lunes, 6 de junio de 2016

La cena de los personajes

La noche había caído hacía ya un par de horas. Era algo que nunca me había gustado del invierno. No eran ni las seis cuando el cielo se oscurecía y los sonidos diurnos se iban apagando. Ahora, pasadas las ocho de la tarde, el silencio y la oscuridad creaban un entorno casi tétrico en la enorme mansión. Encendí un par de luces de la casa para huir del ambiente inquietante y me solacé unos segundos con la absoluta calma que se respiraba. Cualquier otro día habría aprovechado la quietud para sentarme ante el ordenador y ponerme a escribir un rato, pero esa noche era distinta. En una hora y media, mis invitados comenzarían a llegar y yo debía tenerlo todo preparado.
Me detuve en el pasillo, a medio camino entre el gran salón y la cocina y repasé la lista mental. No podía quitarme de la cabeza la idea de que me faltaba algo. La carne estaba en el horno, las bebidas se enfriaban en la nevera y la mesa estaba puesta antes de que el sol cayese. Diez sillas rodeaban la gran mesa de ébano primorosamente preparada para la ocasión.
­–Joder, la chimenea –maldije. Si bien era cierto que, a pesar de las fechas, no hacía demasiado frío, una de las razones de que hubiera elegido aquel caserón perdido en la sierra para la cena era que el salón poseía una gran y preciosa chimenea que me ayudaría a crear el ambiente reconfortante que esperaba.
Volví a la sala y encendí el fuego para que fuera caldeando la estancia. No eran más que las ocho y media y supuse que tendría que volver a alimentar la hoguera antes de que llegasen todos, pero tener el fuego ya encendido calmó un poco mis nervios.
Me detuve ante el amplio ventanal. El paisaje, aun de noche, era hermoso. Los montes se recortaban sobre el oscuro horizonte y la exuberante vegetación era como un manto que se derramaba desde las cimas hasta llegar a pocos metros del chalet. La luna llena, flanqueada por una miríada de estrellas, brillaba en el cielo bañando las copas de los árboles con un reflejo plateado.
–Precioso –suspiré antes de que el pitido insistente del horno me sacara de mis ensoñaciones.

domingo, 8 de mayo de 2016

Niña de la calle (corregido)


Mi nombre es Jaime, Jaime Vargas. Como tantos otros, les quiero contar una historia. La única diferencia es que esta es mi historia. La primera, la que me marcó, la que me hizo, quizá, ser como soy. Como no sé por dónde empezar,  lo haré desde el principio, que es por donde suelen comenzar estas cosas.
Pasé los primeros años de mi vida en el peor barrio de la peor ciudad del mundo. Todas las ciudades son la peor del mundo si vives en el peor barrio, allí donde la ley de la navaja es más universal incluso que la de la gravedad y donde, en cada esquina, te puedes encontrar gente, experta en la primera, pero que te puede vender algo para creerte que escapas de la segunda.
Yo no fui un niño feliz. O sí. Tampoco puedo aseverarlo al ciento por ciento. En aquel tiempo puede que lo creyera, pero visto con la perspectiva que me dieron los años, no pude serlo. Ningún niño puede ser feliz viviendo prácticamente encerrado en casa, a consecuencia de tener una madre agorafóbica que reflejaba sus propios temores en el menudo cuerpo de su hijo. Nada hay más cruel que cargar sobre los hombros de un infante los miedos y sueños de sus progenitores y, para mi madre, la calle era el miedo, el peligro, la decadencia, el Diablo mismo convertido en gente y asfalto, solo entre las tristes paredes del hogar podía uno estar a salvo de su poder, y con esas férreas convicciones me criaba… o hacía que otros me criasen. Pero eso es otro cuento.
Sin embargo, para mí la calle no era ese demonio que me querían hacer aparentar. Como para cualquier niño de seis años, lo prohibido era lo que más curiosidad me causaba y crecí imprimiéndole a la calle una cierta tonalidad fantástica, que significaba libertad y diversión, justo lo que no tenía dentro de mi casa. Así, cada mañana, cuando el universitario que me daba clases particulares se marchaba y mi madre se quedaba dormitando viendo el televisor, única ventana al mundo que parecía interesarle, yo me escabullía a sus espaldas y salía al balcón a observar la ajetreada vida urbana que me era negada.