DÍA 0
Dos manos sobre mis pechos, otra sube
por mis muslos, una cuarta, tal vez perdida o sintiendo que no quedan
mejores espacios para palpar, me acaricia la cintura. Siento algo húmedo
y caliente sobre el ombligo, y pienso que quizás sea una copia de esa
lengua que violenta mi boca y busca la mía. No tengo manera de
cerciorarme en esta ceguera. No hay colores, ni formas, ni nada… solo
tacto y sensaciones. Mi respiración es un arroyo de suspiros y gemidos,
mecido en las lascivas caricias de esas cuatro manos, pero ya no son
cuatro. Son siete, son diez, son mil. Mil manos con cinco mil dedos que
me tocan cada centímetro de piel, mientras me debato a oscuras en este
mar de lujuria provocadora.
“–THEY ARE COMING!”
Oigo pero sin oír. Las palabras suenan
extrañas, alejadas, como embotadas tras un cristal demasiado grueso para
dejarme entender qué dicen. Tal vez nuevas manos me tapen las orejas o
alguna haya aprendido a hacerse etérea como un fantasma y me atraviese
el cráneo para acariciar mi cerebro y desechar de él todo lo que no sea
el tacto de las cuatro, las siete, las diez, las mil, el millón de manos
que soban mi cuerpo desnudo y me arrancan jadeos y temblores de placer.
“–WAKE UP! EVERYONE WAKE UP!”
Mi corazón late a una velocidad que no
pensé posible. No puedo, aunque quiera, contar ni los latidos ni el
tiempo, ni una cosa ni la otra existen en el océano de caricias donde me
hundo, donde voy naufragando lentamente. Unos dedos se hunden en mi
sexo con violencia y mi gemido se sobrepone al tamborileo de mi órgano
más vital. Más vital, pero en ese instante, menos importante. Importan
más mi piel, mi coño, mis pezones, mi boca. Me abandono a la deriva de
ese mar de manos repleto de olas en forma de dedos y espuma de caricias.
Pero tal vez ya no sean dedos. Después del placentero viaje por mi sexo
y de impregnarse con mi humedad en el mar de mi lujuria, los cinco
millones de dedos son cinco millones de peces, húmedos, inquietos y
hambrientos que pellizcan mi piel con sus bocas. Pero sus pellizcos no
duelen. Solamente causan placer.
“–STOP, PLEASE! WE ARE NOT HARMING ANYONE! PEACE! PEACE!”
¿Esa voz? ¿Es Marie? ¿Zig? ¿Nandara?...
El mar de dedos comienza a inquietarse, como si las voces exteriores,
esas que intentan arrancarme de él, lo enfurecieran. Ya no me mece. Ya
no me acuna. Me agita en una tormenta especialmente furiosa en los
interiores de mi sexo anegado, como luchando ante la imperiosa necesidad
que surge de escuchar esos gritos que se van a haciendo más claros.
Empiezo a entender lo que dicen.
“–WAKE UP!!”
¿Que me levante? ¿Por qué? Deambulo en
el frenesí entre la potente ilusión y la urgente realidad. No quiero
levantarme porque sería abandonar a las manos que acarician y los peces
que se hunden en mi cuerpo. Sería abandonar la sensación de mi sexo
repleto de placeres prohibidos. Sería despertarme de este magnífico
sueño. Pero algo me impele a hacerlo. Mi mente dormida y mi mente
despierta batallan sin pausa en una guerra que parecía dominar sin
problemas la primera pero que, lentamente, va inclinándose del otro
lado.
“–WAKE UP!!”
El sonido de un disparo rasga el mundo
de irrealidad en que estaba atrapada. Despierto de golpe, desnuda, en el
camarote del barco. Las manos han desaparecido y, con ellas, los
dedos-peces que a punto estaban de llevarme al orgasmo.
En la densa niebla mental de mi
despertar pienso que podría terminar de masturbarme. El sueño ha sido
demasiado poderoso y bello para desobedecer las ansias creadas en mi
cuerpo, pero una violenta agitación del barco me saca de mi
aturdimiento, de mi excitación y, de paso, de la cama.
Mi cuerpo golpea el duro suelo de metal
mientras los gritos de mis compañeros se hacen cada vez más angustiosos y
van cobrando urgencia en mi mente. Es demasiado pronto aún para que
hayamos llegado a la plataforma petrolífera y nos hayamos puesto en
acción.
Me asomo por el ojo de buey del camarote
y veo el barco que se acerca. Los jinetes del Apocalipsis vienen, y no
montan caballos. Van en un barco de la Policía de Indonesia. Tampoco se
llaman Hambre, Peste, Guerra y Muerte, quizás se llamen Nil, Bambang,
Djamiaat o Suwardi o cualquier otro nombre indonesio, no lo sé, no me
importa, ni voy a preguntárselo cuando nos aborden. Tras ellos, otra
lancha con otros Nil, Bambang, Djamiaat y Suwardi. Otra más al final. No
sé si serán las únicas o se acercan más lanchas de la policía, pero
tres son ya suficientes como para entender que no vienen de paseo.
Me visto rápidamente con una blusa y
unos pantalones. No hay tiempo de buscar la ropa interior. Salgo como
alma que lleva el demonio del camarote mientras vuelvo a escuchar
disparos.
Miro a mi alrededor y lo que anoche era
una divertida fiesta, repleta de ilusionados compañeros de la asociación
con la convicción de cambiar el mundo, hoy es puro caos. Veo a Zig, uno
de los pocos occidentales del barco, correr de un lado a otro como una
gallina sin cabeza. Una gallina de dos metros, rubia y de ojos azules
por la que todas las chicas del barco excepto yo suspiraban. Si en este
momento alguna de ellas pudiera detenerse, aislarse del vértigo en que
se sume el barco, girarse hacia él y lo viera, seguro que se le caía el
mito. Sigmund, “Zig” como lo llamamos, corre con las manos pegadas al
torso, y sus gritos parecen casi femeninos. Por primera vez le encuentro
cierto atractivo.
–¡Zig! ¿Qué pasa? -El islandés me mira sin comprender. Parece que ni siquiera me reconoce-. What's happenning, Zig? -repito en inglés para hacerme entender.
–La policía indonesia. Nos atacan. No
quieren que nos lleguemos a plataforma petróleo -responde con su
macarrónico castellano. Me asombra que en su estado haya logrado
enhebrar una sola palabra en mi idioma.
–Ne nous blessez pas! -Marie,
la mujer más preciosa del barco y otra más de las occidentales a bordo,
hace señas a los policías desde cubierta, levantando los brazos en gesto
inofensivo.
Oh, Marie... Tenía la esperanza de pasar
una noche con la francesa antes de llegar a aquella contaminante y
peligrosa plataforma petrolífera que nos esperaba a pocos kilómetros al
noroeste de Indonesia. Si salimos de esta, me lanzaré a por la
francesita. Estoy segura de que se muere por experimentar. Si salimos de
esta, yo...
El disparo le da de lleno en la cara.
Grito horrorizada y siento que las piernas me fallan al ver la sangre
salir despedida de la parte de atrás de su cabeza. Un líquido caliente
empapa mis pantalones, pero es muy distinto del que, hasta hace escasos
segundos, mojaba mi sexo. Creo que me he orinado encima. Marie cae al
suelo, sin vida, en una nube de sangre y materia cerebral, y los
policías indonesios comienzan a subir al barco. El corazón me vuelve a
ir a mil por hora, pero ya no es por las manos que me acariciaban en
mitad de mi sueño.
Miro en rededor y solo veo el caos hecho
barco. Todos mis compañeros corren aterrados, sin ningún objetivo fijo.
Los únicos que parecen saber qué hacer son los hombres vestidos de
negro que van abordando el barco, armados hasta los dientes. Policías
armados contra civiles indefensos. No es que sea una lucha muy justa, y
por eso nadie hay que les haga frente. Poco importa ya nuestra misión
para salvar el Índico. Ahora solamente importa sobrevivir.
Es el fin del “Planet Warrior”. De este
viaje suyo, al menos. El buque insignia de nuestra asociación ecologista
vuelve a caer en manos de un gobierno corrupto igual que meses antes en
Australia o dos años atrás en Brasil. Sabíamos que la autoridad
indonesia iba a tratar de impedir que llegásemos a la plataforma
petrolífera pero jamás pensé que serían capaces de abrir fuego contra
nosotros, pero las balas son baratas y el petróleo caro. El miedo me
paraliza mientras noto los pantalones asquerosamente adheridos a mi
pierna por la humedad. Mi primera acción fuera de Europa, y la niña
española que se creía que iba a salvar al mundo se mea en los
pantalones.
Los activistas indonesios que nos
acompañan se tiran al suelo y colocan las manos en la nuca. Está claro
que ellos están más acostumbrados que nosotros a la actuación de la “Polisi”.
Cómo lamento ahora no haberles creído cuando decían que, allí, cada
manifestación podía acabar en tragedia, que aquello no era Japón ni
Australia ni Estados Unidos, ni siquiera Brasil. Pensé que exageraban.
En Europa, como mucho, acababas con el cuerpo magullado de los porrazos
de los antidisturbios y pasando un par de noches en el calabozo. Pero
aquí las reglas son distintas.
Zig imita a nuestros camaradas
indonesios y se lanza al suelo. Yo sigo de pie, congelada con el miedo
atenazando cada uno de los músculos de mi cuerpo. Por mi mente pasan las
confesiones de los activistas locales que habían sufrido alguna
detención. Recuerdo de pronto las palabras de la joven Nandara, que con
sus veinte años llevaba cuatro perteneciendo a la asociación. Nos lo
contó anoche, entre lágrimas, esforzándose por hacerse entender en
inglés, con el rostro arrebolado de vergüenza bajo su hijab, mientras se
terminaba su cerveza.
“–La primera vez que me detuvieron, me
llevaron a comisaría y me desnudaron. Dijeron que buscaban droga en mi
cuerpo. Me registraron todo. El coño, el culo. Luego me violaron seis
policías y dijeron que me esforzara si quería salir de ahí, que podían
decir que me habían encontrado cocaína. En Indonesia hay pena de muerte
por traficar con drogas”. Me inspiró tanta pena y ternura que estuve
tentada de abrazarla y besarla como a una niña.
Estoy segura de que, en mi sueño, al menos dos de aquellas manos eran finas y morenas como las de la joven indonesia.
Sin proponérmelo, me imagino yo misma en
aquella posición en la que tuvieron a Nandara, inmovilizada contra la
mesa de la comisaría, mientras aquellos sucios hijos de puta se turnan
para sodomizarme y hacen constantes bromas sobre “reventarle el culo a
una occidental”. Me recorre un escalofrío de terror y decido que es
mejor dejar de pensar en eso.
Mi estómago se revuelve en el momento
que uno de los policías centra su mirada en mí. Soy la única activista
que no está tumbada en el suelo y con las manos encima de la nuca,
esperando que la esposen, y no es raro que acaben por fijarse.
El policía me grita algo en indonesio y
me apunta con su subfusil. Yo sigo paralizada por el miedo. Se ríe y
comienza a acercarse a mí, relamiéndose los labios. Se me revuelve una
vez más el estómago, pero logro contener las náuseas. Bastante tengo con
mearme encima como para también terminar vomitando. Eso sí que sería un
broche perfecto para mi primera misión en el extranjero. Meada,
vomitada y detenida. Y sin haberme podido acostar con ninguna de las
chicas del barco. Un fracaso absoluto.
El agente llega a mi posición, me señala
el suelo con su arma, y de pronto recuerdo que no llevo ropa interior.
Sí, puede parecer un momento estúpido para preocuparse por la ropa, pero
sé lo que pensarán esos cerdos en cuanto me quieran cachear, si es que
no lo piensan ya. Tal vez el pantalón ya se transparente a causa de la
humedad.
El pueril pensamiento tiene un efecto
secundario. Despierta mi mente. De pronto escapo violentamente de mi
parálisis, dejo de ser la niña española y me convierto en un animal
acorralado. Como tal, saco las fuerzas, la decisión y el instinto de
supervivencia de no sé muy bien dónde, empujo al policía y comienzo a
huir por la cubierta. Él trastabilla por mi empujón y está a punto de
caer al suelo. Con eso he ganado poco más de un par de segundos. Grita
algo y me apunta con el arma, pero yo ya corro como si la vida
dependiera de ello, porque tal vez es así.
Escucho los disparos y algo me roza el
hombro. Siento un pinchazo y nada más, y al echar una ojeada mientras
sigo corriendo, puedo ver la sangre que comienza a brotar del corte que
ha causado la bala. ¿Hacia dónde corro? No lo sé. No hay sitio donde
escapar allí atrapada en esa mole de metal en mitad del mar. Solamente
corro tratando de alejarme de Suwardi y su subfusil. Los disparos se
suceden pero la Suerte me protege y ninguno más me da.
Llego a la barandilla del barco y no me lo pienso.
Tengo dos opciones: O me quedo allí a
merced de aquellos corruptos y viciosos o le doy al mar la posibilidad
de que elija mi destino.
Tan solo espero que tenga a bien protegerme de la misma manera que yo estaba allí para protegerlo a él.
Cerrando los ojos, salto con todas mis
fuerzas sobre la barandilla. Durante un instante me parece quedarme
suspendida en el aire, como esperando que me salgan alas para volar muy
lejos, pero enseguida me precipito al vacío.
Caigo de pie en el agua. El choque es
más doloroso de lo que pensé en un principio. Miro atrás y veo al
policía asomarse por encima de la barandilla de la nave. Me apunta de
nuevo y dispara otra ráfaga de mortales balas. Una me atraviesa el
antebrazo y mi chillido de dolor, a pesar de toda la adrenalina que me
recorre las venas, es tan potente que puede que haya llegado a oírse
hasta en la India. Un grito que atraviesa fronteras. Nada que ver con el
grito que atravesaba fronteras de Mandela, o el de Ghandi o el de
Rigoberta Menchú. Mi grito es muy distinto al suyo, aunque todos lleven
dolor en la voz. Pienso que, quizás, he terminado por hacer lo que
ninguno de ellos haría: Huir. Ellos se hubieran quedado allí arriba, en
el barco, hubieran dejado que los apresaran sin violencia y habrían
seguido su lucha dialogando con los policías.
Miro de nuevo al barco, quizás esperando
ver a los tres héroes mirándome desde cubierta con la decepción marcada
en el rostro, pero solo veo al policía indonesio, al que se le suman
otros dos. Ellos son Djamiaat, Suwardi y Bambang, no Nelson, Mohandas y
Rigoberta, y los tres me apuntan con sus subfusiles.
Solo tengo una posibilidad. He de
alejarme del barco abordado pero, si nado, seré un blanco perfecto para
esos cabrones de gatillo fácil. Desoyendo el incesante dolor de mi brazo
izquierdo, me sumerjo en el agua para huir de las balas mientras un
rosado reguero de sangre mezclada con agua de mar me sale del brazo,
como una vaporosa cinta que me persigue o que marca el camino hacia mí
para policías y tiburones.
Buceo mientras el aire de mis pulmones
se va agotando. Una bala llega justo a mi altura, pero el agua ha hecho
su trabajo y ha detenido su fuerza. La veo hundirse lentamente a mi lado
mientras mis pies me impulsan con todas las fuerzas de las que
dispongo.
Los segundos parecen horas. El pecho me
lanza dolorosos pinchazos para recordarme que no tengo branquias y que
necesito aire para respirar, pero no puedo volver a la superficie a
enfrentarme a los subfusiles. El mar es menos peligroso que la policía
indonesia.
Una bocanada de aire, imposible ya de
retener en el interior de mi cuerpo a pesar de lo necesaria que es, se
escapa de mi boca. Veo las burbujas comenzar a subir y de pronto me doy
cuenta de lo hondo que he buceado. No logro ver la superficie. Sé que
está allí porque la luz aún se trasluce a través de los metros de agua,
pero no hay ni rastro del barco. Tan profundo, tampoco se escuchan los
gritos ni disparos. Tan profundo, no se escucha nada. Tan profundo, solo
existe el dulce abrazo del agua.
Por un instante, me encuentro en paz y
pienso que, tal vez, me haya convertido en una sirena, transformada por
el amor y la gratitud del mar, y que el mundo de la superficie ya no es
algo que deba preocuparme, pero un nuevo pinchazo bajo mis costillas me
devuelve a mi condición humana. He de subir.
Una nueva exhalación de aire escapa de
mi boca vaciando mis pulmones. La primera reacción es tratar de
retenerla, de devolverla a mi cuerpo, de darle un mordisco a aquella
masa amorfa que se escapa de mí. Mala idea. Por cada partícula de aire
que recupero hay un chorro de agua fría, salada y asesina que se cuela
en mis pulmones.
Toso. Aún bajo el agua, toso escupiendo
el poco aire que me quedaba y el mundo se va apagando mientras mis
músculos sufren espasmos. Una fuerza sobrehumana me empuja hacia abajo, a
mi tumba acuática. Otra fuerza tira de mí hacia arriba, hacia la luz.
Tal vez Dios y Diablo se estén peleando por mi alma. Si lo que dicen los
curas es cierto, Dios no tiene nada que hacer y mi alma arderá por
siempre en el infierno. Es el fin de Elena López: lesbiana, comunista,
agnóstica, anticlerical, vegetariana y prontamente alma torturada en el
infierno. Seguro que a Dios tampoco le gustó mucho que me colara con los
pechos desnudos en una misa para protestar. Una débil sonrisa que no sé
si llega a reflejarse en mi rostro me asalta al recordar la cara del
cura al ver entrar gritando cinco jóvenes con las tetas al aire.
Mientras cierro los ojos y mis pulmones
me lanzan un último y desesperado pinchazo, como si me gritaran un
“Te-lo-dije” carca y altivo, siento que desaparezco, que todo el mundo
desaparece, en ese azul cósmico que me rodea.
Diez tetas desnudas. Enfrente, un cura
ojiplático. En la segunda fila, Satanás sonríe y aplaude. Esa es la
última imagen que me pasa por la cabeza antes de ser engullida por la
nada húmeda y cruel del mar.
*****
DÍA 1
Abro los ojos, toso escupiendo agua
salada y noto que todo el cuerpo me duele. Como un barco a la deriva, he
acabado encallando en un arrecife de coral que, por fortuna, ha
mantenido mi cabeza fuera del agua. El sol está a punto de caer y sus
últimos rayos me permiten ver a mi alrededor.
Solo hay naturaleza. Ni el más mínimo
vestigio de civilización. Ni una luz, ni un barco, ni una casa. Genial.
Me acabo de convertir en el maldito Robinsón Crusoe con tetas.
Entre toses, me levanto y de pronto
desearía no haberlo hecho. El dolor de mi brazo agujereado regresa en
todo su esplendor y no puedo evitar un grito rabioso.
De pie sobre el resbaladizo coral, miro a
mi alrededor. Es raro que el coral esté tan a ras de la superficie,
pero posiblemente sea a causa del terrorífico tsunami que sufrió la zona
hace unos años. Al menos sigo en el planeta Tierra y en el sudeste
asiático. Estaba esperando que de un momento a otro llegara Satanás, o
Azrael, o Caronte, o Kali, o Anubis, o el mismísimo E.T. o quien fuera
que sea el verdadero encargado de guiar a los muertos, para llevarme a
su infierno particular. Pero el mar ha sido relativamente piadoso
conmigo. Me ha mantenido viva y seguramente no tarde mucho en encontrar
gente que pueda ayudarme a volver a casa. Desde España será mucho más
fácil protestar contra las barbaridades cometidas por la policía de
Indonesia. La muerte de Marie no puede quedar impune. Espero que haya
sido la única.
La playa, que a pocos metros de mí
cambia el coral por arena blanca, lleva hasta un frondoso bosque
selvático. Unos árboles aún más grandes que sus vecinos resaltan sobre
el mar verde que forma la arboleda. No parece un lugar habitado, aunque
el paisaje me suena levemente, no recuerdo de qué. Los peces son
abundantes en el agua de la que he surgido, como una Afrodita
desarrapada, mal vestida y contemporánea, pero no hay ni una sola cabaña
de pescador a la vista. Ni cañas, ni barcazas, ni siquiera primitivas
trampas para peces. Tal vez me va a ser más difícil regresar de lo que
pensé en un primer momento.
Me acerco a duras penas hacia tierra un
poco más firme. El brazo me sigue sangrando y debo encontrar rápidamente
algo con lo que curarme. Improviso un torniquete con un retal de mi
blusa y un palo que encuentro en la playa y me siento en la arena a
recuperar fuerzas.
El agua salada ha hecho un buen trabajo
con la herida. No la ha curado del todo, pero sí ha conseguido que no me
desangre, aunque el dolor sea espantoso. Pero también es espantoso el
cansancio que siento. Por si fuera poco, la noche empieza a caer y el
frío es cada vez mayor.
Trato de organizarme. Ahora que no hay
policías apuntándome es un buen momento para pensar. Primer pensamiento:
ha sido un error saltar del barco. Eso no me ayuda nada.
Lo primero debe ser curarme el agujero
del brazo y buscar refugio para la noche. Mañana podría explorar la zona
y ver si he acabado en una isla o he llegado sin proponérmelo al
continente, tal vez haya algún pueblo cerca en el que me puedan prestar
ayuda. Prefiero estar en zona india antes que en la indonesia, estoy
segura de que, en caso de no haber cambiado de país, esos machistas
musulmanes me terminarán deteniendo y mi alocada, peligrosa y
desesperada huida no habrá servido de nada.
Sintiendo el frío agudizarse por mi ropa empapada, me interno en el bosque buscando algo o alguien que me sirva.
Dos horas escasas de búsqueda son
suficientes a pesar de la casi inexistente luz. He tardado solo unos
pocos minutos en encontrar una planta de “centella asiatica”,
con la que he hecho una especie de emplasto para taparme los dos
agujeros de mi brazo. El hombro no precisa muchas más atenciones, ahí la
bala tan solo me ha rozado, pero aun así he usado el sobrante para
cubrirme el arañazo. Mi profesor de Botánica debería haberme explicado
que, aunque sea un buen cicatrizante, la maldita centella
escuece como el puro fuego en las heridas, pero me satisface mucho haber
podido encontrarla mientras aún había luz. Ahora ya es noche cerrada y
no puedo, aunque quiera, identificar más plantas. De todas formas, la
pequeña cueva que he encontrado es lo último que necesito de momento. Me
resguarda del viento, de las fieras y tiene unos pequeños charcos de
agua dulce para no morirme de sed, así que recojo casi a tientas algo de
madera seca y preparo un fuego como una auténtica troglodita, con un
palo y fibras secas de corteza a modo de yesca.
Casi tardo más en conseguir la llama que
en encontrar la cueva. En las películas y documentales parece todo
mucho más fácil. He colocado la hoguera a la entrada de la cueva, tanto
para evitar que se llene de humo como para facilitar que alguien pueda
encontrarme si pasa por aquella recóndita esquina del mundo. Me
desvisto, dejo la ropa todavía empapada cerca del fuego, y no tardo en
entrar en calor junto a las llamas. Mi cuerpo desnudo me retrotrae al
sueño de esa mañana. Demasiados dedos. Trato de recordar si alguna de
aquellas manos era la de Nandara, o la de Marie, pero pensar en la
francesa me hace volver a ver su cabeza estallando en una lluvia de
sangre y masa cerebral. Intento no llorar y alejarla de mi mente
centrándome en Nandara. Nunca he estado con una musulmana... podría
haber sido una experiencia interesante.
El suelo esta frío, duro y sucio, pero
mi cansancio es superior a cualquier inconveniente. Tras alimentar el
fuego con unos troncos algo más húmedos que tardarán más en arder, e
imaginarme cómo debe ser el cuerpo desnudo de la indonesia, no tardo en
caer dormida.
*****
DÍA 2
Cuando despierto, la luz inunda toda la
pequeña cueva. La hoguera está fría y apagada, pero me siento descansada
y el calor exterior es agradable. Me visto y salgo de mi refugio presta
a encontrar un modo de regresar a la civilización.
No es hasta que me pongo a caminar
cuando noto el hambre que atenaza mis entrañas. Llevo casi dos días sin
tragar nada que no sea agua de mar. El brazo, aunque me sigue doliendo
en cualquier movimiento, parece curarse bien. Decido buscar comida antes
de cambiarme el emplasto. Multitud de pequeñas aves y reptiles se
esconden a mi paso, sin saber que sería incapaz de acabar con su vida
para salvar la mía. No me es difícil encontrar un par de árboles
frutales que prácticamente vacío en mi ataque de hambre. Si bien es
cierto que los longanes y los rambutanes que había probado no hacía
mucho en Tailandia, donde embarqué en el “Planet Warrior”, eran mucho
más dulces y tenían muchas menos semillas que los que encuentro en mi
camino, estos, a merced del hambre que me asalta, me resultan bastante
más deliciosos.
La selva está llena de vida y sonidos,
pero todos naturales. Algo que en cualquier otro momento de mi vida me
hubiera parecido una bendición pero que en este instante entra en
conflicto con mi necesidad de encontrar gente. Una selva tan virgen
significa que no hay muchas posibilidades de que sea visitada ni por
pobladores ni mucho menos por turistas. Empiezo a pensar que es una isla
desierta cuando desemboco en una nueva playa. La posición del sol me
indica que es la zona norte de la isla, justo la orilla contraria en la
que varé y no logro divisar ni rastro de civilización siquiera al otro
lado del mar. Ni un barco, ni un avión, ni un simple pescador. Dudo
entre haber acabado en una isla desierta o que allí fuera se haya
desatado el fin del mundo.
Por si acaso, me paso un par de horas
colocando palos y piedras en la playa para formar un enorme “SOS” que
avise a cualquiera que sobrevuele la isla a no mucha altura. Los vuelos
militares, irónicamente para una activista pacífica como yo, se
convierten en mi mayor posibilidad de escapar.
Vuelvo al interior de la isla cuando el
sol está de nuevo a punto de caer. Estoy cansada de mi caminata y del
trabajo en la playa, pero no logro encontrar el camino de vuelta a la
cueva.
Los sonidos que me llegan desde los
árboles son cada vez más inquietantes. El follaje se mueve como
atravesado por animales enormes. Empiezo a tener miedo.
–¿Hola? ¿Hay alguien? ¿Hello? ¿Namasté?
-rezo para que me respondan en hindi antes de probar, con miedo, en
indonesío y javanés. Aún tengo ilusiones puestas en haber cruzado las
fronteras y haber acabado en territorio indio- ¿Halo?
Como única respuesta, los árboles se
mueven a mi espalda y escucho el correr de unos pies sobre la tierra. Al
menos deseo que sean unos pies.
Salgo como alma que lleva el diablo en
la misma dirección. Esa persona puede ser mi salvoconducto para escapar
de aquella isla y volver a mi mullida cama en España.
–¡No huyas! ¡No voy a hacerte daño! ¡I
WON'T HARM YOU! -grito en medio del bosque pero parece que no hay nadie
que escuche mis palabras. El sonido de los pies ha desaparecido y, a
pesar de mirar en todas direcciones, no logro encontrar ningún rastro.
Si alguien ha pasado por allí, ha debido ser un fantasma. Será eso.
Estoy en la maldita isla de los espíritus, castigada por no cumplir con
las leyes divinas de quien quiera que sea el dios verdadero. O eso, o me
he imaginado los ruidos. Me asombra que haya tardado solo un día en
volverme loca.
Me apoyo a descansar entre las raíces
enormes de un árbol, y caigo dormida enseguida. En mi sueño, un espíritu
fuerte, etéreo y varonil me viola repetidamente hasta que estallo en un
orgasmo poderoso.
*****
DÍA 3
Regreso a la playa para comprobar que la
marea no se haya llevado mi mensaje de ayuda. El mensaje está
destrozado, pero no ha sido la marea. La marea no devuelve piedras y
palos al bosque y deja un solo palo clavado en la arena, como el asta de
una bandera inexistente.
Me acerco y no reconozco ese palo entre
los que puse ayer. Es demasiado recto para ser natural. Un temblor me
recorre las piernas al extraerlo de la arena y ver su afilada punta. Me
fijo más y descubro una muesca en la otra punta del palo.
Eso no es un palo. Es una flecha.
De pronto, mi vista resbala hasta
posarse en lo que había creído una enorme piedra blanca. Tiene un
pequeño agujero, del tamaño justo de la flecha. Agarro la piedra
semienterrada en la arena y no puedo evitar emitir un grito ahogado.
Tampoco es una piedra. Con sus dos
cuencas vacías y su sonrisa de solo dientes superiores, la calavera sin
mandíbula parece mirarme a los ojos.
No son una flecha y una calavera simplemente. Son una horrenda y atroz advertencia.
Miro hacia la selva y me parece ver una
sombra mirarme desde las ramas de uno de los árboles. El blanco nuclear
de la esclerótica de sus ojos contrasta con el negro de sus pupilas y su
piel.
En cuanto me acerco a él, con las manos
levantadas para aparentar lo más inofensiva posible, desaparece entre la
espesura como un espíritu del bosque.
Esa misma tarde, tras volver a encontrar
mi cueva, me fabrico una lanza. No soy una amenaza para quien quiera
que habite esa isla, pero ellos pueden serlo para mí. La afilo contra
las paredes de roca hasta que considero que podría atravesar un cuerpo
humano. Mi brazo izquierdo me duele cada vez más, tal vez tanto
movimiento no haga más que reabrirme la herida.
Me siento en la parte más oscura de mi
madriguera, apuntando con mi primitiva arma hacia la entrada de la misma
y creyendo que, en mi estado de nerviosismo, me va a ser fácil pasarme
toda la noche despierta, vigilando. Sin embargo, mi cuerpo tiene una
opinión distinta. No llego a ver oscurecerse el cielo. Mis ojos se le
adelantan y, de pronto, llevada por las alas de Morfeo, me encuentro muy
lejos de aquella isla llena de espíritus violentos que me amenazan.
En mi narcótico duermevela, regreso a mi
casa, a mi habitación de paredes rosas, a mi cama cuasi infantil llena
de peluches. También regreso en el tiempo. El reloj marcha hacia atrás y
las hojas del calendario vuelven a superponerse las unas a las otras.
Hacía poco más de seis meses de aquella noche.
A mi lado, Natalia se mantiene
despierta, viendo un estúpido programa de televisión después de hacer el
amor conmigo. Natalia... ¡cómo te echo de menos! ¿Por qué tuve que
romper contigo? Ocho meses en el culo del mundo tampoco iban a ser tanto
tiempo.
Mi ex-novia se enciende un porro y su
rostro, iluminado a medias entre la llama del mechero y la azulada luz
del televisor, parece más bello todavía. Sus pechos desnudos, los mismos
generosos pechos de los que acabo de mamar como si fuera un bebé, se
alzan firmes y redondos como retándome a que los vuelva a lamer.
“Hoy traemos un caso muy interesante para los amigos del misterio...”
El presentador de la tele habla de
alguna chorrada que no me interesa. Solo me interesan los labios
carnosos de Natalia, cerrados en torno al porro como si lo estuvieran
besando.
“[...]Podemos casi hablar de la única isla inexplorada del mundo...”
La isla perfecta para desaparecer junto con Natalia.
Alargo la mano en dirección al “canuto”
que pende de la perfecta boca, pero a medio camino cambia de opinión y
se detiene sobre uno de los suculentos senos de mi chica.
–¿Estás despierta? -Natalia deja de prestar atención a la tele y se vuelve hacia mí.
“[...]Sus pobladores se muestran violentos ante cualquier contacto con el exterior...”
El porro se separa de los labios y su
lugar lo ocupa mi propia boca en un beso que sabe a rosas, fresa y
marihuana. Tal vez también sepa a mi propio cuerpo, que con tanta
devoción ha lamido, chupado, y sorbido minutos antes.
–¿Nunca te cansas, eh? -me dice cuando mi mano aparta la sábana que le cubre el regazo y busca su sexo caliente.
“[...]Se salvaron del terrorífico
tsunami moviéndose a las tierras altas de la isla antes de que
ocurriese. ¿Cómo sabían que iba a suceder? Nadie lo sabe...”
Natalia separa sus labios de los míos y
me ofrece el porro. Le doy una calada mientras sus manos, ahora libres,
soban mi culo con suavidad.
“[...]Hace siglos que los distintos
gobiernos británico primero e indio después intentan contactar
pacíficamente con ellos, pero sus intentos siempre son repelidos por la
fuerza...”
Natalia me besa en la boca, en el
cuello, en los pechos, en el vientre. Es imposible que un ser con una
sola lengua sea capaz de besar en tantos sitios, pero Natalia lo hace.
Nuestros primeros suspiros se sobreponen. El mío lo causan sus labios,
el suyo, mis caricias en su clítoris.
“[...]Flechas sin punta como advertencia...”
–¿Quito la tele? -pregunta, entre jadeo y suspiro.
–Da igual. No me molesta.
Mis dedos entran en su coño y a ella tampoco parece molestarle.
“[...]Piel oscura, casi parecen pobladores africanos más que asiáticos...”
Natalia me imita. Mi sexo se abre,
caliente y húmedo, ante las dos serpientes de carne que ella llama
dedos. Serpientes que bucean en mis entrañas, que me arrancan del cuerpo
humedad y gemidos, que me hacen necesario concentrarme para simplemente
seguir con mis lúbricas caricias en el cuerpo hermoso de Natalia.
“[...]Mar de Andamán, entre India, Myanmar e Indonesia...”
Mi sáfica amante redobla la intensidad
de sus caricias y noto que me derrito, que mi cuerpo se funde encima de
esas manos. Las palabras del presentador entran en mi cabeza pero no
hallan sitio. Todo mi cerebro está ocupado por castillos de fuegos
artificiales, explosiones de colores con forma de tetas, de coño, de
labios... y las tetas, el coño y los labios que se forman, cada uno con
mil puntitos de luz, cada uno con mil neuronas que estallan de placer,
son las tetas, el coño y los labios de Natalia. Las tetas que acaricio
con una mano, el coño que penetro con la otra, los labios que apresan
mis pezones.
“[...]Se trata de la isla de Sentinel del Norte, posiblemente la última isla salvaje del mundo...”
Estallo en un orgasmo atronador del cual
no me callo ni el más mínimo de los gemidos. Caigo de lado, junto a
Natalia, mientras ella sonríe y recoge el porro que he tirado al suelo
en plena vorágine de sexo.
Cuando me tumbo boca arriba, se sienta
sobre mi boca y mi nariz se hunde en su espeso vello púbico. Es como una
selva. Una selva en medio de una isla de sexo en medio de un océano de
sensualidad. El olor de su coño me inunda las fosas nasales mientras mi
lengua empieza su trabajo. Natalia me grita, gime, me palmea en las
tetas pidiendo más, sin dejar de fumarse el porro.
“Sentinel del Norte... y una mierda.
Este coño es la isla más salvaje del mundo.” -pienso, antes de llevar al
clímax a mi chica, justo cuando empiezan los anuncios en la tele.
*****
DÍA 5
Cinco días. Cinco días en esta maldita
isla alimentándome de rambutanes y longanes, huyendo de cualquier ruido
del bosque. Ahora que recuerdo su nombre y algo de su historia, aquella
isla me parece aún más aterradora. O me lo ha parecido durante estos
días.
Tras la primera noche arrinconada en la
cueva a causa de mis miedos, había decidido abandonarla. Si me
encontraban allí, estaría acorralada y sin salida, a merced de aquellos
salvajes cuya fama me tenía aterrada.
Siempre camino armada con mi lanza, pero hasta el momento no he tenido problemas con los sentinelîs.
En cuanto me ven, salen huyendo antes de que yo siquiera pueda verlos.
Solo escucho hojas moviéndose y pisadas alejándose. Ni siquiera el haber
terminado por prescindir de mis ropas occidentales, que ya estaban
hechas un asco tras tantos días de naufragio, y seguir explorando la
tierra desnuda, ha hecho que los habitantes intenten contactar conmigo.
Ni tan siquiera atacarme, aunque tampoco les he dado motivos para
hacerlo. Siempre que no consideren mi presencia allí como un acto de
conquista. Durante los primeros días de desnudez tuve miedo de ser
violada por aquellos salvajes, aunque una extraña parte oscura y
reprimida de mi mente se excitó con aquel pensamiento. Una locura. A mí
me gustaban las mujeres y la idea de que una mujer salvaje me quisiera
violar era, aunque lasciva, improbable. De todos modos, la actitud de
aquellos arborícolas no había variado un ápice. Me seguían vigilando
desde las sombras, como si me tuvieran cierto respeto extraño, pero no
se fiaran de mí.
Agarro un par de longanes de un árbol y
los miro con fastidio. Dos semanas antes, en España, hubiera vendido un
riñón para poder comprar ese tipo de fruta, pero ahora empiezo a
aborrecerla. Además, mi cuerpo parece pedir algo más que ese mísero
vegetal para mantenerse. Había intentado en un par de ocasiones preparar
un caldo con otras plantas que no reconocía pero el resultado fue
incomible, por lo que me había visto a recurrir exclusivamente a las
frutas.
Una rata me mira curiosa desde las
raíces, como riéndose de mí y de mi dieta. Meses antes, habría salido
corriendo si me la encontrase por casa, pero en aquella isla, a pesar de
ser uno de los mamíferos no humanos más grandes, no me inspira más que
una asquerosa indiferencia. Hago un par de gestos para asustarla pero la
maldita rata no se mueve de allí, simplemente me sigue mirando con sus
inexpresivos ojos, burlándose. Repito el gesto. El roedor continúa
inamovible.
La rabia y la frustración me ciegan.
Entiendo no poder entablar contacto con una tribu que lleva siglos
entrenándose en que no la encuentren, pero ser incapaz de asustar a una
mísera ratita, es demasiado.
No me doy cuenta de la fuerza con la que
estoy agarrando la lanza hasta que, con un movimiento rápido y
misteriosamente certero, ensarto en ella al animalito.
Los longanes me caen de la mano. Me
quedo petrificada viendo la rata ensartada en la lanza. La sangre mana
del cuerpecillo del roedor y mancha las raíces del árbol. Se ven sus
tripas diminutas colgar asquerosamente de la herida, y su boca sin vida
parece proferir un grito horrorosamente mudo.
Elena López ha matado. Ha acabado con
una vida igual que los toreros ante los que tantas veces se ha
manifestado. Pero Elena López vivía en España, donde es fácil encontrar
otras frutas y derivados de soja en cualquier tienda que le permitían
seguir con su alimentación vegana. La Elena López desnuda y náufraga
necesita algo más que longanes y rambutanes.
Cierro los ojos y, entre el asco y la
necesidad, lamo la sangre que se derrama por la lanza en un gesto casi
obsceno. El gusto es metálico, acre, y caliente. Es raro. Llevo años sin
probar nada que provenga de un animal, desde que decidí abrazar el
veganismo, y el sabor, aunque en cualquier otro momento me hubiera
podido resultar asqueroso, tiene algo de prohibido y tentador que
despierta al animal de mis entrañas.
Sin saber qué hago, como llevada por una
fuerza superior, le doy un fuerte mordisco a la rata, arrancándola
violéntamente de la lanza, desgarrándola y partiéndola en dos. La cabeza
y el torso caen al suelo mientras me doy un festín con su carne cruda.
Siento mi cuerpo llenarse de vida, tal vez de la vida que le he
arrebatado al animal. Tal vez como un regalo de parte de la isla.
Cuando vuelvo en mí, los remordimientos
me hacen vomitar. Vomito sangre de rata y pulpa de rambután. Vomito
bilis, longán y carne cruda. Vomito hasta que me mareo y caigo
desmayada.
*****
DÍA 7
Mis intentos por fabricar una barca con
los árboles de la isla son infructuosos. Los troncos y ramas que he
podido llevar a la playa se hunden en el agua con el mínimo peso y ni
siquiera me logran servir de flotador para nadar. Se sumergen en cuanto
me apoyo lo más mínimamente en ellos y luego vuelven a la superficie en
cuanto los libero, como si se riesen de mí o me retaran a adelgazar más
aún de lo que ya he hecho tras solo siete días de escrupulosa y cansina
dieta frutícola. Después de horas de trabajo y media docena de troncos
flotando alegremente por el mar, alejándose de Sentinel del Norte, me
doy por vencida y mi vista resbala hacia los peces que pululan por el
agua, jugueteando entre mis piernas, como retándome y burlándose de mis
nulas habilidades salvajes.
–Ya está bien. -gruño, alcanzando mi
lanza y volviendo a la orilla en busca de algo de carne que me de unas
fuerzas de las que ahora mismo carezco. Necesito pescar.
Más de dos horas. Paso más de dos horas para cazar un maldito pez. Tras la enésima intentona, consigo atravesar uno en mi lanza.
Es el fin de Elena López, la vegana.
Recuerdo con una sonrisa melancólica mis discusiones con Natalia cuando
me echaba en cara que el ser humano, como muchos otros animales, estaba
hecho para ser omnívoro, y que no comer carne era luchar contra nuestra
propia naturaleza. “¡Y que eso lo diga una lesbiana!” -replicaba yo-
“¿No está también en tu naturaleza tener hijos con un hombre? ¿Entonces
qué haces conmigo? Vete a cumplir con tu naturaleza y a que te metan una
polla bien gorda”.
Después de un intercambio de cariñosos
insultos como “demagoga”, “salvaje”, “niñita malcriada”, o “depredadora
inmisericorde”, solíamos reconciliarnos haciendo el amor como dos fieras
encerradas en una jaula de sábanas, sudor y flujo. De estas agradables
discusiones habíamos sacado hasta nuestros cariñosos apelativos. Ella
era mi “gatita carnívora” y yo su “conejito vegetariano”. Natalia... Me
harían falta sus conocimientos de cocina para saber cuánto tiempo debo
calentar el pescado.
Miro mi pesca sin poder evitar un poco
de remordimiento, pero yo misma he usado en defensa de mi modo de vida
los mismos argumentos que he de usar para traicionarlo. “La civilización
nos permite alimentarnos bien sin tener que acabar con la vida de otras
especies”. Civilización. ¡Qué lejana me parece ya esa palabra! Solo ha
pasado una semana y su significado empieza a diluirse como lo hizo mi
sangre en el mar.
Preparo un fuego en la misma playa, y
cocino el pez mirando de reojo a la selva por si alguno de los isleños
aparece. No noto ningún movimiento. Cuando pienso que mi presa está bien
tostada, empiezo a comerla, luchando contra las raspas. El sabor no me
desagrada aunque cualquier cocinero profesional seguro que tiraba mi
obra a la basura antes de darle un bocado. Creo que me he pasado de
cocción. Tras acabar la comida y cerciorarme de que nadie, al menos
nadie visible, me vigila, se me ocurre algo. Una dádiva.
Vuelvo al agua y cazo un nuevo pez con
la lanza. Esta segunda vez es mucho más fácil que la primera. Lo cocino
un poco menos de tiempo que el mío y lo dejo allí, esperando que lo
encuentren los sentinelîs antes que los enormes lagartos de la isla.
Es hora de hacer valer mis años de
gimnasia artística. Me encaramo a uno de los árboles y me sorprende lo
fácil que me resulta. Allí, oculta entre las ramas, espero que aparezca
alguno de ellos, pero las horas pasan y nada ocurre. Ni el más mínimo
movimiento.
Caigo dormida sin darme cuenta. Cuando me despierto, el pez está a los pies del árbol al que he escalado.
El mensaje parece claro.
No queremos regalos. Si tú lo cazas. Tú lo comes.
*****
DÍA 15
Tras dos semanas en la isla, ya conozco
todo su perímetro. No me he atrevido a adentrarme demasiado en el oscuro
interior, donde la densidad de los árboles no deja pasar casi nada de
luz, pero ya conozco los mejores sitios para pescar y las zonas
ribereñas donde puedo encontrar más frutas. Los sentinelîs
parecen estar en todos los sitios, vigilándome desde los árboles. Ayer
cacé mi primera presa terrestre, si descontamos la rata que asesiné, y
debo decir que la carne de lagarto me trajo recuerdos de mi niñez. Su
sabor me recordó al pollo que cocinaba mi madre cuando yo era pequeña y
no sé si eso dice mucho del lagarto o muy poco de las habilidades
culinarias de mi progenitora.
Mis contactos con la tribu, si es que se
pueden llamar contactos, no han pasado de su invisible vigilancia sobre
mí cuando buscaba fruta en la isla y del sonido de hojas y la huida
cuando me daba cuenta de que me espiaban. Finalmente, hoy me he decidido
a cambiar eso. Hoy seré yo la que vigile.
Tras algunas pruebas, he descubierto una
planta cuya savia es más verde y espesa que las demás, y
embadurnándomela, mi cuerpo adquiere unos matices verdosos que me
facilitan el camuflarme con las hojas de los árboles.
En cuanto me adentro en la isla noto que
la cantidad de vegetación por superficie aumenta a medida que voy
internándome. También que muy pocos los árboles han sido arrancados por
el tsunami y que la mayoría se mantienen intactos, como si olas
gigantescas de cientos de metros no hubieran arrasado toda la zona o
alguna magia ancestral los hubiera protegido.
Trepo a un árbol y me doy cuenta de lo
fácil que es pasar de uno a otro, más aún que con las barras paralelas.
Hay tanto árbol, que casi parecen entrelazar sus ramas, en un eterno y
vegetal abrazo de camaradería. Sintiéndome como Tarzán, un Tarzán verde y
con vagina, voy avanzando de árbol en árbol en medio de la selva.
Tras cerca de media hora de exploración,
llego a un pequeño claro y no puedo más que maravillarme ante la
belleza que la naturaleza ha dispuesto ante mí. Un pequeño estanque de
agua, rodeado de exuberante vegetación, reposa sus cristalinas aguas
mientras una pequeña cascada vierte un suave pero continuo torrente en
su superficie. El paraíso terrenal hecho realidad. Estoy unos minutos
observando entre las ramas, maravillándome ante la placidez que se
respira hasta que, cuando casi me he decidido por bajar y darme un baño,
unos sonidos me ponen en alerta. Mis sentidos se han aguzado en los
pocos días que llevo varada en la isla. O tal vez es solo que les presto
más atención.
Una mujer desnuda se acerca caminando al
agua. Mira a todos los lados y yo me arrebujo más entre la hojarasca
para que no me vea. Afortunadamente, mi camuflaje hace su trabajo y paso
desapercibida ante sus ojos.
La mujer es indudablemente de raza
negra. Cien por cien africana. Destaca en este continente. También
parece joven. Sus pechos, del tamaño de dos grandes manzanas, se
mantienen firmes y erguidos, y sus oscuros pezones aparentan pequeños en
mitad de esas dos areolas negras. Sus labios carnosos, su culo
imponente, su vientre plano, su pelo rizado, sus ojos azabache y la
tupida mata de su vello púbico me excitan como hace tiempo que nada me
excitaba. Tal vez llevo ya demasiado tiempo sin sexo. La mujer transpira
un aire de salvajismo y peligro que me llaman.
La negra se hunde lentamente en el agua.
Sus pezones se hinchan de frío y los míos se hinchan de calor. Un calor
propio, íntimo y húmedo que empieza a tomar mi piel. La mujer no parece
haber reparado en mi presencia, aunque a cada rato mira a uno y otro
lado para asegurarse de que está sola. Mi camuflaje es mejor de lo que
pensé en un principio.
En el estanque, nada libremente, y sus
músculos de caoba brillan húmedos e incitantes. Mi estado de lasciva
voyeur me sume en un creciente estado de excitación. Un suspiro se me
escapa cuando, casi sin darme cuenta, mis dedos rozan los labios de mi
sexo. Me arrepiento al instante porque la mujer parece escucharme y
observa en todas direcciones, pero en lugar de en mí, su mirada se fija
justo al otro lado del claro.
Sigo la dirección que marcan sus ojos
oscuros y encuentro a dos hombres que acaban de surgir de la oscuridad
del bosque mirándola con una sonrisa que no puedo definir con otro
apelativo que “maléfica”. La mujer parece pensar por un momento en huir,
pero desiste de la idea. Se queda allí en medio del agua, esperando que
aquellos cazadores vayan a por ella. Ambos son igual de negros y van
igual de desnudos que ella. Parecen conocerla. Ríen con complicidad
machista mientras miran a la hembra.
Uno de los hombres le dice algo al otro y
se mete en el agua, con una enorme erección creciéndole entre las
piernas. Su compañero se queda atrás, vigilando para que nadie importune
a la feliz o infeliz pareja.
El negro agarra de la cintura a la mujer, que responde con un gritito más de sorpresa que de miedo, y la saca del agua.
“Se la van a follar” -pienso- “. Se la van a follar y les va a dar igual si ella quiere o no.”
Me noto la boca seca, los ojos vidriosos y el sexo húmedo.
El sentinelî deja caer a la
joven de espaldas al suelo, sin ningún tipo de cuidado, y le abre las
piernas. Suspiro excitada cuando veo su cabeza hundirse entre las negras
piernas. La mujer se deja hacer, se ofrece sin remedio a su vecino y
pierde su mirada en el pequeño cielo azul del claro.
Desde mi improvisada atalaya, puedo
seguir la escena sin miedo a que me descubran. Las hojas me esconden lo
suficiente pero dejan pasar mi mirada cada vez más excitada.
La negra apaga su primer gemido. El otro
negro, el que vigila, ríe grotescamente. El que le come el coño no
separa su lengua de la oscura raja ni para reír.
Noto que mi mano atraviesa mi vello
púbico. Ya está mucho más largo y tupido de lo que me gustaría, pero en
aquel oscuro lugar del mundo, el aspecto de mis genitales es lo último
que me preocupa. El placer que me empiezan a causar los roces de mis
dedos sobre ellos, sin embargo, sí me preocupa. Me aterra. También me
encanta.
Está claro, llevo demasiado tiempo sin
sexo. La respuesta de mi coño a mis dedos juguetones es demasiado
potente y húmeda. Aunque tal vez la culpa la tenga esa comida de coño
que sucede a pocos metros de mí. O precisamente mi delicada posición es
lo que me pone tan cachonda.
Mi mente se desdobla. Una parte se queda
allí, en el árbol, manteniendo la masturbación lenta y silenciosa, y
otra viaja hacia la pareja, para fundirse con la mente de la negra y
recibir las caricias de esa lengua. O para fundirse con la del negro y
ofrecer las mismas caricias, saborear ese coño negro y salvaje que, de
seguro, sabe a selva, sabe a peligro, sabe a naturaleza, sabe a África
primitiva y, por encima de todo, sabe a mujer. Un sabor que echo ya de
menos.
Los gemidos de la negra se suceden. El
negro trepa por su cuerpo y su enorme erección se dirige sin obstáculo
ninguno al mismo orificio que hace poco extasiaba con su lengua.
Acallo un gemido que se me agolpa en la
garganta. Mis dedos se introducen en mi sexo en el mismo momento que
aquella polla oscura como la noche es recibida en la húmeda cueva de la sentinelî.
Me alegro de que la rama en la que me apoyo sea suficientemente ancha
para mantenerme a pesar de los leves espasmos que empieza a sufrir mi
cuerpo. De cuclillas sobre el brazo del árbol, me masturbo lentamente,
siguiendo el ritmo de la penetración de la negra pareja.
Me ocupo de sobarme los abandonados pero
erectos pezones mientras los negros siguen su cópula. Me esfuerzo en no
proferir ningún sonido, aunque el chapoteo de mis dedos en el anegado
coño amenaza con delatar mi vergonzosa posición.
El negro acelera. La negra gime. El otro
negro, con la polla ya erecta por el espectáculo, se masturba
lentamente esperando su turno. Yo también me masturbo pero sin esperar
turno ninguno. Mi turno es ahora. Es mi turno porque, en mi cabeza, soy
la negra recibiendo los envites del negro y también soy el negro viendo
cómo goza la negra con sus pollazos. Soy ambos y ninguno a la vez
porque, a pesar de lo vívido de mis fantasías, no dejo de ser la
jovencita blanca pintada de verde que se masturba en el árbol.
La negra llega a su orgasmo con rapidez.
Demasiada. Su partenaire parece molestarse un poco porque acelera sus
embestidas sin dejarla descansar. Yo también acelero mi paja. Los
gemidos de la negra se vuelven gritos, y no es porque no le guste.
Cuando alcanza su segundo orgasmo, con los ojos completamente en blanco,
sus chillidos de placer me llevan a mí a las puertas de mi clímax.
El negro, contrariado por no haberse
corrido todavía, y ante la presión de su compañero, que espera
impaciente, decide rodar por el suelo para acabar debajo de la negra.
La mujer intenta comenzar a moverse pero
el hombre que se la folla se lo impide. La agarra de las muñecas e
intenta inmovilizarle las piernas con las suyas, pero no lo necesita.
Sigo masturbándome, a un paso de correrme, mientras veo cómo continúa la escena.
El compañero ha entendido la jugada
antes que la mujer. Se coloca a sus espaldas y, cuando ella se da
cuenta, es demasiado tarde.
Intenta escabullirse pero la polla violenta ya su estrecho ano.
De pronto, todo se hace luz y silencio y
mi grito que iba a rebasar fronteras como el de Mandela, el de Ghandi y
el de Menchú, se queda en un berrido mudo, de boca abierta y ojos en
blanco, de músculos contraídos y sexo rezumante. Llego al orgasmo
soñando con dos enormes pollas negras barrenando mis agujeros y mil
mujeres sentinelîs a mi alrededor. Todas tienen la misma cara. La de la mujer que empieza a patalear y a chillar de dolor.
Mientras recupero el control de mi
respiración, sentada sobre la rama, con las piernas colgando a ambos
lados y mi sexo regando la madera con mi flujo, la negra intenta
escapar.
Los hombres ríen, la mujer comienza a
llorar. Mi excitación va desvaneciéndose al igual que lo ha hecho la de
la negra. Una especie de conexión invisible, de empatía femenina,
comienza a gestarse en mi vientre. También hay algo de culpa. Me he
corrido como una cerda viendo como la violaban. Poco ha importado mi
feminismo. Hasta el momento de mi clímax era una simple pareja
disfrutando, pero mi orgasmo no ha aparecido hasta que han comenzado a
forzarla.
Una lágrima desciende del ojo de la
negra. Tal vez algún animal, el que mejor vista tenga de toda la isla,
sea capaz de ver un reflejo en esa gota de agua que cruza la mejilla. Un
reflejo que subiría hacia los árboles, esquivaría hojas y mostraría mi
mirada encerrada en piel verde. Una mirada de ojos endurecidos
llenándose de furia, dolor y remordimientos.
Busco la lanza que fabriqué para
arrojársela al violento trío, pero no la he traído. Hubiera sido un
estorbo para moverme en la espesura, pero ahora me arrepiento de haberla
abandonado. Desarmada, tengo opciones nulas de enfrentarme a ellos.
Solo necesitaría demostrar que estoy ahí para que dejasen en paz a la
negra y me persiguieran a mí. ¿Y entonces? Entonces no tardarían en
alcanzarme y harían conmigo lo que están haciendo con la negra. Mi
mente, con la velocidad del rayo, oculta tras un telón oscuro el
pensamiento surgido de que quizás deseo eso precisamente. Elena López,
la lesbiana, violada por dos salvajes con pollas enormes y negras. El
coño me palpita y el estómago se me cierra al mismo tiempo, en una nueva
sensación, mezcla de asco, terror y excitación que todavía no tiene
sitio en el diccionario. No en el que yo conozco al menos.
La negra sigue gritando y revolviéndose entre los cuerpos de los hombres. Tal vez los sentinelîs tengan una palabra para esa sensación. Junto al forzado ménage à trois,
los salvajes han dejado sus armas desprotegidas: dos lanzas, dos arcos y
dos cuchillos de obsidiana que son mi única opción si quiero
convertirme en la heroína de la isla. He de bajar.
Un repentino graznido cruza el claro en
el mismo momento que mis pies tocan tierra, enterrando el ruido que
pueda haber hecho yo. Me escabullo junto a los árboles, rodeando el
claro para evitar ser vista, pero parece que los sentinelîs tienen algo mejor de lo que ocuparse que de los sonidos de su isla.
Me acerco por detrás al grupo. Las
nalgas prietas y oscuras del negro bombean con rapidez sobre la mujer.
Es una fiesta de piernas negras y peludas. Seis piernas, seis pies, dos
pollas, un coño y un ano violados, tres cuerpos centrados en una orgía
de sexo brutal y machista.
No me doy cuenta de que ya tengo una lanza en la mano hasta que me acerco lo suficiente como para que el primer sentinelî que gozaba de su compañera, el único que está boca arriba, me vea.
Por encima de los hombros de los otros
dos, sus ojos se encuentran con los míos y su cara de placer se contrae
en una mueca de miedo.
–¡SIBUCU! -grita, en su extraño lenguaje, pero yo ya estoy descargando el lanzazo.
La madera entra unos pocos centímetros
en el costado del salvaje que corona esa torre humana. Con un aullido de
dolor, se deja caer a un lado, liberando a la víctima de su violación
que tarda menos de un segundo en separarse de sus agresores.
El otro negro se arrastra por la hierba,
mirándome como si viera al mismo demonio, buscando alrededor su lanza
para enfrentarme. No le dejo.
Por mi mente pasan imágenes de esos
días. Peces esquivos que nadan en aguas cristalinas y veloces lagartos
que huyen en zigzag. Esto es mucho más fácil. La presa es más grande y
más lenta. También es humana. Pero no me importa. Perdió su humanidad en
el momento en que se conchabó con su compañero para violar a la mujer.
Con ambas manos, alzo la lanza y la
clavo en el negro y desprotegido vientre. La saco y repito el gesto,
esta vez sobre el pecho y el crujir de costillas y el brotar de la
sangre me dejan claro que he acertado en el corazón. El negro expira su
último aliento y queda desmadejado y con los ojos abiertos sobre la
hierba, que va tiñéndose de sangre. Noto unas punzadas en mis mejillas y
no puedo creerlo cuando entiendo que es porque estoy sonriendo. Sí.
Sonrío porque acabo de salvar a una mujer, acabo de salvar no sé si su
vida pero al menos sí su honra y he acabado con dos salvajes que la
violaban.
Me vuelvo hacia ella, que me mira
aterrada. Suelto la lanza para que entienda que no soy una amenaza para
ella, que no quiero hacerle daño. Solo quiero amarla. Su cuerpo, negro y
desnudo, me parece lo más hermoso que he visto en mi vida, como una
escultura tallada de la oscuridad por el más excelso de los artistas.
–¡Sibucu! ¡Sibucu! -grita la sentinelî, y hace amplios arcos con el cuchillo que ha cogido para defenderse. No quiere que me acerque.
–Tranquila... no quiero hacerte daño... te he salvado...
“Te llamaré Viernes”, pienso, sin poder
dejar de mirarla. Si soy Robinsón Crusoe, necesitaré un Viernes. Ella
será mi Viernes. Hasta Tom Hanks tenía a Wilson. Yo la tendré a ella.
Estoy segura de que lo acabará entendiendo y tal vez, solo tal vez,
querrá acompañarme. Convertiremos la isla en nuestro paraíso prohibido.
Nuestro paraíso de sexo lésbico e interracial.
–¡Sibucu! -vuelve a gritar, y se abalanza hacia mí con el cuchillo en la mano.
Tengo que echarme hacia atrás para evitar su ataque, aunque el filo de piedra llega a rozarme uno de los pechos.
Viernes vuelve a alejarse de mí. Cuando
llega a su compañero, el mismo que había estado violando su ano, y que
aún respira con la sangre manando de su costado, se agacha hacia él sin
dejar de mirarme de reojo ni de hacer arcos con el cuchillo para que no
me acerque.
Comentan algo entre sí mientras yo lo observo todo sin entender.
¿Acaso quiere salvar a su violador?
¿Acaso tiene más miedo de quien ha evitado que la terminaran de forzar
que de, precisamente, uno de los que la ha forzado?
La negra ayuda a levantarse al herido y,
juntos, se van alejando de mí caminando hacia atrás. Ella me grita algo
sin dejar de amenazarme, y entiendo que ha sido un error salvarla.
Rápidamente, cojo la lanza y el cuchillo que aún hay en el suelo y salgo corriendo de allí, maldiciéndome.
El negro me ve alejarme y murmura con un hilo de voz:
–Si... sibucu...
*****
Huyo por la espesura oscura de la selva.
Bajo el tupido cielo de hojas, es imposible orientar mi carrera y no sé
en qué dirección corro. A lo lejos, empiezo a escuchar un murmullo
creciente. Voces, pies... gente. No son uno ni dos. No es la negra y su
violador. Es todo el pueblo. Todo Sentinel del Norte me persigue,
deseosos de castigar a quien ha matado a uno de los suyos. Las luces van
menguando a cada instante. Anochece en el Mar de Andamán y guerreros
expertos me persiguen en su territorio. ¿Cuánto tardarán en encontrarme?
Corro lo más rápido que puedo. El sudor
se lleva la savia verde de mi piel, devolviéndome a mi estado de mujer
blanca en selva negra. Cada vez más fácil de encontrar.
Los pulmones me duelen por el esfuerzo.
Son pinchazos casi tan potentes como cuando estuve a punto de ahogarme
al saltar del barco. “Dios, Diablo... si hay algún momento bueno para
sacarme de la Tierra es este. Llevadme antes de que me encuentren los sentinelîs”. Elena López, la agnóstica, la anticlerical, le reza a Dios y al Diablo para que la salven.
¿Acaso queda algo de mí dentro de mi
mente? Todo lo que era, o lo que pensaba que era, se ha ido diluyendo
hasta desaparecer en solamente quince días en Sentinel del Norte. ¿Quién
soy?
Una flecha se clava en el árbol junto al
que me he detenido a recuperar el aliento y de pronto puedo responder a
esa pregunta. Soy una mujer blanca que si no corre como nunca en su
vida ha corrido va a acabar siendo el festín de una tribu salvaje.
Vuelvo a galopar entre los árboles y de
pronto veo algo a lo lejos. Parece un lejano fulgor verde. Dios o Satán,
alguno de los dos o quizás los dos al tiempo, conchabándose en una
alianza blasfema para salvar a esta infiel, han oído mi rezo y me
indican el camino de la salvación con una luz verdosa.
“No vayas hacia la luz, Carol Anne”
grita de pronto la vieja de “Poltergeist” en mi cabeza, pero la otra
opción es quedarme y que me atrapen esos salvajes.
Así que corro hacia la luz.
El pequeño brillo verde parece crecer a
medida que avanzo hacia él, tropezando con las raíces de los árboles. No
se escucha más sonido que el de los sentinelîs persiguiéndome.
Las olas, los insectos, las aves... toda la isla ha quedado en silencio
excepto los cazadores que me persiguen y cuyas voces oigo cada vez más
cerca.
Gritan “Sibucu”.
La luz verde se va definiendo. Toma
forma lentamente y lo que al principio parece una fantasmagórica nube
verdosa va tomando consistencia. Parece una figura humana. O casi. Un
hombrecillo verde que me espera mientras decenas de hombres negros me
persiguen.
Los ángeles no son seres alados, que
irradian un halo blanco e infunden serenidad con su presencia. Los
ángeles son hombres verdes cuyas proporciones, a medida que me voy
acercando, empiezan a ser perturbadoras. Estoy a menos de diez metros y
lo veo mientras sigo corriendo hacia él. No es Dios, no es el Diablo, no
es un ángel siquiera. Es un extraterrestre. Es un jodido extraterrestre
verde con brazos delgadísimos que le brotan de una cabeza enorme y con
dos ojos exageradamente grandes e igualmente verdes. Tiene los brazos
abiertos y me espera, como deseoso de darme un abrazo protector. Los sentinelîs se
detienen en seco y callan de repente. Seguro que lo han visto. Los
malditos marcianos vienen a salvar a Sibucu de sus garras y sus flechas y
lanzas no van a poder hacer nada contra sus pistolas láser.
Casi puedo tocar al alienígena cuando noto que el suelo cede bajo mis pies.
“Spock, Teletranspórtame” logro pensar
irónicamente antes de caer al vacío, esperando que un halo de luz me
eleve por el cielo hasta introducirme en la nave del E.T. de ojos
gigantes, pero nada ocurre excepto que me precipito hacia la nada.
La caída es corta. No podría aseverar cuánto porque caigo de bruces al suelo y pierdo el conocimiento con el golpe.
*****
DÍA 17
Abro los ojos y la luz del sol que se
cuela entre los árboles me daña las retinas. Hace un momento caía al
vacío en mitad de la noche y, de pronto, es un nuevo día y estoy...
Estoy en el fondo de un enorme agujero cavado en la tierra, de unos tres
metros de profundidad. Los extraterrestres no se me han llevado. Habrán
vuelto a su nave y seguramente aún se estén riendo mientras comentan
entre sí “¿Viste la hostia que se dio esa humana?” y se descojonan de la
risa. Putos extraterrestres.
La tierra está húmeda y se hunde bajo
mis manos y pies cuando intento subir, pero tras horas de mucho
esfuerzo, apoyándome en las escasas y quebradizas raíces que asoman en
el agujero, logro volver arriba. Miro a mi alrededor y no puedo evitar
una carcajada al ver de nuevo al “extraterrestre” que venía a salvarme.
Lo que me espera arriba no es más que
una escultura de formas femeninas, tallada en jade, y que desentona
mucho con la primitividad de la isla. No imagino a los sentinelîs realizando
obras de arte de tamaña escala y con tanta precisión. Tal vez un regalo
de alguna civilización antigua que lleva allí tantos años que hasta los
salvajes han olvidado que es suya.
La mujer esculpida posee unas curvas
rotundas y exageradas, y lo que ayer me parecieron dos enormes ojos
verdes y saltones no son más que dos grandes y rotundos pechos con
areolas y pezones delicadamente tallados. Abre los brazos, que ahora no
me parecen tan delgados, en gesto pacífico y lleva un abanico, o algo
que se le parece, en cada mano. La cabeza, aunque está ennegrecida por
el paso del tiempo y la acción de los elementos, aún muestra un peinado
recogido dentro de una suerte de tiara. Me fijo también en los ojos, que
no son más que dos rayitas grabadas por encima de unos pómulos
prominentes.
Está claro que es una escultura de una
mujer asiática, pero la posición de las manos, y los pechos desnudos me
causan una especie de déjà vu. Yo he visto antes a esa mujer.
Mi mente trabaja a toda velocidad, escarbando en mis recuerdos, mientras
rodeo la imagen para verla en su plenitud.
Cuando poso mi mano sobre la piedra verde, recuerdo el nombre.
Astarté.
¿Qué hace ahí la imagen de una diosa
fenicia? Pero... los ojos achinados dicen que es una representación
asiática... La cabeza me comienza a doler. De pronto recuerdo, aunque no
sé dónde lo he leído o ni siquiera si lo he leído de verdad, que los
fenicios asimilaron a Astarté de la Ishtar mesopotámica, y que antes de
ellos los sumerios la llamaban Inanna. Inanna. Diosa del Amor y de la
Guerra. Diosa protectora y vengativa. La visión parece nublárseme
lentamente. La piedra está helada a pesar de que el día ha amanecido más
cálido que de costumbre. Está por llegar la época de monzones a la
Isla. Me siento cada vez más mareada, tal vez el golpe de anoche fue más
serio de lo que parece. Pero no fue anoche. He estado día y medio
inconsciente. No sé cómo lo sé, pero lo sé. Igual que sé que viene el
monzón. Igual que sé que Astarté es Inanna. Inanna. Astarté para los
fenicios, Ishtar para los babilonios, Inanna para los sumerios, Sibucu
para los sentinelîs. Tengo cada vez más náuseas y todo empieza a dar vueltas a mi alrededor. Veo, a lo lejos, un sentinelî
vigilándome, con el miedo grabado en la mirada. Quizás esté cometiendo
un horroroso sacrilegio al atreverme a tocar a Inanna. Quizás es que
Innana no permite que la toque ningún hombre. Inanna es como yo, porque
ella es Sibucu y yo también. Las piernas comienzan a temblarme, pero no
puedo separar mi mano de la pierna de la diosa, estoy como imantada a
ella por una fuerza sobrenatural, o tal vez el frío glacial del jade ha
congelado mi mano. Si me esfuerzo tal vez pueda moverla y convertir mi
torpe toque en una suave caricia. ¿Responderá Inanna a mis caricias?
¿Permitirá Astarté que una mortal la acaricie? ¿Querrá Ishtar
acariciarme a mí? ¿Seré suficiente Sibucu para Sibucu? Intento trasladar
mi mano unos centímetros a la derecha, hacia el sexo de la estatua. No
está tallado, allí solo hay piedra plana sin hendidura ninguna, pero el
coño de Inanna debe estar ahí. Necesito ese coño. Lo quiero. Quiero
lamerlo, chuparlo. Quiero que una diosa se corra en mi cara. Miro de
nuevo al feliz rostro de Inanna con sus dos ojitos como dos muescas en
su cara, y por un momento me parece ver a Natalia... y a Marie... y a
Nandara.... y a Samantha... y a Felicia... y a Amanda Seyfried... y a la
sentinelî que casi me mata anteayer... y a todas las mujeres a
las que he deseado, me haya o no me haya acostado con ellas... y de
pronto todo se vuelve negro.
O mejor dicho, todo se vuelve verde.
*****
Mi cuerpo flota en una densa nada azul.
Abajo, la oscuridad aguarda, como una enorme boca negra sin dientes que
solo ha de esperar que caiga para devorarme. Arriba, la luz me sonríe.
Tardo en darme cuenta de que vuelvo a estar en mitad del océano, a
varios metros de la superficie, e incluso temo por un instante que las
balas de la policía indonesia vuelvan a atravesar el agua buscando mi
cuerpo. Pero, en lugar de los mortales proyectiles, es una luz verde la
que se acerca a mí. Una visión más propia de apariciones religiosas o
malas películas de ciencia ficción que del vívido sueño en que me hallo.
Porque estoy soñando, o imaginando, u observándolo todo desde un punto
muy lejano de mi cuerpo en una especie de viaje astral que me ha
apartado de la isla y me ha devuelto al mar.
No tengo conciencia de mi cuerpo, puedo
verme las manos si las coloco delante, entre la luz y yo misma, pero es
como si no estuvieran ahí. No lo están porque sigo viendo el fulgor
verde aproximándose aun a través de mi piel. Pero además, no siento el
cuerpo. No tengo conciencia de él. No noto que tenga dos manos ni dos
piernas ni piel ni corazón ni intestinos. Soy un ente incorpóreo,
inmerso en el mar infinito mientras se me acerca una luz verdosa que va
tomando la forma de una diosa ancestral y primigenia. Innana viene hacia
mí con sus curvas rotundas, sus brazos extendidos y sus ojos que
parecen muescas y que le otorgan una aspecto de felicidad completa.
Innana flota, o navega, o nada, o bucea
hacia mí. No sé exactamente qué es lo que hace. Solo sé que se acerca y,
de pronto, siento algo de nuevo. Me sobresalta el golpe poderoso que
hace vibrar todo mi ser intangible. Se repite. Y otra vez. Son latidos.
Innana se acerca y me late el corazón.
La diosa llega a mí y alarga sus brazos
hacia los míos. Las yemas de nuestras manos se tocan y lo noto. Vuelvo a
tener dedos y manos y piel. Siento el tacto y, a ritmo de latidos, mi
piel va cubriendo de nuevo mi cuerpo. Ya no está frío, su cuerpo es tan
caliente como el mío.
Ahora son los labios verdes de Inanna
los que buscan los míos y los encuentran. El beso es suave, pero lo
justo para que una onda de calor invada mi recién recuperada piel. Sus
pechos chocan con mis pechos. Pezón contra pezón, areola contra areola,
seno contra seno, cada punto de mi cuerpo que entra en contacto con la
divinidad manda una oleada de sensaciones por todo mi cuerpo en círculos
que se van ampliando, como si mi propia piel fuera la superficie de un
río manso sobre el que caen las primeras gotas de lluvia de una tormenta
que se avecina intensa.
Innana sonríe, o sonríe más aún en su
rostro siempre feliz, y me vuelve a besar. Esta vez no se conforma con
un roce de labios y yo tampoco. Entrelazamos los dedos de nuestras
manos, como temiendo que la otra Sibucu se escape, y las lenguas buscan
suavemente a la compañera.
El beso bascula entre lo cariñoso y lo
pornográfico. Tan pronto me parece un beso casto, como el que te das con
una amiga o una prima, como el beso más cachondo y excitante que pueda
ofrecerte la mejor y más caliente de las amantes.
Decido que quiero acariciar el cuerpo de
Inanna en el mismo momento que ella decide lo mismo. Nuestras manos
abandonan las otras y se pierden por la espalda compañera. Dibujan la
abultada línea de la espina dorsal y bajan hasta la quebrada de las
nalgas. Es hora de entrelazar las piernas. El sexo de Inanna está
primorosamente depilado y el mío lo cubre un salvaje bosque de vello
púbico, pero los dos están igual de calientes y de ansiosos. Tras sobar
el culo, los dedos avanzan un poco más y llegan a rozar con las yemas
los hinchados labios vaginales. Nos bebemos cada una el suspiro de la
otra. Los brazos no dan más de sí y no permiten acariciar el sexo
compañero como se merece por detrás del culo, así que Inanna y yo,
Sibucu y Sibucu, colamos cada una una de nuestras manos entre los dos
cuerpos y buscamos la sagrada hendidura por delante.
Mis gestos se repiten sobre mí. Las
caricias que procuro a Inanna son las mismas que ella aplica en mi piel.
No sé si yo la imito o es ella la que me imita, pero la sensación es
como follar conmigo misma, como hacer el amor con la otra yo, la otra
Elena López, la otra Sibucu que encontraría al otro lado de cualquier
espejo. Cualquier espejo verde.
Cuelo dos dedos en el sexo húmedo y
ardiente de la diosa y ella hace lo mismo en el mío. El gemido es más
grito que gemido. Me tiemblan las piernas. Mis nudillos chocan con los
suyos. Mis pezones se frotan con los de Inanna.
Inanna suspira y gime y me es difícil
reconocer su voz porque la mía propia la cubre con suspiros y gemidos
iguales. Nos damos un último beso y nos abandonamos a nuestras caricias
sin dejar de flotar en ese mar a medio camino de cielo e infierno, de
luz y oscuridad.
Vamos girándonos poco a poco sin separar
nuestras vulvas, como dos saetas que se alejan lentamente en la esfera
de un reloj. Liberamos los coños de la penetración de los dedos y
dejamos que sean nuestros propios sexos los que rocen al otro y,
mientras nos frotamos como dos adolescentes en celo, envueltas en
gemidos, empiezo a notar ese calor implosionando desde lo más hondo de
mi ser.
Nuestros sexos resbalan en la humedad
del océano, convertidos cada uno en un océano propio, íntimo y
minúsculo, y siento de pronto que mi cuerpo está a punto de explotar
hacia el universo y que, al tiempo, el propio universo se va cerrando
sobre mí. Me aferro a las caderas de Inanna y ella se aferra a las mías y
nuestros sexos enloquecen el uno sobre el otro mientras mi cuerpo
siente al mismo tiempo el “big bang” y el “big crunch”.
Con un grito conjunto, me corro con Inanna.
*****
DÍA 24
He hecho del paraje donde está la
estatua de Innana mi hogar. A pocos metros de la estatua hay una cueva
que me ha servido de refugio en esta primera semana de lluvias
monzónicas. Los sentinelîs parecen haberse olvidado de mí, o
tal vez es que consideran que el temporal es algo de lo que deben
preocuparse más que de la Sibucu de carne y hueso que ha naufragado en
su isla.
Durante la última semana, no me he
alejado de la estatua más que lo necesario para recolectar frutas y
cazar animales, como si separarme de su desnudez de jade fuera a ponerme
en peligro. Tras una alocada carrera alrededor de la estatua,
finalmente pude cazar una especie de gran gallina de vivos colores que
es muy común en la isla, pero que es jodidamente rápida pese a no poder
volar. Me gustó su carne, que me duró dos días, a pesar de que volví a
excederme con el tiempo que tenía que dejarla en el fuego. Ya empiezo a
echar de menos el sabor del pescado. También su olor. “Un coño es lo que
quieres, marrana”, me dice en mi cabeza, entre risas, la voz de
Natalia. Tampoco puedo negarle la razón. Primero porque no está
realmente aquí. Segundo, porque seguramente acierte.
Junto a la imagen de Inanna, hay una
gran cantidad de plantas como la que usé para teñir mi piel de verde,
así que decido volver a pintarme antes de atravesar de nuevo la isla,
por si algún salvaje me ve. Debo de ser lo más Sibucu para ellos si
quiero evitarme problemas. Así, verde y desnuda, me vuelvo a internar en
la selva.
Estoy segura de que los isleños no han
olvidado que asesiné a uno de sus guerreros después de que ellos
consintieran magnánimamente mi estancia en la isla sin causarme
problemas, pero a menos que Viernes, como he acabado llamando a la sentinelî, y su otro violador hayan mentido vilmente al resto de la tribu, habrán entendido el mensaje que su diosa les ha hecho llegar.
Porque si de algo empiezo a estar segura
es que Sentinel del Norte es parte de Inanna o viceversa, y que fue la
diosa de Jade la que, de algún modo, me instó a actuar como lo hice.
Nunca he sido una persona violenta, y cada vez que hago el intento de
recordar aquella tarde, es como si lo viera todo desde un segundo plano,
tal que si en ningún momento hubiera tenido la potestad completa sobre
mi cuerpo y la propia Inanna, titiritera divina, hubiera guiado mis
movimientos con hilos de marioneta invisibles.
Tras siete días dándole vueltas al asunto, solo he llegado a la certeza de que la relación de los sentinelîs
con Sibucu es muy extraña. La veneran pero, al tiempo, la temen hasta
tal nivel que cavaron una trampa, la misma en la que caí, frente a ella
por si se le ocurría abandonar su estado inmóvil y explorar la selva.
Otra vez. No sé por qué tengo la extraña y absurda sensación de que
aquella estatua de jade ha caminado por la isla. Es una estupidez, pero
si un sentinelî se me acercase y me contase que la vio caminar,
trepar por los árboles y darse un relajante baño en la playa, le
creería con la misma facilidad que si me dijera que había visto a dos
tortugas fornicar. Por cierto, los gritos de esas malditas tortugas
mientras están en pleno acto sonrojarían a la más exagerada de las
actrices porno.
Pensando en Inanna, no puedo dejar de
aceptar que su naturaleza es así. Es diosa del amor y de la guerra al
mismo tiempo, es capaz de proteger y de vengar, y tal vez esa es la
causa de la actitud de los habitantes de la isla para con la diosa.
Pienso que la estatua ya estaba allí cuando la tribu llegó a la isla
hace miles de años, y que, al igual que ella les permitió asentarse
allí, también los castigó cuando hicieron algo que no le gustó, como
violar a su compañera. ¿Por eso son tan reacios al contacto exterior?
¿Es Inanna la que les obliga a rechazar cualquier contacto con la
civilización? Tal vez sea la única forma que tiene una diosa ancestral
como ella de sobrevivir: impedir que cualquier contacto con afán
conquistador termine contaminando la vida sencilla y salvaje de sus sentinelîs.
Con la lanza y el cuchillo de obsidiana
que tuve que recoger del fondo de la trampa, continúo mi nuevo viaje por
la isla. Tengo ganas de pescar. Con fibras de la corteza de los árboles
he fabricado una especie de cinturón trenzado donde puedo llevar el
cuchillo sin que caiga ni tener que caminar con las dos manos ocupadas,
pero quitando de ese complemento, sigo tan desnuda como la propia diosa.
Llego a la playa occidental de la isla y
agradezco las nubes que difuminan la luz del sol como unas agradables
cortinas. Mis ojos acostumbrados a la oscuridad de la selva se quejan al
salir a la repentina claridad, pero hubiera sido mucho peor de no ser
por las nubes que cubren el cielo.
Me cuesta unos minutos poder fijar la
vista en los peces. El agua cristalina levanta brillos que me molestan y
bajo los que los peces parecen saber esconderse. Finalmente, logro
lancear un pez de buen tamaño y sacarlo del mar.
Cuando lo levanto, ensartado en la
lanza, mi mirada se posa en un punto que parece moverse en el horizonte.
Un barco. Por fin un barco. No logro distinguir qué clase de navío es.
Igual puede ser un pequeño pesquero que un barco militar. Desde mi punto
de vista no pasa de ser un punto grisáceo cabalgando sobre el
horizonte.
Puede ser mi pasaporte para salir de la
isla y volver a mi cómodo hogar occidental, y comienzo a hacerles señas,
pero están muy lejos. Corro de nuevo hacia los árboles para agarrar
leña y preparar una hoguera, pero de pronto vuelven a mi cabeza las
imágenes de las lanchas de la policía indonesia acercándose al “Planet
Warrior”. Pienso en Nandara. ¿La habrán vuelto a violar? Pienso en
Marie. ¿Qué habrán hecho con su cadáver? ¿Lo habrán llevado a tierra
firme y le habrán procurado un buen entierro? ¿O la habrán lanzado al
mar como un fardo inservible desde la cubierta del barco? ¿Me buscarán a
mí para hacerme lo mismo que a alguna de las dos?
Me giro para volver a mirar al barco
pero cada vez es más pequeño y lejano. Suelto las maderas y regreso a
coger mi pez. A lo lejos, el barco va desapareciendo, como devorado por
la inmensidad del mar que me separa de mi casa en España.
*****
DÍA 32
Los sentinelîs han dejado de
espiarme en la isla. No sé si porque ya me admiten como un habitante más
o porque mi sigilo a la hora de moverme se está igualando al suyo y
ahora soy tan difícil de detectar como ellos mismos.
Tras casi un mes, me puedo considerar
una cazadora pasable. Algo que no deja de inquietarme. Mi hambre y mi
ideario animalista han colisionado desde que naufragué en Sentinel, pero
hoy, un mes después, puedo decir que el choque es tan desigual como el
que tendría lugar entre un tren y una bicicleta. Mis doctrinas han
quedado convertidas en un amasijo de hierros destrozados a un lado de la
vía mientras mi cuerpo requiere cada vez más y más muerte para
alimentarse. Los peces y lagartos han dado lugar a la carne de tortuga y
a las aves de la isla, cuya carne me resulta mucho más sabrosa. Lo que
realmente me angustia es que empiezo a encontrar cierto gusto en la
caza. El momento de atrapar un animal y sesgar su vida para comer ha
dejado de ser un acto traumático en el que tengo que aguantarme las
ganas de llorar para, supongo que a causa de la práctica, volverse un
acto mecánico que me deja un preocupante poso de satisfacción.
Después de perseguir por media isla a
uno de esos llamativos gallos que pululan por la selva, lo he conseguido
acorralar en la playa. El repentino fogonazo del sol lo ha aturdido lo
suficiente como para dejarlo indefenso ante mi lanza. Pero, de pronto,
en el mismo momento en que levanto la madera para asestar el golpe
mortal, una imagen cruza mi cabeza y me deja paralizada.
Ahí estoy yo, frente al desamparado animal, lanza en ristre, dispuesta a matar.
Ahí está el torero, frente al desamparado toro, espada en ristre, dispuesto a matar.
Ahí estoy yo, en mitad de la plaza,
recibiendo el aplauso de los sádicos que vienen a verme, jaleándome,
mientras la sonrisa llena mi rostro empapado en sudor. Mi superioridad
ante el animal ha sido evidente. Lo he derrotado y ahora solo tengo que
clamar mi premio ante el animal postrado por el cansancio, el dolor y el
desangramiento. Armo el brazo para descargar la estocada final y, de
pronto, el jaleo a mi alrededor cambia el tono y pasa del aplauso a la
sorpresa.
De las barreras saltan al coso cinco
mujeres con las tetas al aire y el torso pintarrajeado con palabras que
no se pueden leer del todo bien. Cuatro de ellas llevan unos cartelones
en los que se ven los mismos lemas que corean.
–¡La tortura no es cultura! ¡La tortura no es cultura!
Una de las mujeres, la única que no lleva cartel, se acerca corriendo hacia mí. Me resulta familiar.
Solo cuando la tengo a un metro escaso
la reconozco. Mejor dicho, me reconozco. Ahí estoy yo. Enfrente de mí
misma. La activista y la torera. La piel medio desnuda contra el traje
de luces. La incivilizada civilización contra la civilizada barbarie.
Inspecciono su rostro, mi rostro, y solo
encuentro odio y desprecio. Sus ojos se entrecierran por la rabia hasta
convertirse en dos pequeñas rayitas sobre los pómulos prominentes.
El golpe es rápido, doloroso y efectivo. Mi yo occidental le suelta un guantazo a mi yo torero.
La lanza se me resbala de las manos y,
viendo su oportunidad, el gallo sale de su aturdimiento y se escapa
entre mis piernas. Caigo de rodillas y comienzo a llorar. Elena López le
acaba de dar un guantazo capaz de ponerle los chakras de medio lado a Sibucu. Una cosa es que me permita comer carne allí en el culo del mundo. Otra, que disfrute de la caza.
Camino de vuelta a mi hogar en la selva
con las lágrimas aún recorriendo las mejillas. Arranco un par de
rambutanes para comer y hasta las extrañas frutas me parecen mirar con
pena cuando las separo del árbol.
Casi he llegado al páramo donde me espera Inanna cuando vislumbro una sombra negra en el suelo, a varios metros de mí. Es un sentinelî.
Enarbolo mi lanza de nuevo y me acerco a él, aunque parece inofensivo.
Está tumbado y aunque mueve brazos y piernas no parece capaz de
levantarse. A su lado hay un pescado clavado en un palo en el suelo, y
está tan bien cocinado que su aroma llega a ser embriagador por encima
del de la flora de la isla. Un regalo. Igual que el que yo intenté
ofrecerle a los isleños.
Cuando estoy a su altura, descubro por qué el sentinelî no
se levanta. Tiene el cuello firmemente atado con una primitiva cuerda a
la raíz de un árbol. También el negro es un regalo. Para mí. Observo su
cuerpo desnudo y fibroso, el brillo de su piel negra, el temor casi
religioso de sus ojos al mirarme, y no puedo evitar que mi vista resbale
a su entrepierna.
El chaval tiene una buena polla. Una polla gorda y negra que, aun en reposo, es una vista excitante.
Noto una cierta excitación subir por mi
cuerpo. Es todo para mí. Toda esa polla para mi coño hambriento. Sacudo
la cabeza mientras trato de volver en mí. Me gustan las mujeres. Me
gustan las hembras de pechos llenos, pezones prominentes y sexo húmedo y
acogedor. Pero deseo sentir esa polla en las entrañas.
De pronto me doy cuenta de algo en el
cuerpo del negro. Tiene una fea cicatriz redonda en el costado. Es el
hombre que violó a Viernes. Uno de ellos dos. El único que sigue vivo.
El otro debe estar sirviendo de alimento a las alimañas de Sentinel.
Sonrío al entender que el regalo es más que eso. Es una petición de perdón por parte de los sentinelîs
por haberme perseguido y es un castigo para él en concreto. “Haz lo que
quieras con él. Haz tu justicia, Sibucu” parecen decirme con esta
ofrenda. Finalmente la tribu se ha enterado por qué la diosa tuvo que
matar a su compañero.
El sentinelî se debate sin
dejar de mirarme aterrado e intenta alcanzar la cuerda que lo mantiene
preso, pero no logra romperla. Es gruesa y tiene tantos nudos unos sobre
otros que nadie sería capaz de deshacerlos.
–Hola de nuevo, cabrón. -musito mientras coloco mi pie sobre la negra polla.
Dejo caer lentamente mi peso sobre el pie derecho y el negro comienza a gritar de dolor.
–¿Te he hecho daño? -me río en su cara, mientras alivio la presión sobre tan delicada parte de su anatomía.
El negro masculla en su ininteligible idioma y solo logro entender dos palabras: “Sibucu” y otra que repite hasta casi la extenuación, “Samaja”. Imagino que quiere decir “perdón”, pero no me importa. Necesita un castigo y mi vena más sádica necesita castigarlo.
Aunque, bien pensado, si no hubiera sido por él, no habría encontrado a Inanna. También tengo algo que agradecerle.
Mi pie ha empezado a acariciar su polla
casi en un acto automático, y no me doy cuenta hasta que comienza a
ganar dureza y noto la presión húmeda y caliente de su glande en la
planta.
Un escalofrío de excitación recorre mi
cuerpo. Una polla grande, negra y enorme que anhela entrar en mí. No es
el primer hombre que se excita conmigo. Durante años, e irónicamente
sobre todo desde que decidí aceptar mi propia sexualidad, no puedo negar
que he despertado pasiones en los hombres que me han rodeado. Pero
hasta ahora, al menos desde que yo tenía quince años, nunca había
querido follarme a ninguno.
Pero ahora todo ha cambiado. Mi cuerpo
tiene unas necesidades que se deben cumplir. Al igual que mi estómago no
puede calmarse solo con rambutanes, mi sexo necesita algo más que mis
dedos y los inquietantes sueños que he ido teniendo desde que llegué a
la isla.
Abandono mi caricia con el pie y la
sustituyo por mi propia mano. Mis dedos rozan el poblado bosque de vello
púbico, rozan su negro escroto y suben en delicado sobeteo hacia el
glande, que asoma rosado y cada vez más expuesto. Una verga es muy
distinta a una vagina, pero ambas responden igual. Si se tratan con
dulzura, no tardan en aparecer los mismos síntomas. La piel se calienta,
el corazón se encabrita, la carne se estremece y la respiración se
acelera.
El negro me mira fijamente, aún sin
poder soltarse, como si no se fiase por completo de mis movimientos,
pero no puede evitar que su cuerpo responda a mis caricias.
Un suspiro se le escapa cuando aferro
suavemente su polla ya erecta. La gruesa tranca palpita en mi mano y soy
incapaz de negar mi propia excitación. Si llevase braguitas, estarían
empapadas. Comienzo a pajearlo tímidamente mientras mi imaginación
vuela.
Pensar en esa polla barrenando mis
entrañas logra excitarme mucho más de lo que jamás me atreveré a
confesar. Deseo sentirla en mi coño, desgarrando mi femineidad,
haciéndome volver a sentir el goce del sexo. Incluso, en mi estado de
excitación, me sorprendo imaginándomela desvirgando mi culo.
Sodomizándome igual que hizo con Viernes.
Pero pensar en Viernes hace que detenga mi impúdico trabajo manual. El sentinelî,
que estaba comenzando a disfrutar, abre los ojos para mirarme
extrañado. Mi rostro no muestra expresión alguna. Mi cuerpo y mi mente
vuelven a alejarse el uno de la otra, incapaces de trabajar ambos por el
mismo objetivo sin antes provocar una tormenta en mi interior.
Esta tormenta trae consigo algo que
comparte con el resto de tormentas. Agua. No es una lluvia desganada que
cae a plomo sobre las callejuelas intrincadas de mi ciudad española. No
es el monzón que se cuela por cada cobijo en toda la región. O tal vez
sean ambas, pero condensadas. Es una lágrima que desciende por mi
mejilla. Condensada toda esa lluvia internacional en una sola gota
cargada de sensaciones. Una simple gota que nace en mi ojo derecho y se
desliza mejilla abajo, y en ella, tal vez también estén condensados
todos los futuros que dependen de lo que hago.
En el centro de la lágrima estoy yo follando con el sentinelî,
olvidándonos de su castigo y dando rienda suelta a nuestros instintos
animales de macho y hembra encelados. También está en el centro de la
lágrima la justicia suave y poética de dejarlo allí con el calentón para
que el negro se masturbe solito antes de lograr soltarse mientras me
alejo. Pero también en el centro de la lágrima está la justicia brutal y
sangrienta de Sibucu.
El grito del aborigen rasga la isla de
punta a punta. Los pájaros, asustados, levantan el vuelo y abandonan la
azotea de los árboles. Tal vez, en el interior de la selva, el resto de sentinelîs
vuelven su cabeza hacia el origen del grito, dibujan una mueca en sus
rostros severos y vuelven a sus quehaceres de cazadores, pescadores y
recolectores.
Levanto mi mano con el pene negro en
ella, derramando regueros de la sangre que hasta hace poco la hinchaba,
sangre gemela de la que sale a borbotones de la entrepierna del negro,
que no deja de gritar.
Sus manos tratan de taponar la herida y
ni siquiera hacen intención de defenderse ni detenerme cuando acerco el
afilado cuchillo de obsidiana a su cuello. Con un leve gesto, corto la
cuerda que ata su cuello a la raíz, para después incorporarme, dejar
caer su ahora blanda polla, recoger el pescado y alejarme con paso firme
y rápido, temiendo que el negro se levante y trate de vengar su pene
cercenado.
No vuelvo siquiera la vista atrás hasta
que no llego de nuevo al claro donde me aguarda la estatua de Inanna.
Aunque su rostro impasible y siempre feliz parece obsequiarme con una
mueca de comprensión y aprobación, veo la sangre que empapa mis manos y
el cuchillo y comienzo a temblar.
Los escalofríos y el remordimiento
tardan horas en remitir, sin llegar a desaparecer del todo. Trato de
darle unos bocados al pescado que he traído, pero termino recordando el
sanguinolento pedazo de carne negra tirado sobre la hierba y lo vomito
todo, a pesar de que debo admitir que el pescado estaba delicioso. Paso
interminables horas en la oscuridad de la cueva, hecha un ovillo sobre
el suelo, con los ojos como platos, hasta que caigo dormida en un
inquietante y surrealista sueño lleno de enormes penes negros que me
atacan hasta que Inanna, verde y brillante, aparece para salvarme y
acabamos haciendo el amor, penetrándonos mutuamente con esos mismos
miembros cercenados.
*****
DÍA 48
Durante los últimos días, he preferido
dormir mientras había luz por encima de las copas de los árboles y
explorar la selva de noche, casi a oscuras. La luz diurna me causaba una
intranquilidad manifiesta, como si en cualquier lugar un eunuco negro
esperara, agazapado, para lanzarse sobre mí. Aunque volví a la noche
siguiente al mismo lugar donde practiqué mi primitiva penectomía, tan
solo unas manchas de sangre y una cuerda cortada daban testimonio de lo
que había pasado escasas treinta horas antes. Seguramente la polla negra
había acabado siendo el almuerzo de alguno de los enormes varanos de la
isla.
Tras unas noches muy oscuras, finalmente
el cielo ha dado un respiro las últimas cuarenta y ocho horas y, bajo
la difusa luz de la luna llena, he podido moverme lentamente entre las
hojas.
He descubierto que los isleños duermen
encaramados en los árboles, como si fueran simios, no sé si por una
extraña comodidad salvaje o para tratar de escapar de los insectos
rastreros o de las pocas serpientes que merodean por Sentinel del Norte.
Intenté imitarlos una noche, pero el miedo a resbalar y caerme del
árbol en pleno sueño me hizo desistir y volver a mi cueva, donde he
preparado una especie de camastro con tierra, hierba y hojas que es
mucho más cómodo que el suelo de roca.
Mis excursiones por la isla se han
intensificado. He perdido por completo el miedo a los salvajes y creo
que al fin he explorado la isla en su totalidad. Incluso volví a
encontrar mi pantalón y mi blusa, que llevaban más de un mes abandonados
cerca de la primera cueva en la que encontré refugio. Cogí las prendas
tan solo para incluirlas como material de mi primitivo colchón. Allí en
mitad de la naturaleza salvaje no necesito la ropa para nada más. Sin
embargo, un día, al ver los bolsillos del pantalón, decidí recortarlos
del resto de la tela e incluirlos en el cinturón donde llevo el
cuchillo. A pesar que, de vez en cuando, se desatan y caen al suelo, me
hacen un gran servicio cuando tengo que traer cualquier cosa a la cueva.
La isla es principalmente plana, aunque
la parte central se eleva unos pocos metros sobre el nivel del mar. Sin
embargo, la elevación no es suficiente como para entender dónde se
metieron los sentinelîs durante el tsunami del 2004.
El claro donde asesiné al primer salvaje
-aunque realmente no sé si el segundo llegó a morir a causa de su
dolorosa herida- es el único lugar con agua dulce, y cuando me hastío
del jugo de los longanes y rambutanes, me acerco para poder beber algo y
darme un baño. Mientras yo estoy en el claro, ningún sentinelî se ha acercado a molestar.
Hoy he salido un poco antes a pasear. He
tenido un extraño y perturbador sueño en el que Natalia, mi ex, vestida
con un uniforme de policía indonesia, me disparaba con lágrimas y me
mataba. Imagino que a estas alturas ya se habrá enterado de mi
desaparición. ¿Llorará por mí?
He vuelto a cazar. Pero solo cuando lo
necesito. Cada tres o cuatro días cazo o pesco algo que complemente mi
dieta de rambutanes, longanes y otras hierbas que he descubierto que
pueden comerse sin peligro.
La lanza atraviesa sin miramientos al pequeño varano.
–Samaja. -digo a la isla,
pidiendo perdón por arrebatarle una vida, antes de arrodillarme ante mi
presa y abrirle el vientre para cocinarla mejor.
Saco dos piedras de uno de los bolsillos
y algo de hierba seca para prender. Consigo una pequeña llama en pocos
segundos y sonrío con satisfacción enorgulleciéndome de mis nuevas
habilidades, que se extienden también a la cocina. La carne del reptil
me queda tierna y sabrosa. Tanto, que hasta repelo los huesecillos para
comerme hasta el último cachito de carne.
Tras la comida, me acerco de nuevo al
claro del estanque. Me apetece más que nunca un baño relajante. Estoy
aún a varios metros de distancia cuando escucho unos sonidos y me pongo
en guardia.
Es una voz de mujer. Canturrea algo en un lenguaje ininteligible y casi gutural.
Me asomo al claro y la veo. Podría decir que todas las mujeres sentinelîs
son iguales, o al menos difíciles de distinguir, pero ella es única. Es
Viernes. Lo sé. Me la suda Robinsón Crusoe. Viernes no es nombre de
varón. Viernes deriva de Venus y, como tal, es nombre de mujer.
Es su nombre. Viernes, la de las curvas
de carne de obsidiana y del pubis peludo. La de los ojos negros y los
labios carnosos. Como todas las sentinelîs. Pero de un modo que es solo suyo.
La sentinelî a la que salvé de
ser violada vuelve a bañarse desnuda en el estanque. Su piel de ébano
vuelve a hundirse y resurgir del agua cristalina. Su sexo tupido y
oscuro vuelve a asomarse entre sus piernas mientras nada.
Miro alrededor y no encuentro otra
presencia que la de Viernes. Con el corazón tamborileándome en el pecho,
abandono mi escondite y salgo al claro mientras la negra sigue
canturreando, ajena a mi presencia.
Me quito el cinturón con el cuchillo y
dejo caer la lanza. El sonido de las armas con la hierba es casi
imperceptible, pero lo justo para que ella lo note y se vuelva,
sobresaltada, hacia mí.
Me mira con desconfianza, como una
gacela asustada que acaba de ver un nuevo animal y no sabe si es un león
presto a cazarla. Algo así soy. La he acechado, la he descubierto en un
momento de indefensión y esta vez no voy a dejar que se me escape.
Me quedo de pie junto al agua,
mirándola, y Viernes no se mueve. Mantenemos una especie de pulso con
los ojos durante el que me abandono a sus pupilas negras como la noche y
me rindo a ellas. Levanto las manos en un gesto inofensivo en el que
tardo en reconocer el mismo gesto de la estatua de Inanna.
Como hipnotizada, voy introduciéndome yo
también en el agua, sin abandonar mi pose de diosa verde y prehistórica
y sin dejar de mirar el negro cuerpo que me aguarda, intranquilo.
–No voy a hacerte daño. -le digo en español, sabiendo que me va a dar igual el idioma en el que le hable. Viernes solo entiende sentinelî.
–Sibucu... -musita ella, mientras me voy acercando, pero sin huir.
No le respondo. Simplemente reduzco la
distancia que nos separa hasta que estoy frente a ella, tan cerca que
solo tengo que inclinarme para besar su boca, que me aguarda con dos
labios carnosos entreabiertos, o sus pechos, perfectos pechos de carne
negra.
Acaricio con suavidad su rostro, como
temiendo que sea un espejismo y que, en cuanto la toque, vaya a
desaparecer o, peor aún, a transformarse en una “Polisi” con la cara de
Natalia que me dispara lágrimas llenas de amargura.
Pero no. Allí está. Su piel es suave y
cálida y se estremece bajo mis yemas. El agua nos envuelve como una
sábana enorme. Mi mano resbala hacia su nuca y atraigo su boca a la mía.
Viernes no opone resistencia ninguna y deja que sus labios choquen con
los míos.
Tardo en conseguir que su lengua imite a
la mía y me bese con la misma pasión que yo le pongo, pero cuando lo
logro, Viernes parece olvidarse de que su compañera no es un hombre de
verga erecta y se deja llevar, comenzando a acariciar mi espalda con sus
manos grandes y fuertes.
Los labios de la sentinelî son
los más sabrosos que jamás he probado. Tal vez, después de tanto tiempo,
el sabor de todos los labios que han pasado por los míos ha quedado
diluido y desgastado por el olvido, pero en este momento puedo jurar que
no he probado labios como los de Viernes.
En su boca no hay solamente saliva. Hay
agua dulce, y también maná, néctar de dioses. Hay sexo y hay selva. Hay
magnetita pura, un imán del que me cuesta separarme para seguir
descendiendo por su piel negra y salvaje.
Un suspiro se le escapa y me caracolea
en la oreja cuando mis labios se posan en el nacimiento de su cuello. Su
piel húmeda los hace resbalar suavemente, como queriendo enseñarles el
camino a otros recónditos parajes de la selva de su piel negra.
Me arrodillo ante Viernes, presta a
adorarla, hasta que el agua me llega a los hombros. No me importa. A la
altura de mi boca quedan sus pechos, dunas de ópalo, montañas de
chocolate, pedacitos de noche sabrosos, llenos y puntiagudos. Dejo que
sus grandes pezones se deslicen en mi boca y chupo como el bebé que
busca alimento de la madre. Quizás no sea más que eso. Un bebé buscando
el alimento y el contacto con la diosa madre. Mis labios se pierden por
las oscuras y enormes areolas y la negra me agarra de la nuca,
agradeciendo mis caricias con los primeros gemidos.
Mi lengua se engolfa sobre los pezones.
Me noto tan caliente que temo que, de un momento a otro, el agua del
estanque empiece a hervir. Mi mano, bajo el agua, encuentra el sexo de
Viernes, y con solo un suave roce de mis dedos entre sus labios,
consiguen que las piernas de la negra tiemblen de tal forma que tiene
que apoyarse en mí para no caer.
Sonrío. Nadie se ha preocupado tanto por
su placer como voy a hacerlo yo. La arrastro fuera del agua y la tumbo
en la hierba, la misma hierba donde hace más de un mes la violaron dos
salvajes. Uno está muerto. El otro seguramente también, a menos que sepa
cómo frenar una hemorragia tan importante, en cuyo caso será un eunuco y
jamás podrá violar a nadie más.
Una vez tumbada boca arriba, abro las
piernas de Viernes y, ante su sorpresa, hundo mi cabeza entre ellas,
directa a la poblada selva de su pubis.
–¡Ah! -la negra se retuerce en cuanto mi lengua atraviesa sus labios vaginales y busca su clítoris.
Su flujo es amargo y sabroso. Salvaje y excitante. Tierra y bosque. Isla y mar. Mitad de Gaia y de Inanna.
Mi lengua recorre todos los puntos de su
vagina. Se hunde en su sexo, recorre los labios menores y se enreda con
su clítoris. Las manos de Viernes se hunden en mi cabello, empujándome
más a su sexo, sin dejar de gemir, cada vez más alto, cada vez más
fuerte, cada vez más rápido.
Cuelo un dedo en su coño, que se desliza
sin ningún tipo de impedimento, y comienzo a succionar su pequeño
capuchón. No me da tiempo a sumar un segundo dedo. El orgasmo de Viernes
es total y brutal. Sus muslos se cierran sobre mi cabeza con tanta
fuerza que parecen querer estrujármela igual que su coño me estruja el
dedo.
Subo con besos sobre su cuerpo de ébano
que contrasta con mi piel blanquecina. La sima de su sexo da paso al
frondoso bosque de su entrepierna, atravieso la llanura del vientre,
bordeando el pozo lleno de agua de su ombligo, para acabar trepando por
uno de sus pechos, dejando un largo y húmedo beso sobre el pezón que lo
corona y acabar volviendo a su boca, donde Viernes lame mis labios sin
importarle que sepan a su coño.
Nos fundimos en un lascivo beso, blanco
contra negro, mujer contra mujer. Pego un respingo cuando noto sus dedos
buscando mi sexo, deseosos de repetir en mi cuerpo aquello que el mío
ha causado en el suyo. Frota en la entrada de mi sexo y la humedad
termina de tomar por completo mi interior.
No puedo evitar un gritito de placer.
Llevo demasiado tiempo sin que otro cuerpo humano me toque donde Viernes
está tocando. Entrelazo mis piernas con las suyas para que los espasmos
de placer no me las hagan cerrar. A pesar de su más que segura nula
experiencia con otros cuerpos femeninos, los dedos de la sentinelî tardan muy poco en encontrarse a gusto en coño ajeno y recrearse en mis intimidades.
Decido que no me puedo quedar atrás. Con
una mano acaricio su cara, repasando con las yemas sus pómulos
prominentes, que marcan sus ojitos entrecerrados, convertidos en líneas
que parecen solo muescas en la roca negra de su carne. La otra mano
busca ladinamente el coño de la negra, que encuentran aún húmedo y
caliente.
Besándonos, rodando por la hierba, sin dejar de masturbarnos mutuamente, Viernes y yo damos rienda suelta a nuestras pasiones.
Los gemidos se suceden. De beso en beso,
brotan suspiros que se extienden por el claro, derramándose por la
hierba y trepando por los árboles donde los primeros animalillos
curiosos se asoman a mirarnos.
El agua del estanque que mojaba nuestras
pieles ha sido sustituido por el rocío de la hierba y nuestros propios
sudores. Mi respiración acelerada es un vendaval caliente que contagia
la temperatura a mi cuerpo, o tal vez contagiada por el propio calor
creciente de mi ser.
Viernes gime, ríe y gime, y su coño
abraza mis dedos como si fueran una polla a la que dar placer. Yo doblo
los míos en su interior, buscando su punto G, y después de un grito de
placer absoluto, la negra repite el gesto en mí. Su boca se vuelve loca y
me lame, chupa y muerde los labios y todo aquello que queda a su
alcance, hasta que , llegando a su orgasmo, apaga su grito de placer en
mi cuello.
No lo aguanto más. El fuego que iba
incendiando mis entrañas, finalmente, se queda sin nada más dentro de mi
cuerpo que calentar y opta por salir fuera.
Tiemblo de pies a cabeza. Hundo mi cara
en el nido que hacen hombro y cuello de Viernes y, en pleno clímax, abro
la boca y clavo mis dientes allí mismo, como si pudiera ser un
vampírico beso que ligase para siempre su sangre con la mía, gesto que
ella imita.
Nos corremos las dos cada una con su orgasmo que se junta con el de la otra, envolviéndonos en una nube de gemidos y placer.
Caigo exhausta a su lado. Sonreímos
satisfechas mientras nos recuperamos del desolador orgasmo, tan potente
que incluso ha llegado a invocar algunas lágrimas en mis ojos.
Descansamos hasta que nuestras
respiraciones se normalizan. Sin hablar el mismo idioma, lentamente,
solo con miradas, nos entendemos.
La tarde empieza a languidecer y ella mira hacia el este, donde está el asentamiento de los sentinelîs. Yo miro en dirección contraria, hacia donde espera mi cueva, mi claro, mi estatua de Inanna.
Beso tiernamente en los labios a
Viernes, me levanto y recojo mis bártulos. La negra también se
incorpora, y su mirada salta de mí al bosque y del bosque a mí.
–Sibucu... -me dice, antes de murmurarme algo que suena algo parecido a “upande”.
Camino en dirección a mi hogar y antes
de salir del claro, me vuelvo hacia Viernes, que sigue allí, de pie,
hermosa, negra y desnuda. Le tiendo mi mano en un ofrecimiento que ella
entiende sin palabras. Sonríe y avanza hacia mí.
–Upande, Viernes. -le digo. No sé por qué, pero sé que “upande” quiere decir “Te quiero”.
–Upande, Sibucu.
No sé por qué motivo Viernes se ha
plegado tan rápido a mis deseos. No sé si aún piensa que soy un avatar
de su diosa Inanna y, por lo tanto, negarse a mí conllevaría la ira
divina. No sé si realmente se siente atrapada en una tribu donde las
mujeres le dan placer a los hombres y nunca a otras mujeres. Solo sé que
Viernes me acompaña a mi hogar y yo no puedo sentirme más feliz.
Cuando llegamos al claro de la estatua, la sentinelî
parece reacia a acercarse a Inanna, pero la obligo a acompañarme.
Cenamos unos longanes y me divierto lamiendo el jugo que se le resbala
por las comisuras de sus carnosos labios.
Aunque parece incómoda cuando le digo de
dormir en mi colchón, después de hacerle otra vez el amor, cae rendida y
se duerme mientras la abrazo.
–Upande. Viernes. Samaja, Natalia. -murmuro, antes de caer dormida abrazada al cuerpo negro y caliente de Viernes.
*****
DÍA 49
Es mediodía cuando un relámpago de
intranquilidad cruza la isla. Las aves alzan el vuelo, las ratas se
cobijan en sus madrigueras y el aire comienza a traer un rumor apagado.
Rumor que va encendiéndose, creciendo y haciéndose más audible y
ostentoso. El rugido inequívoco de un motor rasga el cielo tranquilo de
Sentinel del Norte, y un enorme pájaro de metal, que en lugar de alas
tiene discos, o palas que giran tan rápido que parecen discos, se posa
en la playa sur de la isla. Avanzo rauda a su encuentro. No voy a
permitir que nadie invada mi hogar. Dejo a Viernes en la cueva y salgo a
la carrera hacia el extremo oeste de la isla. Antes de salir, dudo si
coger la lanza y el cinturón, pero no quiero dejar sin protección a mi
amada sentinelî, así que simplemente saco el cuchillo del cinto y empiezo a correr hacia el origen de aquel estruendo.
El helicóptero es verde y enorme, y una
bandera con dos franjas rojas horizontales emparedando una gualda reluce
en la cola. De su interior baja gente. Gente de piel blanca, armada y
vestida de guerra.
Salgo a la playa, desnuda tal y como
nací en España y renací en Sentinel. Desnuda y serena como una
anti-Venus que no surge del agua sino que se acerca a ella.
Los soldados me ven y me señalan. Sonríen.
–¡Elena! ¡Elena! -grita el que parece
tener el mando, y su voz tiene el acento patrio y reconfortante que
llevo tantos meses sin escuchar- Soy el Capitán Jurado. Jaime Jurado,
llámame solo Jaime. Venimos a por ti.
Como no respondo, simplemente le miro
con curiosidad, el Capitán Jurado, Jaime Jurado, solo Jaime, se acerca a
mí hasta que me toma la cara entre sus manos fuertes y grandes. El
fusil sigue colgando de su hombro. Por un momento, recuerdo a la
“Polisi” indonesia y sus ráfagas de balas buscando mi cuerpo.
–¿Eres Elena, no? ¿Elena López? -Sus
pulgares me estiran la piel de los pómulos, ofreciéndole mejor vista de
mis ojos sin emociones.
–Capitán, está en shock. -le dice otro militar.
–Bueno, Elena, sígueme. Dos meses es mucho tiempo. Pronto estarás en casa. ¿Me entiendes? Vamos a casa. A tu casa.
Mi casa. España. Civilización. Natalia.
Desvío mi mirada hacia el helicóptero del ejército.
Guerra. Política. Hipocresía. Desigualdad.
Vuelvo mi vista durante un momento al bosque.
Sentinel. Libertad. Naturaleza. Viernes.
Mi mano se cierra sobre el cuchillo de
obsidiana. Un rápido movimiento, un certero tajo y la sangre brota del
cuello del Capitán del Ejército Español, manchándome los pechos y la
sonrisa.
–¡Mierda! -grita otro de los soldados,
echando mano a su arma, pero yo ya estoy corriendo de nuevo hacia el
abrazo verde y amable de mi selva, allí donde no me puedan encontrar o
donde yo los podré encontrar antes que ellos a mí. La selva de Sentinel
del Norte me abraza y acoge como una madre amantísima.
¿Volver a casa?
Ya estoy en casa.
Yo no soy Elena López.
Soy Sibucu.
Y soy sentinelî.
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