeña comía bien todos los días, y no sólo polla (los años me
enseñaron que se llamaba polla), e incluso se compró una cajita de
aluminio con un candado para mantenerla cerrada y guardar allí el
dinero. Desde entonces, siempre llevaba la llave colgada al cuello.
Pero llegó un día que el hombre alto llegó con no uno, si no dos
fajos de billetes.
Yo lo veía todo desde mi balcón. El
gringo le dijo algo más al oído y, después de un momento de duda,
mi pequeño ángel asintió. Entonces el hombre alto comenzó a
bajarle las bragas hasta los tobillos, y Martita, obediente, se las
quitó del todo. Sacó otra vez su vergota del pantalón, dura como
una roca, grande como un pistolón de los que tanto se veían en el
barrio... pero esta vez el gringo no se la metió en la boca, empujó
a Martita contra la pared, le subió una de sus piernecitas y le
metió la polla en lo que mi papá había llamado "vagina",
al explicarme la regla. Se la metió muy fuerte y muy dentro, y Marta
no pudo ocultar un grito que desgarró el silencio de la ciudad.
Él la besaba para ocultar sus gritos,
pero no tenía nada para ocultar sus lágrimas. Martita lloraba y
lloraba de dolor, pero a aquel gringo no parecía importarle. La
penetraba con violencia creciente, y parecía que disfrutaba con el
dolor de mi ángel. Cuando acabó, al igual que había hecho el resto
de noches, se guardó su vergota y tiró el dinero al suelo. Martita
lo cogió y lo guardó en su cajita mágica, como ella la llamaba.
Entonces, mientras ese maldito gringo que tanto la había hecho
llorar se marchaba, Marta miró su vaginita y vio que sangraba
abundantemente. Yo también me di cuenta y le dije:
- ¡Voy a llamar al doctor!
- ¡Ni se te ocurra!- me gritó, fuerte
y seca, vestida sólo con su camiseta.
- ¡Espera que ahora bajo! -no tardé
en bajar, bien surtido de servilletas, vendas, y todo lo que encontré
en el botiquín de mis padres. Una hora tardamos en frenar la
hemorragia, con vendas y gasas metidas en aquél tierno y destrozado
agujerito.
- Gracias, amor -dijo, plantándome un
beso en todos los labios, e intentando meter la lengua. Yo abrí
lentamente mi boca y ella se introdujo en mí. Nuestras lenguas
batallaron, más por instinto que por técnica, y yo la volví a
sentir mi ángel durante los segundos que duró ese beso.
- No puedes seguir así, de verdad.
Haré lo que quieras, le pediré de rodillas a mi papito que te pague
el viaje a España, pero no sigas, por favor -le pedí, suplicante.
- Lo siento, mi amor, pero tengo que
irme solita. Cuando me vaya, te dejaré sin debernos nada más que
alguna carta de vez en cuando. Lo siento pero sí que puedo seguir
-Subí a mi casa llorando, más por impotencia y rabia que por miedo,
y me tiré en la cama a ahogar mis gritos en la almohada.
El gringo siguió viniendo durante
mucho tiempo, dejando plata y más plata, y también sangre y más
sangre, por que desde ese momento ya no quiso más que Marta se la
chupara, ahora quería follársela.. La cajita casi estaba llena y
Martita cada día estaba más feliz.
- Creo que ya queda poco, Jaime. Dentro
de una semana estaré de viaje -me dijo un día, diez de marzo, el
mismo día que me conoció. Sin embargo, ese día feliz fue un día
muy triste. El gringo no volvió es noche, ni la otra, ni la
siguiente. Ya nadie le pagaba a Martita, que cada vez engordaba más
y más y las tetas le crecían más y más. Como si supiera lo que
había hecho, el gringo desapareció de nuestras vidas dejando
preñada a Martita. Sólo yo me ocupaba de ella, y le iba a comprar
comida, e insistía en llevarla a un hospital. Ella no quería, se
negaba en rotundo, pero yo seguí a su lado. Más de una vez me quedé
dormido a su lado, y por la mañana mi padre me despertaba y me
mandaba para arriba no fuera que mamá se fuera a enfadar.
Por fin, un veintiuno de septiembre,
que mi papá estaba de viaje de negocios, pasó lo inevitable. Yo
seguía en casa, y eran las ocho de la noche cuando Martita comenzó
a gritar. Tenía que hacer algo, tenía que llamar a alguien, a un
médico, pero necesitaba a mi madre.
- Mamá, a M... -estuve a punto de
llamarla Marta, pero mi mamita no podía saber que la conocía-.
Mamá, a esa niña le duele.
- Déjala, niño, son mierda -fue la
única respuesta que obtuve.
- Pero mamá... Hay que llamar a un
médico -nuestra conversación casi no se oía por los gritos de
Marta. Me lancé a coger el teléfono para llamar a un doctor, pero
mi mamá me lo impidió cogiéndome por las axilas y levantándome
del suelo. Fue terrible. Yo gritaba para que llamara a alguien pero
mi mamá estaba loca y yo lo sabía. Su agorafobia había empeorado y
se había vuelto dura y arisca. Me arrastró a mi cuarto y me echó
dentro. Luego, cerró la puerta con llave.
Aún podía escuchar los gritos de
Marta, y yo aporreaba la puerta de mi habitación pidiéndole piedad
a mi madre, piedad para mí y piedad, sobre todo, para Marta.
- ¡Martaaa! ¡MARTAA! ¡¡¡MARTAAAAAAA!-
gritaba y golpeaba la puerta, pero ni mis gritos ni mis golpes la
movían. Media hora estuve aporreando sin descanso la puerta,
gritando el nombre de mi ángel, escuchando sus gritos de dolor. Al
final, caí agotado. El brillo del sol en mi ventana me despertó.
Estaba en la cama, y la puerta estaba abierta.
Bajé corriendo a la calle, pasando por
delante de mi madre sin querer decirle nada. Esperaba ver a Martita
sentada en sus mantas, sosteniendo un pequeño bebito en sus brazos,
pero me encontré otra cosa. Un grupo de mujeres de avanzada edad
conversaban sobre lo ocurrido. "Una desgracia, ¿Verdad?",
"Se la encontró un barrendero, y aún respiraba", "No
pudieron hacer nada en el hospital, ni por ella, ni por el niño".
Yo rompí a llorar. Subí llorando, casi a ciegas por el río de
lágrimas que inundaba mis ojos, llegué a mi casa, y no sé que
barbaridad le grité a mi madre, pero fue una muy gorda por la cara
que puso. Entré en mi habitación e intenté apagar mis lloros con
la almohada, como hice aquella vez, que también lloré por ella. Mi
padre llegó esa misma mañana de su viaje. Yo sólo oía lo que se
decían él y mi madre.
- ¿Qué pasó? ¿Por qué hay tanta
gente allá bajo?
- ¡Bah! Esa sucia niñita que rondaba
por acá, parió y murió en el parto- era mi mamá la que había
hablado.
- ¿Pero cómo? ¿No la atendieron
bien?
- No, no la atendieron. Tu hijo quería
llamar a un médico, pero no lo dejé. Sería tirar el dinero
-Entonces se oyó una sonora bofetada, un leve "Estás loca",
y mi padre vino corriendo a mi cuarto.
- Ha muerto, papá, ya no está -le
dije, llorando.
- Sí, hijo, sí que está. Está acá
dentro -me dio un golpecito en el pecho-, en tu corazón, y si no la
olvidas, jamás morirá.
Los dos, padre e hijo, nos fundimos en
un abrazo.
- ¿Qué pasará con... ya sabes, su
cuerpo?
- ¡Ay, hijo, no tenía plata, así que
la enterrarán como una doña nadie, y si la entierran! -mi papá era
muy franco, pero no lloré.
- Sí papá, sí que tenía plata -Bajé
a la calle, con los ojos todavía brotando lágrimas, me introduje
entre el maremágnum de cotillas y buitres, y me puse a escarbar en
sus mantas. Saqué la cajita de plata, la apreté contra mi pecho,
volví a cruzar entre la multitud y se la enseñé a mi padre.
- ¿Sabes, papito? Ella decía que era
de este color por que antes era de madera, pero que ella la sumergió
en el Río de la Plata y que se volvió de plata. ¿Qué tonto
verdad? -Era tan tonto, que volví a llorar. Lloraba por que al final
ella no iba a viajar a España, ni se iba a hacer rica allá, ni la
iban a adoptar. Su vida acabó cuando aún soñaba con angelitos.
Igual que yo, yo soñaba con ella, con mi ángel.
Fuimos al hospital a recoger la llave
que siempre llevaba al cuello. Nos hicimos cargo, mi papito y yo, de
todas las exequias, y la enterraron en un cementerio muy bonito, en
una tumba muy bonita, que ponía:
MARTA VARGAS
1977 – 1989
semper viva
in mai alma
Encima de la lápida, cómo no, un
angelito que cuidara de sus sueños, de su sueño, sueño eterno. A
su lado, también enterramos al niño. Lo llamamos Román Vargas,
como mi padre, a petición mía.
Pocas, poquitas personas fueron a su
entierro. Sus padres, los que la botaron de casa por que su papá
abusó de ella (me lo contó una noche que andaba algo tristona), y
su mamá la llamó mentirosa cuando se chivó, pues ellos también
fueron al entierro. Y cuando preguntaron "¿Por qué ‘Vargas’?",
yo no tuve fuerzas para contestar, y mi papito lo hizo por mí.
- Por que ella lo quiere.- dijo
abrazándome un poquito más fuerte.
Ellos lloraban. Después de botarla a
la calle lloraron su muerte. Es como prender fuego a un árbol y
llorar por que se han muerto los pajaritos que anidaban en él. Les
habría puesto de hipócritas hasta arriba, pero yo también estaba
llorando.
Después de eso, fui yo el que viajé a
España, y a cada monumento que veía, lo iba describiendo, como si
ella estuviera a mi lado, sonriéndome de esa forma que tanto me
gustaba.
Aún guardo su llave. Su cajita, según
mi padre, quedó estupenda como maceta para las flores de su tumba.
De su tumba y de la de Román, ese hijito que tanto estará cuidando
en el cielo.
Niña de la calle
Caronte
9 comentarios:
tus balas me rompieron el corazon!me gusto mucho el relato,ya que hablas de mi tierra querida:p!increible,como siempre)XD
Un buen melodrama que es cosa cotidiana en américa latina.Espero pronto regreses a lo tuyo.
Kali
Siguiendo tus pasos otra jornada estupenda esta de tus dos relatos, sigo con mi opinion que estas a la par de los famosos, ademas seguro que los tienes bien puestos para escribir esto porque yo de leerlo se me hace un nudo en la garganta, el estomago y todo lugar anudable.
Mis mejores deseos y esperando mas de esto.
Lucina. / Alucinita
wow ahora si es temprano y puedo comentar bn =D el relato me gusto y me apeno pero = me gusto eze tipo de cosas pasan en este continente .... pero bueno me conformo con saber que no es cierto no? x si no sabias quien era el del comentario anterior era io :D tbm aca comento el de angela otro que me gusto pero lo lei mas x la trama q x otra cosa :D bueno espero que publiques pronto lo de natalia . =D .
Atte io .
ahora zi zabez quien zoy zupongo :D
genial, un relato precioso, me ha llegado al corazon
He venido de TR para chafardear el mapa, y me he encontrado con La Niña de la calle. Pues menos mal que es un relato de prueba, y menos mal que es imaginario, aun así se me ha hecho duro...por las emociones que me ha desatado.
Es un relato bellísimo, pero de un a belleza dura, cruel, e imagino que tan real...
No cambies nunca, escribes de lujo. Francesc
Es tan fuerte, tan real, tan... no sé, me quedé sin palabras.
Quien no conoce a una persona que haya marcado su vida?
Relato sublime! Felicitaciones.
wow mira no encuentro palabras para describir tu relato. Quizas calificativos q an usado hasta ahora "sublime" "grandioso" ala par d los mejores no sean suficientes.
Exlente relato mueve sentimientos q aveces ya tenemos tan enterrados y ocultos devido a este mundo tan cruel e insencible.
¡ Felicidades !
Att: Roy
sigue asi y espero d corazon q tu trabajo prospere y nos sirva d enseñanza a muchos...
Que prueba el relato?
Que pudiste concentrar el dolor en tan pequeño espacio ...de tiempo.
es un relato Antiguo y ni creo que leas alguna vez este comentario, pero necesitaba decir que además de lo irremediablemente triste, es increíble como se transfiere la inocencia del relator, como las escenas empapan de cada emoción,ante tal capacidad, si lo hicieras con más colores imagina las posibilidades ...
Saludos !
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