Mi nombre es
Jaime, Jaime Vargas. Como tantos otros, les quiero contar una historia. La
única diferencia es que esta es mi historia. La primera, la que me marcó, la
que me hizo, quizá, ser como soy. Como no sé por dónde empezar, lo haré desde el principio, que es por donde
suelen comenzar estas cosas.
Pasé los
primeros años de mi vida en el peor barrio de la peor ciudad del mundo. Todas
las ciudades son la peor del mundo si vives en el peor barrio, allí donde la
ley de la navaja es más universal incluso que la de la gravedad y donde, en
cada esquina, te puedes encontrar gente, experta en la primera, pero que te
puede vender algo para creerte que escapas de la segunda.
Yo no fui un
niño feliz. O sí. Tampoco puedo aseverarlo al ciento por ciento. En aquel tiempo
puede que lo creyera, pero visto con la perspectiva que me dieron los años, no
pude serlo. Ningún niño puede ser feliz viviendo prácticamente encerrado en
casa, a consecuencia de tener una madre agorafóbica que reflejaba sus propios
temores en el menudo cuerpo de su hijo. Nada hay más cruel que cargar sobre los
hombros de un infante los miedos y sueños de sus progenitores y, para mi madre,
la calle era el miedo, el peligro, la decadencia, el Diablo mismo convertido en
gente y asfalto, solo entre las tristes paredes del hogar podía uno estar a
salvo de su poder, y con esas férreas convicciones me criaba… o hacía que otros
me criasen. Pero eso es otro cuento.
Sin embargo,
para mí la calle no era ese demonio que me querían hacer aparentar. Como para
cualquier niño de seis años, lo prohibido era lo que más curiosidad me causaba
y crecí imprimiéndole a la calle una cierta tonalidad fantástica, que
significaba libertad y diversión, justo lo que no tenía dentro de mi casa. Así,
cada mañana, cuando el universitario que me daba clases particulares se
marchaba y mi madre se quedaba dormitando viendo el televisor, única ventana al
mundo que parecía interesarle, yo me escabullía a sus espaldas y salía al
balcón a observar la ajetreada vida urbana que me era negada.
La callejuela
donde embocaba dicho balcón tampoco era una gran avenida, ni gozaba de la
variedad de transeúntes de las que otras vías de mi propia ciudad podían
alardear, pero yo eso no lo sabía. Mi mundo era muy reducido, y aquel pequeño
reducto del planeta Tierra que formaban los escasos treinta metros de mi calle,
era lo más animado que yo conocía. Sí, por supuesto, también estaban las
películas yanquis, pero esas me hablaban de sitios muy lejanos y eran todas de
mentira, llenas de mansiones, grandes colegios y fiestas que no acababan en
balaceras, mientras que lo que yo veía a través de los desgastados barrotes de
mi balcón era la pura y dura vida real. Una vida real donde los vecinos se
mezclaban con putas, traficantes, adictos y delincuentes que solían hacer los
más variopintos tratos bajo mi ventana, pero una vida real que a mí se me
negaba por el único pecado de haber nacido del vientre de una mujer que odiaba
al mundo exterior.
Cierto día,
alguien nuevo asomó por la esquina de mi calle. Una cara que no conocía, y que,
por lo tanto, se ganó mi atención desde el primer momento. Desde que apareció,
con su carita morena manchada de mugre, no pude separar mi vista de ella. Ella,
sí. Una niña. Una nenita que apenas sí llegaría a los diez años, vestida
únicamente con una remerita y unas bombachitas que mantenían bien poco de su
blanco original. Recordé un reportaje de la televisión que vi unas noches antes,
una de esas pocas noches en las que mi padre dormía en casa y me dejaba ver el
canal que yo quisiera y no solo las películas y dibujos estadounidenses que me
permitía mi madre y me resultaban tan aburridos como mi propia vida.
–¡Ahí papá!
¡Dejalo ahí! –le dije cuando, en el enésimo canal, atisbé unas caras
infantiles.
–Pero Jaime…
es un reportaje, son programas de mayores, te aburrirá.
–Pero son
niños… -respondí, en mi bendita e infantil inocencia.
Mi padre giró
a ver a mi madre, que había quedado dormida de nuevo y, con un suspiro, soltó
el control remoto y dejó que tomara una de mis primeras dosis de angustiosa
telerrealidad.
Esa pequeña
era un calco casi idéntico de las niñas que aparecían en el reportaje, una más
de los llamados “niños de la calle”. Los niños de la calle, para que nos
entendamos, son esas personitas que, por no tener, no tienen ni edad para comprender
por qué carajo son tan pobres.
La nenita
parecía cansada; también sucia, demacrada, hambrienta, triste y perdida, pero
sobre todo cansada. Lo demostró cuando se hizo un hueco entre dos tachos de basura
y, tumbándose sobre el duro suelo, se puso a dormir. A pesar de su aspecto
desmejorado, cuando cerró los ojos emanó una placidez tal que llegué a pensar
que debía ser un ángel, un querubín de los cielos que había perdido su camino
de regreso a las nubes.
Durante
minutos, que bien pudieron ser horas, me quedé a contemplar a la pequeña
mientras el mundo a su alrededor seguía su curso y los peatones la ignoraban o,
si se daban cuenta de qué era ese bulto blanquecino, solamente le dedicaban
alguna mueca de desprecio.
Día tras
día, la niña de la calle se fue convirtiendo en la protagonista inconsciente de
la película que cada día, sobre las doce horas y durante todo el tiempo que mi
madre se mantuviese dormitando en su sillón, se veía por mi balcón. Su vida era
más entretenida incluso de las de los personajes de las películas que veía por
mi televisor y, sobre todo, más interesante que la mía propia. La muchachita
malvivía pidiendo y, cuando no ganaba lo suficiente, robaba una hogaza en
cualquier tienda para seguir subsistiendo un día más en su pesarosa vida.
Cada mañana,
en cuanto mi profesor se marchaba, yo salía silenciosamente a mi urbana atalaya,
y podía ver a la muchacha en la esquina de mi calle, con un platito viejo y
roto delante de ella, soportando unas monedas casi siempre insuficientes para
comprar cualquier tipo de comida. Ni siquiera el universitario que me daba
clases y que siempre se marchaba con sus bolsillos llenos se dignaba a echarle
algo en el platito.
–Hoy tampoco
compra… -musitaba yo con tristeza cada vez que veía las poquitas monedas de su
plato.
Así pues, no
fue extraño que pasara lo que pasó. Un día, a la pequeña la descubrieron
afanándose una barra de pan en una tienda cercana. Yo mismo pude ver cómo
escapaba corriendo calle abajo, perseguida por dos robustos policías que no
tardaron en agarrarla justo debajo de mi balcón y, entre insultos, golpes de
puño y patadas, le enseñaron lo malo que era robar, pero, quizás por descuido o
ignorancia, se olvidaron de explicarle otra forma de sobrevivir. Dos semanas le
duraron los moretones de cara y brazos, las marcas que jalonaban sus ojitos
negros y cada vez más tristes, los sordos quejidos que profería casi con cada
movimiento que su diminuto cuerpo hacía. Para sumar más dificultades a su ya de
por sí complicada vida, la ficharon en los almacenes del barrio y tuvo que
dedicarse a robar comida a los viandantes.
Sin embargo,
la muchacha era muy lista o muy tonta, ya que solo robaba a quien pensaba que
se lo podía permitir, que en aquellos barrios eran muy pocos y muy
desconfiados. Visto desde mi perspectiva, ahora me parece una insensatez, casi
como condenarse a un hambre autoimpuesta, pero en ese instante se convirtió en
mi Robin Hood particular.
Yo era
desconocido para la chiquita hasta un día diez de marzo en que la vi rondando a
una vecina del barrio que, como a muchos, me caía bastante mal. Cuando en un
barrio como el nuestro se hacía ostentación de dinero como hacía esa mujer, las
enemistades no tardaban en llegar. Aunque claro, la mayoría por la espalda, ya
que siempre era mejor, como hacía mi madre, poner buena cara de frente para ver
si caía alguna moneda. Ese día la mujer llevaba dos bolsas rebosantes de
comida, pero fuertemente apretadas, por lo que entendí que a la niña le iba a
resultar muy complicado poder hacer deslizar algo fuera de las bolsas, así que
me metí corriendo dentro de casa, agarré mi balón de fútbol del Mundial ’86, y
lo lancé por encima de la barandilla, procurando que diese bote cerca de la
viejita, pero sin golpearle, que no era cuestión de que me agarrase antipatía,
ya saben, por si caía alguna moneda.
–¡Señora,
señora! –grité desde mi balcón, al ver que la mujer se paraba de golpe al ver
un balón salido de la nada botar un metro delante de ella– ¿Puede lanzarme la
pelota? Es que estaba haciendo una chilena como Valdano y se me fue.
Si hubiera
estado al tanto, hubiera sabido que el fuerte de Jorgito Valdano no eran
precisamente las chilenas. De todos modos, la viejecita me obsequió con una
sonrisa cándida, dejó las bolsas en el suelo, y agarró la pelota que, como un
perrito obediente, había acabado rodando hasta sus pies tras rebotar con la
pared contraria.
La niña de
la calle, a pocos metros de la futura víctima de hurto, me miró extrañada, pero
cuando me vio sonreírle y señalarle las bolsas con los ojos, comprendió y se le
iluminó el rostro.
Mientras la
anciana trataba de colar el balón de nuevo a mi balcón, la muchachita se
escurrió hacia las bolsas, extrajo una de las cinco barras de pan que llevaba,
una pequeña bolsita colorida, y un paquetito de embutidos para luego ocultarse
tras los tachos de basura, con un sigilo y habilidad que ya quisiera el tal
Arsenio Lupin del que me hablaba mi profesor particular.
Tras dos
intentos nulos, por fin la pelota regresó a mi poder y la vieja, sin darse
cuenta del menor peso de sus bolsas, continuó su camino sin saber que, esa
tarde, sus nietos no podrían probar las golosinas que les había comprado.
Cuando la
vecina se marchó, la niña de la calle me lanzó un beso con su mano, y en ese
momento les juro que lo pude ver. Pude ver el beso moverse en el aire. Fue como
si sus labios se clonasen en el viento, rosas, finos y pequeños, y subieron
lentamente, haciendo garabatos en la nada, hasta posarse, como un pajarillo
herido, cálidamente en mi mejilla. Si hubiera tenido algunos años más, o simplemente
hubiera sabido qué significaba realmente esa palabra, podría haber dicho en ese
momento que acababa de enamorarme completamente de la pequeña.
–¡Bajá, andá, bajá! –me gritó la niña de
la calle, haciéndome gestos con su manita.
–No puedo…
mi vieja no me deja.
–¡Dale! ¡Y
te invito a dulces! –replicó, agitando la bolsita que yo le había ayudado a
hurtar, lo que me convertía en cómplice de robo, como muchos de los maleantes
de la televisión. Era cómplice de un delito. Pero no me importaba. Porque yo estaba
del lado de los buenos, del lado de la niñita y de Robin Hood.
–Un momento
–le dije, volviendo a entrar en casa para asegurarme de que mi madre durmiera.
Mi mamá no dormía, mi mamá roncaba como un cerdo-. Ahora bajo –concluí saliendo
nuevamente al balcón.
Dejé la
puerta de la casa entreabierta y bajé por las escaleras con el corazón
retumbándome en el pecho. Mis pies amenazaban con trastabillarse en cada
escalón, pero yo no podía dejar de correr hacia la ladronzuela que me había
robado el corazón.
En cuanto
pisé la calle, la nena se lanzó hacia mí y me abrazó con fuerza, una fuerza de
la que creía incapaz a un cuerpo tan menudo y escuálido como ese.
–¡Gracias!
Ya creí que hoy me quedaba sin comer... –me dijo con una sonrisa mientras me
ofrecía una golosina con, irónicamente, forma de corazón.
–No fue
nada.
Dudé en
aceptar el dulce. En todos los meses que llevaba viéndola, jamás la había visto
comer una golosina, mientras que yo, cada semana, cuando mi padre volvía de sus
largos viajes de trabajo, disfrutaba de una bolsita entera para mí bajo la
simple promesa de haberme portado bien. Sin embargo, mi gula pudo más que mi
generosidad y acabé masticando con saña el regalo.
–¿Cómo te llamás? –preguntó. Sentándose junto a mí
e invitándome a que la imitara.
–Vos
primero, que sos más linda –respondí
casi instintivamente. Ella sonrió halagada.
–Me llamo
Marta. Marta Valdez, aunque no creo que eso ahora importe mucho, mi apellido.
–¿Por qué?
–pregunté, en mi bendita inocencia, después de tragarme la golosina.
–¡Ay,
tontito! –exclamó, con una sonrisa que se le quebró antes de continuar-. Pues
porque mis padres me botaron de casa.
–Lo siento.
–Vos no
tuviste la culpa. ¿Por qué lo sentís?
Abrí la boca
para responder, pero lo cierto fue que Marta me acababa de dejar sin palabras,
y me quedé así, con cara de tonto, durante varios segundos.
–No me
dijiste cómo te llamabas –dijo finalmente, sacándome de mi parálisis.
–Jaime
Vargas.
–Vargas…
Bonito apellido… ¿Lo puedo usar? Es que los míos ya no me gustan.
No entendía
cómo una niña tan interesante como Marta quería usar el apellido de la aburrida
familia Vargas, sin embargo, acepté.
–¡Qué lindo!
–exclamó palmoteando de alegría-. De ahora en adelante, me llamaré Marta
Vargas.
–¡JAIMEEE!
–tronó el vozarrón casi masculino de mi madre por toda la calle- ¡¿Dónde carajo
te metiste?!
–Me tengo
que ir –musité sobresaltado, mientras me levantaba para meterme de nuevo en el hall de entrada del edificio.
–¡Hasta
mañana! –se despidió Marta, dando por hecho que nos volveríamos a ver.
–¡Estoy acá,
mamá! –grité subiendo por las escaleras-. Bajé a ver si había correo –mentí.
Era la
primera vez que mentía a mi madre, pero no me importó. Si en esta vida había un
motivo válido para mentir, ese motivo era Martita Vargas.
Por la
noche, cuando mi madre ya se había acostado, me escabullí de mi habitación y le
deslicé a Marta un par de mantas viejas, pues los fríos meses de invierno se
acercaban y yo sabía que le iban a hacer falta.
Desde ese
momento, Martita movió su lugar para dormir (porque llamar cama a su revoltijo
de retazos sucios era darle demasiada importancia) justo enfrente de mi balcón,
y todas las tardes, mientras mi mamá dormitaba viendo la novela, yo me bajaba
con la pequeña niña de la calle a hablar, jugar, o besarnos.
Me gustaría
decir que mi primer beso fue un momento mágico, ese instante en que se alinean
los planetas y despierta el amor entre dos cuerpos que se atraen. Pero no.
Éramos niños. No entendíamos qué era el amor, ni la pareja, ni mucho menos el
sexo. Lo nuestro era la curiosidad. Simplemente, un día Martita me dijo:
–¿Alguna vez
besaste a una nena?
–No. ¿Por
qué iba a hacerlo?
–¿Tú papá no
besa a tu mamá?
–Sí.
–Ven
–concluyó ella, como si esa respuesta fuese suficiente para explicarlo todo-. Cerrá los ojos –pidió tras hacer que me
incorporase.
Obedecí y de
pronto sentí una calidez inaudita sobre mis labios, pero fue más que eso. Fue
todo un estremecimiento de cuerpo y alma. Me abandoné a sus acciones sin saber
cómo responder, solo dejando que su lengua acariciase mi boca, que su calor me
envolviese hasta el límite del mareo.
–¿Te gustó?
¿Cómo
responder? ¿Cómo transmitir con palabras lo que mi mente de niño aún no
comprendía? ¿Cómo contestarle con un “SÍ” tan enorme que faltaba cielo en la
ciudad para escribirlo? No pude.
–Creo que me
tengo que ir. Mi mamá estará a punto de despertar –fue lo único que atiné a
decir en mi azoramiento.
–Pero te
gustó, ¿cierto? –insistió ella, con la mirada inocente.
–Sí, claro
–respondí antes de tomar el camino hacia mi portal, pero solamente había dado
unos pasos cuando me volví-. ¿Marta?
–¿Sí?
–¿También
fue tu primer beso?
–Creo que tenés que irte. Tu mamá estará a punto
de despertar –respondió ella, con la misma sonrisa.
Tarde tras
tarde, junto a Marta aprendí lo que era amor. Éramos niños, sí, y ella tenía
tres años más que yo, pero nos queríamos. Nos queríamos mucho. Siempre que
podía, le pasaba ropa que me viniera grande, o restos de la cena, o algún
juguete viejo sin que mi madre se enterase. De mi padre, sin embargo, no estaba
tan seguro.
A pesar de
que solamente estaba en casa los fines de semana, cuando volvía los viernes por
la noche él sí que veía a Martita, durmiendo tan plácidamente que parecía un
ángel, y me veía a mí en el balcón. Al principio pudo creerse que yo lo
esperaba a él, pero semana tras semana, creo que terminó por darse cuenta de
qué le sonaban esos pantaloncitos cortos y esa remerita que Marta llevaba con
orgullo a pesar de que le quedaran un poco pequeños, o ese raído peluche con
forma de jirafa al que le faltaba un ojo y con el que dormía abrazada. Y semana
tras semana, los lunes de madrugada cuando marchaba, acabó por acercarse a
donde dormía la pequeña y dejarle unas pocas monedas bajo las mantas.
Una tarde,
al bajar con Marta, me di cuenta de que ya no llevaba mis pantalones. Iba a
preguntarle si se le habían roto cuando los vi junto al cubo de basura,
manchados de rojo en la entrepierna. Me asusté mucho, pero Martita rio. Me
explicó que era algo normal, que le pasaba a todas las mujeres, y que si se lo
preguntaba a mi madre, seguro ella me lo explicaría. Prometo que lo intenté. Al
subir a casa, y en cuanto despertó mi madre, quise hablar con ella.
–¿Mamá?
–¿Qué querés? –respondió de malos modos-
¿Acaso no ves que estoy con la novela?
–¿Por qué le
tenés miedo a la calle? –la pregunta
me salió del alma. Por un momento me olvidé de Marta y solo pensé en que mi
madre debía sufrir mucho si se condenaba a vivir sin disfrutar del mundo
exterior.
–¿Y a ti
quién te dijo que yo le tengo miedo? ¿Eh? -La agorafobia de mi progenitora
empeoraba y cada vez estaba más arisca-. Yo no le tengo miedo a nada, ¿entendés? Solo que no me dan ganas de
salir.
–¿Nunca?
¿Pues por qué no te apetece salir nunca? –insistí.
–¿A ti qué
carajos te importa lo que a mí me apetezca o no?
–Pero mamá…
–Ya me estás
cargando, carajito. ¡Andate a tu
cuarto!
–P… pero…
–¡Andate a tu cuarto o te cago a
trompadas! ¿Entendiste? –chilló, fuera de sí, haciendo esfuerzos por despegar
su enorme cuerpo del sillón.
Corrí hacia
mi habitación, atemorizado, mientras escuchaba sus lentos y sonoros pasos tras
de mí. Cerré la puerta y esperé, apoyado contra la misma, y casi llorando.
Afortunadamente, aunque la había enfurecido, no la había enfurecido lo
suficiente como para que me encerrase con llave, algo que había hecho en muy
contadas ocasiones, y que añadía más humillación al castigo cuando tenía que
rogarle a gritos que me abriese para poder ir al servicio si la naturaleza me
reclamaba. Mi habitación no me gustaba nada. No solo porque fuera pequeña y
oscura, también porque la única ventana que tenía no daba a la calle donde
dormía Marta, sino a un escueto patio de luz al que ni siquiera podía salir por
culpa de las rejas que tapaban la ventana. Si mi casa era una cárcel, estaba
claro que mi habitación era la más lóbrega de las celdas. Cada vez que me
castigaban, soñaba que era un preso condenado injustamente, e ideaba cientos de
planes para escaparme de mi celda como hacían los Robin Hood o Lupin que veía
por la tele, o el Conde de Montecristo o el príncipe Segismundo de los que me
hablaba mi maestro particular.
Finalmente,
tuve que hacerle la pregunta a mi padre cuando llegó a casa. No sobre la fobia
de mi madre, pues no quería que él también se enfadase, a pesar de que no
recuerdo haberlo visto enfadado jamás, al menos conmigo. Le pregunté sobre las
manchas de sangre y él me explicó muy detalladamente el tema de la menstruación
femenina.
Pasaron unos
pocos meses. Cumplí nueve años. Marta me regaló un carro de juguete que fabricó
con piezas de dos cochecitos rotos que encontró en la basura. Esa misma noche,
mientras daba vueltas en mi cama jugando con el pequeño auto sin poder
dormirme, algo me empujó a salir al balcón para ver a mi ángel durmiendo.
Alguien, sin
embargo, rompía la soledad en la que habitualmente, a esas horas, se sumía la callejuela.
Una sombra negra avanzó directa hacia mi ángel, y el estómago se me encogió al
ver cómo se inclinaba sobre ella. Estaba a punto de gritar para despertar al
vecindario cuando me di cuenta de que simplemente estaba zarandeando suavemente
a Marta para despertarla.
Sin saber
por qué, me escondí tras las macetas del balcón para espiar al hombre que sacó
un pequeño fajo de billetes del bolsillo mientras le decía algo al oído a la
niña de la calle.
Martita,
después de frotarse los ojos, miró al hombre, miró al fajo de billetes y
asintió.
Desde mi
escondite, pude ver cómo la pequeña se arrodillaba ante él y maniobraba con la
bragueta hasta lograr extraer una enorme verga (ella me enseñó que se llamaba
verga) que no tardó en meterse en la boca.
Ahogué un
chillido. No entendía lo que pasaba, pero no podía aceptar que los labios que
tanto había besado ahora se cerraran sobre un sucio pene (mi profesor
particular, al explicarme las partes del cuerpo, fue quien me enseñó que se
llamaba pene).
Durante
minutos que me parecieron horas me quedé allí, paralizado, viendo a Martita
chupando la polla (los años me enseñaron que también se llamaba polla) a aquel
hombre que le decía groserías en un idioma desconocido para mí, hasta que
finalmente, con un gruñido más porcino que humano, pareció darse por
satisfecho.
El
extranjero tiró los billetes al suelo y Martita se apresuró a cogerlos mientras
él se marchaba silbando. Yo no conseguía moverme. Cuando Marta volvió a
quedarse sola, se asomó a uno de los tachos de basura y comenzó a vomitar. No
podía creerlo. El destino me había hecho una jugarreta cruel al invitarme a
salir al balcón para contemplar esa escena. Tras contar los billetes, Marta
elevó la vista hacia el balcón y me vio. Supongo que mi cara de preocupación
era suficientemente expresiva.
–No te
preocupes, no fue nada. Y además tengo plata –me dijo bajito, antes de fingir
una sonrisa y volver a sus mantas.
Sin embargo,
sí me preocupé, y al día siguiente le pregunté qué había pasado.
–Eso,
bebito, es una felatio, una mamada –me explicó secamente. Poco parecía quedar
de la dulce Martita que me enviaba besos con la mano.
–¡No me llamés bebito! ¡Sabés que lo odio! –le chillé. Creo que jamás le había chillado.
–¿Vos querés que te haga lo que le hice al
gringo?
No supe qué
contestar, pero Marta me agarró de la mano y me llevó bajo las escaleras de mi
portal. Allí trasteó con el cordón de mis pantalones mientras yo salía
lentamente de mi parálisis y trataba de detenerla.
–¡No! ¡Pará! –me resistí.
–Tranquilo,
bebito, que te va a gustar –musitó ella, bajándome de un tirón pantalón y
calzoncillos.
–¡NO!
–grité, empujándola con todas mis fuerzas y huyendo escaleras arriba, dejándome
la mitad de la ropa en aquel rincón.
Durante una
semana estuve sin bajar con ella, aunque cada noche salía a mirarla al balcón.
Sin embargo, me volvía a la cama, dolido, en cuanto aquel hombre hacía su
aparición.
Cuando volví
a bajar a la calle, lo hice decidido a impedir que Marta siguiera mamando
vergas.
–Lo siento,
bebito –Fui a protestar, pero me calló poniendo un dedo sobre mis labios-. A
eso me dedicaré a partir de ahora. No me gusta, pero se gana plata. Mucha
plata.
–¿Y para qué
querés tú plata? –dije, comenzando a
llorar.
–Para
marcharme de acá, Jaime. Este condenado barrio, esta ciudad, este país de
malparidos no es lugar para niños. Quiero irme lejos, muy lejos, a Europa, allá
donde no hayan niños de la calle como yo. ¿No lo entendés? –También Marta lloraba a mares-. Quiero dejar de ser
pobre, y esta es la única opción que tengo.
–No te
marches, Martita, no te marches… ¿Qué haré yo sin ti? –le supliqué.
–Lo siento,
cariño. Pero si consigo la plata suficiente volaré de esta cloaca. Creo que es
lo mejor. Para los dos.
–Pero… Hasta
que lo consigas, al menos hasta que lo consigas… ¿Te quedarás conmigo?
Como única respuesta,
Martita me dio un largo beso en los labios.
Estaba
desolado. Mi ángel se iba a ir, y yo no podía hacer nada para evitarlo. Cada
noche, salía al balcón para verla dormir, para ver si en sus sueños aún se
acordaba de mí o ya solo soñaba con aquel nuevo país. Martita empezó a comer
bien todos los días gracias al sucio dinero de sus felatios, e incluso se
compró una cajita de aluminio con un candado, cuya llave llevaba siempre al
cuello, para guardar sus ganancias. Una noche, el gringo llegó pero algo en sus
movimientos hacía presagiar que no iba a ser una noche como otra cualquiera.
Parecía más nervioso, más excitado…
El hombre
despertó a Marta y le mostró no uno, sino dos fajos de billetes. Desde mi
puesto de vigilancia, temblé, eso no podía acarrear nada bueno. Martita encogió
los hombros y asintió. Se quitó las bombachitas con las que dormía y se tumbó
de nuevo sobre sus mantas.
No pude
mirar. Aparté la vista en el momento en que el gringo entraba en mi ángel y
ella rompía la noche con un desgarrador grito. Lloré durante los minutos que
duró el acto. Igual que Marta.
Como había
hecho de costumbre, al acabar, el gringo tiró los billetes al suelo y se marchó
riendo mientras Marta se afanaba en agarrarlos antes de que el viento se los
llevase. Tras reunirlos, los guardó rápidamente en su “cajita mágica”, como
ella la llamaba, y se volvió hacia el balcón, donde yo la miraba con los ojos
anegados. Pero de pronto lo vi y hasta las lágrimas se me helaron. Era la
primera vez que la veía desnuda de cintura para abajo (durante el primer año,
en verano, no tenía ningún reparo en sacarse la remera), pero estaba seguro que
no era normal lo que se veía al trasluz de las lejanas farolas. Regueros de
sangre que nacían de su tierna hendidura le corrían por los muslos.
–¡Voy a
llamar al doctor! –grité alarmado.
–¡Ni se te
ocurra! –me gritó, fuerte y seca, vestida únicamente con su remerita.
–¡Esperá que ahora bajo!
No tardé en
plantarme junto a ella, armado con todo lo que me pareció útil tras asaltar el
botiquín de casa. Tardamos como dos horas, mientras amanecía, en detener
completamente la hemorragia.
–Gracias,
amor –me dijo tras retirarle la última venda empapada en sangre. Me besó e
intentó meter la lengua en mi boca, pero me debatí. Me debatí durante dos
segundos. Luego no pude evitar vencerme a ella y corresponder a su beso. Fueron
unos segundos que volvieron a ser mágicos, la volví a sentir mi propio ángel,
mía sola y no del gringo, porque a él no lo besaba.
–No podés seguir así. Es serio, Martita. No podés. Haré lo que quieras, le pediré a
mi viejo que te pague el viaje, pero dejá
ya esto. Por favor.
–Lo siento,
bebito, pero no podés ayudarme. Tengo
que marcharme sola. Cuando me vaya, lo haré sin debernos más que una carta de
vez en cuando. Lo siento, pero sí puedo seguir.
Triste,
hundido, encabronado, me subí llorando a casa y me tiré en la cama a ahogar mis
gritos en la almohada.
Durante unas
semanas más, el gringo siguió viniendo cada noche, dejando plata y más plata y
también sangre y más sangre, porque ya no quería que Marta se la chupase, ahora
quería cojérsela. La “cajita mágica” cada día estaba más llena y Martita estaba
cada día más feliz.
–Ya queda
poco, Jaime –me dijo un día, diez de marzo, justo el mismo día en que me
conoció tres años antes-. Dentro de una semana podré pagar el viaje.
Ella estaba
muy feliz. Pero aquel día feliz fue, al mismo tiempo, un día triste. El gringo
ya no volvió esa noche, ni la siguiente, ni la otra. Ya nadie venía a pagarle a
Martita mientras ella engordaba más y más y sus pechitos al principio
inexistentes se iban llenando más y más.
Como si
supiera lo que había hecho, el gringo desapareció dejando preñada a Martita.
Solo yo me encargaba de ella, y la cuidaba, y le iba a comprar comida para que
ella no tuviera que levantarse. Volvió a pedir por el día, y la gente dejó de
ignorarla. Al verla embarazada sí, había más gente que le daba dinero, el
suficiente nada más para que comiera, pero también había más gente que la
despreciaba, que la insultaba, que la llamaba de todo. Yo insistía en llevarla
a un hospital, pero ella se negaba categóricamente. Incluso mi papá, con el que
hablé del tema, intentó hablar con ella y convencerla, pero no hubo modo.
Martita no quería ni ver a los médicos. Pero yo seguí a su lado. Siempre a su
lado. Incluso, cuando tenía a mi padre en casa para cubrirme, más de una vez me
quedé dormido junto a ella y mi papá me despertaba a primera hora y me mandaba
para casa antes de que mamá se fuera a percatar.
Finalmente,
un jueves veintiuno de septiembre, pasó lo que tenía que pasar. Eran las ocho
de la noche cuando Martita comenzó a gritar. Me daba igual lo que ella dijera.
Necesitaba un médico. Pero para llamar a uno, tenía que decírselo a mi madre.
–Mamá, a M…
-me corregí, ella no podía saber que conocía a la niña-. A esa niña le duele.
–Che, dejala niño, son mierda… -fue la única
respuesta que obtuve.
–Pero mamá…
Hay que llamar a un médico –grité, tratando de hacerme oír sobre los berridos
de Marta que se colaban por el balcón. Mi madre bufó y cerró las puertas para
intentar acallar los gritos, y yo aproveché para lanzarme hacia el teléfono.
–¡Estate
quieto, carajito! –graznó mi madre, agarrándome de los brazos y levantándome en
vilo cuando había pulsado nada más que uno de los dígitos.
–¡Mamá, por
favor!
–¡Me tenés harta! –Mi madre me llevó en vilo
hacia mi cuarto y me lanzó despreocupadamente al interior, como si fuera un
fardo inservible y no la criatura que había vivido nueve meses en su interior.
Los mismos que Marta y su bebé.
El golpe con
el suelo me dolió. Pero no me dolió siquiera la milmillonésima parte de lo que
lo hizo el escuchar cómo mi madre cerraba la puerta y daba vuelta a la
cerradura. Me encerró en mi celda oscura mientras allí fuera, en la misma
puerta de nuestra propia casa, la vida de un ángel pendía de un hilo.
–¡MARTA! ¡MARTA!
¡¡MARTAAAAAA!!
Me gustaría
decir que gritaba por una noble causa. Que simplemente quería que mi madre
abriera y ayudar a mi ángel. Pero sabía que no iba a ser así por más que
gritara, porque mi madre había pasado el límite de la cordura empujada por su
agorafobia y nada hay más difícil que convencer a un loco. Lo cierto es que no
gritaba para que mi madre me oyese. Ni siquiera para que me oyese Marta y
supiese que seguía queriendo ayudarla. Lo cierto es que gritaba para no tener
que escuchar los gritos de mi ángel doliente, para tapar sus aullidos con mis
propias voces, para que no me dolieran como puñaladas las veces que escuchaba
“Socorro”.
Durante
horas aporreé la puerta con todas mis fuerzas, la embestí, me dañé mil y una
veces las manos con cada uno de los golpes hasta que al final, cuando ya no me
quedaba ni voz y ni siquiera escuchaba los gritos de Marta, caí rendido ante la
puerta.
Me despertó
la difusa luz del alba que se colaba por el patio de luces. Probé a abrir la
puerta y pude comprobar que la llave ya no estaba echada. Salí como una
exhalación de la habitación y crucé pasillo y sala tan rápido como me permitían
mis cortas piernas.
–¡Ya se
levantó el escandaloso! –gruñó mi madre, pero la ignoré completamente y salí a
la carrera de casa.
Salté los
escalones de seis en seis, evitando tropezarme, y llegué a la calle.
La repentina
luz del día me cegó por un momento. El mismo momento durante el que esperaba
ver a Martita sonriendo mientras sostenía un hermoso bebé en los brazos que, en
mi ensoñación, tenía mis ojos. Sin embargo, cuando mis ojos se acostumbraron a
la claridad, lo que me encontré fue algo muy distinto.
Tres
ancianas formaban un corrillo cerca de donde Martita tenía su cama, su hogar.
"Una desgracia, ¿Verdad?", "Se la encontró un barrendero, y aún
respiraba", "No pudieron hacer nada en el hospital, ni por ella, ni
por el niño".
Lo escuché.
Escuché cómo algo muy grande y muy necesario se rompía dentro de mi pecho. Me quedé
allí de pie, con tantas ganas de llorar tantas lágrimas al tiempo que, durante
un momento, ni siquiera pudieron salir, como si estuviesen apelotonadas todas
en la puerta y se estorbasen.
Pero cuando
la primera surgió, todo yo me convertí en un mar de lágrimas. Subí a mi casa,
roto y enfurecido, cegado por los lloros, y cuando me vi delante de mi madre,
que me miraba con una mueca de sorpresa, un grito escapó de mi cuerpo. No
recuerdo qué barbaridad le dije, pero debió ser una lo suficientemente grande
como para dejarla plantada en el sitio y sin nada que responder.
Llorando, me
tumbé en la cama y apagué, de nuevo, los gritos en la almohada, como aquella
otra vez que también lloré por Marta. Mi padre llegó pocas horas después.
–¿Qué pasó?
¿Por qué tanta gente ahí fuera?
–Bah, esa
sucia niñita que rondaba por el barrio, parió y murió en el parto.
–¿Pero cómo?
¿No la atendieron bien?
–No. Tu hijo
quería llamar a un médico pero hubiera sido tirar el dinero. Una rata menos en
el mundo. O dos.
El sonido
que siguió a esa frase de mi madre fue inconfundible. Una bofetada que resonó y
tuvo eco durante segundos en la casa.
–Estás loca…
-masculló mi padre, que vino corriendo a mi habitación. En cuanto me vio, me
agarró y me estrechó en el abrazo más largo y necesario que me han dado en la
vida.
–Ha muerto,
papá, ya no está… -musité.
–Claro que
sí, hijo, claro que está, está acá –Me dio un par de golpecitos en el pecho con
un dedo-, en tu corazón. Y si no la olvidás,
siempre estará.
Volví a
abrazarlo sin dejar de llorar.
–¿Qué pasará
con… ya sabés… su cuerpo? –pregunté,
cuando pude dejar de hipar y sollozar.
–Ay, hijo,
no tenía plata. La enterrarán como a una Doña Nadie, y si la entierran… -Mi
padre siempre fue muy franco, pero no volví a llorar.
–Sí papá, sí
que tenía.
Corriendo,
volví a bajar a la calle, me introduje entre el creciente grupo de chusmetas y
buitres que rondaban la callejuela, como si el olor a muerte los atrajese, y
cuando llegué a las mantas de Martita, rebusqué bajo ellas hasta encontrar lo
que buscaba. Apreté la cajita de aluminio contra mi pecho, volví a atravesar la
multitud, y se la enseñé a mi padre, que me había seguido.
–¿Ves, papá?
Ella decía que era de este color porque antes era de madera, pero que la
sumergió en el Río de la Plata y se volvió de plata. Qué tonto, ¿verdad?
Era tan tonto,
que volví a llorar. Lloré como el niño que era. Lloré por la niña que dejó de
serlo demasiado pronto. Al final no iba a viajar a Europa, ni la iban a adoptar
allá, ni se iba a hacer rica pronto para pagarme el pasaje. Su vida acabó
cuando aún soñaba con angelitos, igual que yo soñaba con ella, con mi ángel,
con mi primer y mayor amor.
Fuimos al
hospital a recoger la llave que siempre llevaba al cuello. Nos hicimos cargo,
mi padre y yo, de elegir todas las exequias.
La
enterraron en un cementerio muy bonito, en una tumba muy bonita, con una lápida
que ponía:
MARTA VARGAS
1982 – 1995
Siempre viva en mi alma
Sobre la
lápida, cómo no, la figura de un ángel, un querubín que custodiara siempre su
sueño, sueño eterno. A su lado, enterramos al niño. A petición mía, lo llamamos
Román Vargas, como mi padre. Tuvo un entierro muy íntimo, los asistentes podían
contarse con los dedos de una mano. Sus padres, los mismos que la tiraron de
casa porque su papá abusó de ella y su madre la llamó mentirosa cuando se lo contó
(me lo confesó una noche que andaba medio tristona, cuando ya estaba
embarazada), pues ellos también asistieron. Cuando preguntaron “¿Por qué
Vargas?”, fue mi padre quien contestó por mí, apretando más fuerte su mano en
mi hombro:
–Porque ella
lo quiere.
Ellos no
parecieron entenderlo, pero se encogieron de hombros y lloraron como todos.
Después de echarla a la calle, lloraron su muerte. Es como prender fuego a un
árbol y llorar porque murieron los pajarillos que anidaban en él.
Los hubiera
puesto de hipócritas hasta arriba, pero yo también estaba llorando.
Aún guardo
su llave. La cajita, según mi padre, quedó estupenda como maceta para las
flores de su tumba. De su tumba y de la de Román, ese niño que tanto estará
cuidando en el cielo.
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