viernes, 29 de julio de 2011

A.C. (5: La Joven Rayma)

- Pero... ¿Cuánto tiempo vais a estar fuera?- Pula acariciaba su vientre hinchado por la pequeña criatura que latía y se movía en su interior.

- No mucho, cariño. Te prometo que cuando nazca el pequeño, ya estaremos aquí de nuevo. Ajdet me ha encomendado esta misión y Lesc y yo hemos de cumplirla.

- Cuida mucho a tu hijo, no dejes que le pase nada y que no haga ninguna estupidez.

- Tranquila Pula. Tu hijo es ya todo un hombre, recuerda que nuestro jefe es más joven incluso que él.

- volved pronto... y a salvo, por favor, sólo os pido eso.

Rocnar sonrió y asintió, no sabía que su mujer tenía un mal presentimiento. Pula no se lo dijo porque sabía que, al ser hija, hermana y tía de las tres últimas chamanes del pueblo, Rocnar se habría tomado muy en serio su corazonada y no quería preocuparlo en demasía.

Por fin, los cuatro guerreros: Rocnar, su hijo, y dos hombres de la confianza del marido de Pula, tomaron el camino hacia el noreste que los alejaba poco a poco del pueblo.

*****

- ¿Quién es esa?- preguntó Sera cuando vio entrar a su hijo seguido de la bella joven.

- vamos, madre, ya somos suficientemente mayores para tener celos infantiles. Que fuera Ayna quien lo dijese...-dijo, señalando a su hermana pequeña.- bien, ¿pero tú?

- No es eso, Adjet, es sólo que...

- mi nombre es Rayma.- interrumpió la joven, con un hilillo de voz.

- ¿Ra... Rayma? ¿La esposa de Gabdo?- se sorprendió Sera.

- No, madre, la ex-esposa de Gabdo. Ahora es esposa mía, igual que tú.

Rayma se extrañó de que la madre del joven fuera también su esposa, pero prefirió no decir nada. Desde que Gabdo había huído, y ella había sido duramente interrogada por sus vecinos para descubrir un paradero que ella desconocía, la joven había hablado sólo lo estrictamente necesario.

A Sera no le sentó nada bien la respuesta de su hijo. Durante años había sido la compañera del Gran Jefe en solitario, bastándose ella sola para cubrir todas las necesidades de Agaúr. Aunque Ajdet fuera mucho más joven que ella, seguía siendo capaz de cuidar sin ayuda a su hombre, a su hijo.

- No pienses en ella como rival, madre, piensa que es una compañera. Una excepcional compañera. Ahora, Ayna, sal fuera a jugar. Tu madre y yo tenemos que curar a Rayma.

domingo, 24 de julio de 2011

A.C. (4: El Nuevo Jefe)

El viento, en lo alto de aquel cerro en las afueras del poblado, soplaba con fuerza, alborotando la melena de Ajdet que, desnudo de cintura para arriba, gozaba de esos instantes de paz que precedían al amanecer, cuando el sol comenzaba a bañar suavemente toda la región, sacando de los frondosos bosques, los amplios prados y los campos de cultivo, colores que danzaban en tonos anaranjados, verdosos y amarillentos. Los primeros días de su mandato habían pasado demasiado rápido, entre copiosas comidas y cenas de celebración, intentos de fecundar a su propia madre y reuniones sin importancia pero que habían impedido al joven Jefe actuar de la forma que quería. Hoy, sin embargo, era el día.

El joven Jefe del pueblo dio una vuelta completa sobre sí mismo, observando todo aquello que tenía a su alrededor, contando a su vez los poblados que aparecían diseminados por el paisaje.

Finalmente, Ajdet se fijó en uno sólo de ellos: El más cercano de todos, el pueblo del Valle Bajo. La sonrisa se le borró de la cara y decidió que ya había perdido suficiente tiempo. Su pueblo comenzaría a despertar en esos instantes y él tenia una tarea que llevar a cabo.

*****

Cuando Sera despertó, Ajdet hacía horas que lo había hecho. Palpó el vacío que había dejado junto a ella en el lecho y aspiró los restos de su aroma de hombre. Los recuerdos de las noches anteriores volvieron con violencia a su cabeza, y se mordió el labio inferior al recordar el trabajo que había hecho su hijo con ella. Sí, tal vez estaba mal, ella era su madre y las madres no debían hacer el amor con sus hijos, pero no demasiadas generaciones atrás, sus antepasados vivían los inviernos en cuevas, recluídos en pequeñas comunidades en las que el incesto era moneda común.

Con las imágenes de su hijo cabalgándola, comiéndole el coño, llevándola una y otra vez al orgasmo, Sera comenzó a excitarse. Empezó a reconocerse el cuerpo desnudo por debajo de la piel de animal que hacía las veces de manta, y al llegar a su sexo, no pudo acallar un espontáneo gritito de placer. La respiración se le aceleró, sus pezones se irguieron y lentamente comenzó a frotar la cada vez más húmeda entrada de su sexo. Sus dedos comenzaron a resbalar sobre su clítoris y tuvo que taparse la boca con la mano que le quedaba libre para mitigar los gemidos de placer. Sin ninguna dificultad, Sera coló dos dedos en su mojado interior, y se arqueó de gozo al notarlos dentro, prácticamente patinando sobre sus fluidos.

- ¿Te diviertes sola, madre?

En la entrada de la habitación, apoyado sobre los bloques de adobe que hacían, uno tras otro, la pared, Ajdet observaba a su madre con una mueca divertida en el rostro.

Sera, en lugar de alterarse o avergonzarse, retiró las pieles que la cubrían, mostrando de nuevo a su hijo su cuerpo desnudo.

martes, 19 de julio de 2011

A.C. (3: La Prueba del Toro)

Recostado sobre la pared trasera de una de las casas del poblado, escondido de las miradas indiscretas, el joven no separaba su vista del palo clavado en el suelo. La Prueba no empezaría hasta el mediodía, justo cuando las sombras desaparecían y el Dios Sol castigaba con más violencia la tierra.

Finalmente, la delgada línea negra de la sombra desapareció bajo el palo y un ligero murmullo empezó a llegar a oídos del muchacho proveniente de la plaza central del poblado. Con una sonrisa, agarró la máscara de madera que él mismo había tallado y se la puso para que nadie pudiera reconocerlo.
Cuando llegó a la plaza, la encontró abarrotada de hombres que reían y vociferaban.

La Prueba del Toro había comenzado.

*****

Algunos jóvenes pretendientes que habían venido de pueblos quizá demasiado alejados se marcharon nada más enterarse en qué consistía realmente la Prueba del Toro. Dominar un morlaco que pesaba casi diez veces lo que ellos usando únicamente sus propias manos era demasiado peligroso. Los llegados de pueblos más cercanos o en los que sí que se conocía el funcionamiento de dicha prueba también titubearon un poco al encontrarse cara a cara con el animal. Posiblemente sería el toro más grande que jamás hubieran visto, y también el más agresivo, pero el premio espoleaba a los valientes y a los imprudentes.

La mayoría de los contendientes llevaban cuerpo y cara decorados con sus pinturas de guerra, sabedores de que la lucha iba a ser encarnizada y que cualquier ayuda que tuvieran sería necesaria, fuera la posibilidad de semejar más amenazante frente al toro o, simplemente, cualquier ayuda que los dioses fueran capaces de otorgarles. Sin embargo, nada de eso sirvió a los tres primeros contendientes, que salieron despedidos en pocos segundos, y menos aún al cuarto, que se llevó una cornada en el muslo de la que empezó a brotar sangre que regó el cercado en el que se mantenía al potente animal. Sólo la rápida actuación del resto de los contendientes, que salieron para llamar la atención del toro y sacar al caído de su alcance, consiguieron, junto con los posteriores cuidados de la chamán del pueblo, salvar la vida al valiente.

Los pretendientes iban saliendo derrotados uno tras otro, algunos con peor suerte que otros, como Jalir, del Pueblo del Valle Alto, que recibió una cornada en el pecho y murió antes de que sus compañeros-rivales pudiesen rescatarlo. Entre los que iban quedando, estaba el joven enmascarado que despertaba el recelo de la mayoria del resto de pretendientes, sobre todo el de Rocnar.

- Sería demasiado estúpido, incluso para él, que ese niñato de Gabdo se atreviese a presentarse aquí.- pensaba el guerrero, pero sabía que, en el hipotético caso de que Gabdo fuera capaz de derrotar al toro, el joven líder del pueblo del Valle Bajo vencería la guerra sin necesidad de derramar una sola gota de sangre más.

Tal vez esa posibilidad fue la que empujó a Rocnar a no perder más tiempo y lanzarse a por el bovino.

sábado, 16 de julio de 2011

A.C. (2: La viuda)

Sera supo que algo había ido mal desde el momento en que vio la columna de humo manchar el cielo. Los cadáveres de uno de los dos bandos ardían en la hoguera, llenando el viento del asqueroso aroma de aceites, tela y carne quemados que la esposa del Gran Jefe conocía bien a pesar de llevar muchos inviernos sin oler.

Quemar los cadáveres de los enemigos caídos significaba que su bando había despertado un odio atroz contra el rival. Sólo así se entendía que el vencedor negara a los muertos un lugar digno donde sus familias pudieran llorarlos.

- No han jugado limpio.- musitó Sera, más para sí misma que para el resto de las mujeres que la acompañaban en el centro del poblado.

Imaginaba, y estaba segura de ello, que los cádaveres quemados pertenecían al pueblo de Gabdo, a sabiendas de que su marido no hubiera permitido a los suyos una lucha deshonrosa, aunque a pesar de todo, en ningún momento pensó que Agaúr, el Gran Agaúr, podía haber caído. Por eso, cuando vio aparecer a Rocnar encabezando el grupo de guerreros, en el lugar que estaba reservado para el cabecilla de los soldados, y portando sobre sus hombros un cadáver ensangrentado, algo dentro de ella se rompió. La angustia le hizo un nudo en la garganta y cayó de rodillas al suelo, mientras sus ojos se empezaban a llenar de lágrimas de pena y rabia. ¿Cómo? ¿Cómo alguien como el niñato de Gabdo podía haber acabado con su poderoso marido?

- No llores, madre -le dijo su joven hijo Ajdet.- ahora dependemos de ti.

Parecía que Ajdet también había visto el humo elevarse al cielo y había llegado corriendo al centro del poblado para esperar el regreso de los guerreros. El joven estaba sudando y tenía sus ojos, vidriosos, clavados en los hombres que volvían, abatidos como sólo pueden estarlo los que han visto morir a su héroe.

sábado, 9 de julio de 2011

A.C. (Capítulo Uno: El Gran Jefe)

El Gran Jefe Agaúr volvió a golpear. Y otra vez. Y otra. Y otra. Sus brazos parecían nadar en rojo, cubiertos como estaban por completo de la sangre de sus enemigos. Después de 53 heridas, 8 de ellas mortales, estaba harto de hacer morder el polvo a esos jóvenes casi imberbes con los que Gabdo se había presentado a la batalla. Aquello era prácticamente un suicidio.

Un suicidio y una falta de respeto.

La batalla estaba decidida. Estaba decidida casi desde el inicio, cuando Agaúr tumbó a un enemigo de un solo puñetazo con su brazo izquierdo mientras ensartaba a otro con la lanza de la mano derecha. Dos enemigos en un segundo. Incluso Rocnar, que llevaba años siendo su mano derecha, su mejor amigo y el único hombre que podía hacerle sombra luchando, había tenido que alabar tremenda demostración de fuerza y destreza. Ahora, tanto el grupo comandado por Rocnar como el que llevaba Agaúr (dividir en dos grupos las fuerzas había sido un acierto, sus hombres se coordinaban mejor en grupos pequeños), iban avanzando casi sin resistencia hacia los últimos guerreros de Gabdo.

Gabdo había heredado el mandato del Poblado del Valle Bajo al morir su suegro, sólo dos lunas después de haberse casado con Rayma, la hija mayor del antiguo Jefe. Toda una suerte para el muchacho. Mala suerte, pero suerte al fin y al cabo. Las relaciones entre los pueblos habían sido tensas durante generaciones y al final la guerra había terminado por estallar.

En cambio, Agaúr llevaba casi veinte inviernos al mando de la gente del Gran Río. Cuando Arald, su padre, le coronó, Agaúr no era más que un joven recién entrado en la madurez, pero Arald sufría una enfermedad (o una maldición como muchos quisieron creer), que le debilitaba cada vez a mayor velocidad, ya había perdido la fuerza de sus manos y estaba aquejado de incontrolables temblores. Quizá fue eso lo que precipitó la coronación de Agaúr. Pronto, en dos inviernos más, su hijo Ajeto tendría la misma edad que él cuando llegó al mando y podría empezar a delegar responsabilidades en el joven. Pero, mientras tanto, era sólo un niño que le esperaba en casa.

Pensar en su padre y en la imagen de su hijo aguardándole, imbuyó a Agaúr de nuevas fuerzas. Pudo reconocer el rostro de Gabdo entre sus hombres y avanzó hacia él a grandes pasos. Gabdo no rehuyó el encuentro; consideraba a Agaúr un viejo decrépito y confiaba en su fuerza juvenil contra la mayor experiencia de su rival. Las piedras de sus armas cortas chocaron. El joven Jefe del Pueblo del Valle cayó al suelo, sorprendido por la mayor fuerza de Agaúr, que rió y permitió que se levantara para seguir luchando.

Gabdo atacó y Agaúr repelió todos y cada uno de los envites sin dificultad. Sólo entonces entendió el más joven de los dos hasta dónde llegaba la fuerza del Gran Jefe del Pueblo del Gran Río. Gabdo intentó hacer valer su rapidez, pero Agaúr parecía prever sus movimientos. Así, repelió un nuevo ataque del joven y aprovechó para atacarle el hombro. El lacerante dolor hizo a Gabdo soltar el arma y Agaúr se enfureció. ¿Cómo podía un inútil así, alguien que es incapaz de mantener su arma en la mano, pensar que podría vencer a los guerreros del Pueblo del Gran Río? Finalmente, el Jefe empujó con la pierna a su rival, que cayó al suelo, y alzó su lanza para acabar con su rival desarmado.

No pudo. Lo que iba a ser el poderoso grito de guerra del Gran Jefe, se convirtió en una bocanada de sangre que brotó de su boca. Del pecho de Agaúr asomaba la punta de una gruesa flecha de madera.

- Co...bar...des...- Musitó Agaúr entre la nube sanguinolenta que escupían sus labios.

- ¡AGAÚR!- Rocnar había visto cómo la flecha se clavaba en el cuerpo de su Jefe, y buscó con la mirada al tirador. Alguien se movía entre los árboles, perdiéndose en la espesura.