2015
Ya no tengo ganas de quedarme en
casa recordando. Mi mente lleva viente años anclada en el pasado y
es hora de dejarla avanzar por fin.
Detengo
el coche a las puertas de una peluquería y agarro el sobre con las
fotos que había apartado. Llamo al timbre y una jovencita pelirroja,
con el pelo cortado a lo 'garçon'
deja de lavarle el pelo a una anciana y corre a abrirme la puerta.
–¡Tío Marcos! -la jovencita
me planta dos besos en las mejillas y me abraza con cariño. No la
veía desde navidades y entonces aún tenía su melena por debajo de
los hombros.
–¿Por qué te has cortado así
el pelo? No me gusta nada cómo te queda, Jazmín.
–Tío Marcos... no seas
abuelo... Hay que ser más modernos... ¡A mi novio le encanta!
–Ah, tu novio... ya veo
-Sonrío y le acaricio la mejilla en gesto paternal. Lo cierto es que
le queda precioso-. ¿Cómo está tu padre? ¿Sigue en Algeciras?
–Sí, está allí. Con su
nueva mujer.
–¿Te llevas bien con ella?
¿Igual que con Cristina?
–Sí. Pero Cris mola más.
Río y le despeino el pelo
corto. Jazmín ha aceptado de muy buen grado la identidad sexual de
su madre. Siempre pensé que Violeta era lesbiana, pero la sociedad
la había empujado a un matrimonio clásico del que solamente había
sacado una cosa buena. Aquella jovencita pelirroja que me sonríe
alegre.
–¿Está tu madre?
–Sí, está en el almacén.
Como invocada por mis palabras,
Violeta aparece por la puerta trasera del local con un par de botes
de acondicionador en la mano.
–Jazmín,
apunta que hay que llamar al de 'Schwarkoppf',
se nos han... ¡Marcos! ¡Qué alegría!
Violeta deja los botes sobre el
mostrador y me abraza.
–¿Era hoy? -pregunta,
torciendo el gesto- Joder... no me acordaba.
Mi antigua alumna ya no es una
niña. Es una mujer que, a sus cuarenta y cinco, aún es capaz de
levantar muchas pasiones, pero nada que ver con aquella prostituta
que encontré en cierta esquina una noche cualquiera.
–Espera, que dejo a Jazmín en
la 'pelu', le digo a Cris que haga comida para ellas y te acompaño.
–No, Jaz... Violeta -me
corrijo-. Prefiero ir solo. He venido para darte esto.
Le extiendo el sobre y la madura
peluquera investiga un poco en su interior. No necesita mucho más
para adivinar qué contiene. En cuanto ve la primera imagen, un
intenso rubor cubre su rostro y me sonríe.
–Gracias. Pásate luego -me
dice antes de plasmarme un tierno beso en los labios que sorprende a
su hija. La anciana Palmira está demasiado concentrada en el
agradable masaje capilar que está recibiendo para abrir los ojos y
no se da cuenta de nada.
Me
monto de nuevo en mi coche y echo una ojeada al asiento del copiloto.
La vieja Polaroid,
como una antigualla abandonada en alguna guerra antigua, parece
observarme, tal vez diciéndome que está lista para una última
captura antes de marcharse al Cielo de las Cámaras de Fotos. A su
lado, el álbum de las fotos de Marisa y mi bastón. Puede que ya no
lo necesite, hace más de cinco años de mi lesión de rodilla y ya
no tengo casi molestias más que cuando la maldita humedad de la
ciudad hace estragos, pero me gusta llevarlo. Me otorga cierto porte
y distinción, al menos así opino.
Arranco y me encamino hacia las
afueras de la ciudad. Sigo al cartel que clama “Cementerio
Municipal”, escarbo entre los recortes de periódico hasta
encontrar el primero de todos y me hundo de nuevo en mis atormentados
recuerdos mientras leo la esquela.
“PABLO VILLAESCUSA GARCÍA DE
GORGOS
PERIODISTA Y EMPRESARIO
Su vida nos fue arrebatada a la
temprana edad de 27 años, víctima de la codicia y la envidia.
La familia ruega una oración
por su alma e invita a quien quiera darle un último adiós a la
capilla ardiente que será instalada en la Masía de la Font,
propiedad de la familia.
D.E.P.”
*****
1995
Llegué a la comisaria como alma
que lleva el Diablo. Irrumpí en el interior y un policía me hizo
detenerme.
–Marisa López. ¿Dónde está?
-mascullé alarmado.
Sorprendido, el agente preguntó
con la mirada a otro que parecía portar más galones y este fue el
que vino hacia mí.
–¿Es usted el señor Solís?
–Sí, sí. ¿Dónde está
Marisa? ¿Qué es eso de que ha...?
–Relájese. Pase por aquí.
Me llevó a un pequeño despacho
y me hizo sentarme. Lo que dijo a continuación cayó como una bomba
en mi interior.
–A ver, señor Solís. Su hija
adoptiva ha asesinado a un hombre.
–¿Qué? ¿A... a quién?
–A su marido, a Pablo
Villaescusa. Los vecinos escucharon una discusión muy grande y
cuando los agentes entraron en casa la encontraron desnuda y con el
arma homicida en la mano.
–Pero... no puede... no puede
ser... seguro que ella es inocente.
–Señor Solís -el policía me
hablaba de forma tranquilizadora, tratando de calmarme-. Ha
confesado. Ha confesado que mató a su marido. Según ella, fue una
disputa marital y él la golpeó y la violó. Después, ella esperó
a que se durmiera, fue a la cocina, cogió el cuchillo de la cena y
lo cosió a puñaladas.
–Pe-pero eso es defensa propia
¿No? No le pasará nada entonces ¿no?
–Señor Solís. Le apuñaló
diecisiete veces. ESO no es defensa propia. En mi opinión debería
buscarse un buen abogado.
–¿Puedo verla?
–No, no puede recibir visitas.
Mañana la trasladaremos a la prisión de mujeres a la espera del
juicio. Ahora está sedada porque estaba en pleno ataque de nervios.
El mundo se me cayó encima. No
podría volver a ver a Marisa hasta el día del juicio. ¿Cómo había
sido capaz de hacer algo como aquello? En ese momento recordé la
muerte de sus padres, recordé la reacción cuando trate de follarle
el culo por primera vez, recordé la pelea que tuvo en el instituto.
Parecía que la terapia con la Psicóloga había funcionado durante
años, pero supuse que todo tenía su límite y Marisa tenía su
límite muy bajo.
Pablo Villaescusa, con su
orgullo de niño rico, consentido y malcriado, al que nunca se le
niega nada, y con su violencia de macho alfa, se atrevió a violarla
y Marisa descargó sobre él toda su furia en diecisiete puñaladas.
Me metí de nuevo en el coche y
lloré amargamente. No por la muerte de Pablo Villaescusa, que no lo
merecía, sino por mi pobre alumna. Tenía una vida perfecta y ahora
iba a conocer el infierno de la cárcel.
Llamé a mi editor para que me
ayudara a encontrar un abogado.
–Marcos... No puedes contratar
un abogado para Marisa -me escupió después de contarle todo.
–¿Qué coño me estás
diciendo, Jesús? ¿QUÉ COÑO ME QUIERES DECIR CON ESO?
–Tranquilo, Marcos, déjame
explicarme. Si contratas tú al abogado y te enfrentas a los
Villaescusa, adiós a tu carrera literaria. Ni una puta editorial
será tan valiente de enfrentarse al imperio mediático de los
Villaescusa. Si ayudas a Marisa, te hundirán y hundirán a todo el
que te ayude.
–Me la suda, Jesús, necesito
al mejor abogado posible.
–Vamos a hacer una cosa,
Marcos. Lo voy a contratar yo, mediante una empresa pantalla que no
puedan relacionar contigo. Pero te tendrás que conformar con el
segundo mejor abogado. El primero seguro que ya lo tienen esos
cabrones.
*****
2015
Salgo de la ciudad en dirección
al cementerio. Mientras abandono las últimas avenidas de la ciudad,
no puedo dejar de pensar en mi querida alumna y los veinte años que
habrá pasado. Cuando llego a la altura del camposanto, lo paso de
largo mientras rezo para que la tumba de Pablo Villaescusa esté
destrozada por algún vándalo. No será así, por supuesto, la
familia se habrá encargado de mantenerla siempre en buenas
condiciones, pero ese cabrón y toda su familia se lo merecerían por
lo que habían hecho a Marisa.
Echo una ojeada de nuevo a mis
compañeros de trayecto, tiro los libros al asiento de atrás y meto
la cámara en la guantera. Veinte años atrás, Marisa la había
considerado ya una antigualla, y ni siquiera estaba seguro de que
funcionase. Queda solo una foto desde hace veinte años y no me he
atrevido a usarla nunca. Ha sido una estupidez traerla. Igual que fue
una estupidez intentar luchar contra los Villaescusa.
*****
1995
La furia iba creciendo en mi
interior. Marisa parecía una muñeca de trapo avasallada por las
preguntas tendenciosas de aquel fiscal que solo quería hacerla
aparentar como una asesina sin escrúpulos. La prensa, y en especial
la manejada por los Villaescusa, habían hecho su trabajo y la habían
presentado así ante la opinión pública. Según rezaba cada página
de sucesos de cada uno de sus diarios, Marisa había asesinado a
Pablo para quedarse con su herencia, temiendo concebir un hijo que le
restara parte de esa fortuna. Una estupidez como la copa de un pino,
pero que para la opinión pública acabó siendo una verdad
incorruptible.
Nada había tenido que ver según
ellos, y por eso no aparecía en ningún diario, que Pablo la
maltratara verbalmente durante los meses que duró su matrimonio. Que
en cuanto se vio “dueño” de Marisa comenzara a tratarla como una
esclava más que como a una esposa. Nada tiene que ver que Marisa se
defendiera de Pablo cuando, no contento con humillarla con las
palabras, la violó rudamente. En ese momento, el dragón que tanto
tiempo había dormido en el interior de mi alumna estalló y se llevó
merecidamente con la explosión la vida del benjamín de los
Villaescusa.
La fiscalía y el abogado de la
acusación se centraban en la cantidad de las puñaladas recibidas
por aquel idiota rubio, y desviaron la atención del juez de las
pruebas que presentaba el abogado defensor. Los golpes y moratones
recientes que mostraba Marisa en el momento de su detención, la
declaración de uno de los policías que claramente se puso del lado
de la mujer, a todo aquello le daban vilmente la vuelta sin que el
letrado que había contratado mi editor supiera reaccionar. Que si el
policía no era un testigo fiable porque había sido el último de
sus compañeros en entrar, que si los golpes se los había propinado
Marisa misma para buscarse una coartada... Todo aquello era una
locura. Una locura que la acercaba inexorablemente a la fría celda
de una cárcel. Miré al rostro al juez, que lo escuchaba todo con el
tedio de quien ya ha tomado una decisión. Recordé su rostro cuatro
meses antes, sentado en la cuarta fila de la Catedral mientras Pablo
y Marisa se casaban. Un amigo más de la familia. Un enemigo más de
Marisa.
Al final pasó lo que más
temía. Las palabras del juez retumbaron en mi cabeza y cada una era
una grieta más que se abría en mi alma. Asesinato. Ensañamiento.
Alevosía. Mi querida alumna, la niña que saqué de un hogar roto,
la joven que se dormía acurrucada a mi lado noche tras noche, fue
sentenciada a la mayor pena posible. Veinte años de cárcel.
Una mujer joven, sin
antecedentes, con atenuantes como el maltrato sufrido durante su
infancia y su matrimonio que el juez no quiso estimar, condenada a
pasar el resto de su juventud y casi media vida en la cárcel por
culpa de haberse ido a meter en un nido de víboras.
Marisa se derrumbó al escuchar
la sentencia. Yo mismo me derrumbé igualmente. La había dado por
perdida cuatro meses antes ante el altar de la Catedral, pero la
sensación ahora era completamente distinta. En su boda, la dejaba a
las puertas de una vida mejor, llena de lujos y lo que ambos creíamos
amor. Tras el juicio, solamente le esperaba la cárcel.
La policía se llevó a rastras
a mi alumna. Me dejó de importar en aquel momento la presencia de
los poderosos Villaescusa y avancé hacia ella.
–Te visitaré, iré a verte
siempre que pueda, Marisa -le dije con un desgarro en la voz.
Ella, con su rostro demacrado
cubierto por las lágrimas trató de alcanzarme para darme un beso,
pero los policías lo impidieron y se la llevaron.
No pude cumplir mi promesa de
visitar a Marisa. A los pocos días de estar en prisión se vio
envuelta en una pelea y le fueron retirados todos los beneficios
penitenciarios. No podría recibir visitas hasta que no cumpliera su
castigo.
Se notaba la mano negra de los
Villaescusa en cada movimiento de Marisa en la cárcel. Cualquier
pequeño inconveniente causado se convertía en más y más tiempo en
aislamiento. El acoso a mi alumna se traducía en peleas e incidentes
en las que siempre achacaban las culpas a Marisa. Durante toda su
estancia había sido castigada con mucha más dureza que sus
compañeras. Solamente había podido escuchar su voz en contadas
ocasiones, en las llamadas telefónicas que le permitían hacer. En
ellas, intentaba parecer tranquila, alegre y parlanchina como
siempre, pero su voz siempre tenía un poso de tristeza insondable.
Trataba de mantenerme al margen, pero en cada llamada, a causa de mi
insistencia acababa confesándome la última de las peleas en las que
se había visto involucrada y por la cual no la dejaban recibir
visitas. Cada mes había una nueva pelea, un nuevo desplante, un
nuevo guardia de prisión que se enfrentaba con ella... Y detrás de
todo ello, no podía dejar de escuchar el mismo nombre:
“Villaescusa”.
*****
2015
Llego al centro penitenciario y
tras pasar por el primer control de seguridad, detengo mi coche en la
puerta acristalada. Miro el reloj para observar que aún faltan unos
minutos para las diez, la hora en que Marisa saldrá. Mi corazón
late con fuerza, en mi cuerpo se abarrotan cientos de sensaciones
distintas pero entre todas se hace cada vez más patente el
nerviosismo.
Veinte años son muchos años,
pero desaparecen todos en cuanto veo abrirse las puertas y una figura
femenina, cargando una bolsa de deporte, aparece por ellas. Es ella.
La niña que se me presentó desnuda rogándome que la sacara de la
casa donde su padre abusaba de ella. La adolescente que me animó a
escribir mi primera novela. La joven que se plegaba a mis más
oscuros deseos. La mujer que sale de la cárcel después de dos
décadas.
Su rostro se ilumina al verme.
Veinte años antes, hubiera soltado la bolsa y hubiera corrido hacia
mí para llenarme de besos y abrazos. Pero con cuarenta y seis años,
no tiene la misma energía en sus piernas. Se acerca lentamente, sin
dejar de sonreírme, con un contoneo de caderas que es sensual hasta
con esa ropa vieja y desteñida que lleva.
–Marisa... -susurro cuando ya
está a pocos centímetros de mí.
Entonces sí que suelta la bolsa
y se abraza a mí. Me besa con toda su pasión contenida durante
veinte años. Sus labios parecen locos por chupar los míos, su
lengua sale rápido al encuentro de la mía y el tiempo se detiene a
nuestro alrededor.
Ya no somos un jubilado de
sesenta y dos años y una exconvicta de cuarenta y seis. Somos un
profesor de instituto que le dobla la edad a su alumna adolescente,
somos un profesor universitario y una joven estudiante que se funden
desnudos en un beso mientras Violeta nos mira, somos un padrino de
boda y una novia que se acaba de correr antes de casarse y,
finalmente, después del extraño y circular viaje en el tiempo,
volvemos a ser el jubilado y la exconvicta que se funden en un beso
que guarda en cada partícula de saliva todos los besos que no nos
hemos dado durante veinte años.
Nos besamos durante minutos que
parecen horas. Cuando nos separamos, ambos sonreímos como si no
hubiera pasado ni un solo día desde que nos vimos por última vez.
Metemos su macuto en el maletero
y nos introducimos en el coche. Marisa observa con curiosidad el
álbum y lo abre por la primera de las páginas. Ahí aparece ella,
treinta años antes, desnuda y fingiéndose dormida después de hacer
el amor por primera vez.
–Parece que hayan pasado
siglos ¿eh? -le pregunto mientras arranco.
–No. Para mí, parece que
fuera ayer.
Marisa se detiene en cada foto y
las examina con más atención incluso que la que yo he puesto. Sus
ojos se humedecen y una sonrisa melancólica asoma a su rostro
avejentado. Por las ventanillas, los árboles y postes de luz de las
cunetas pasan a toda velocidad. Lentamente, vuelvo a sentir esa nube
de alegría que me envolvía cada vez que estaba junto a Marisa. Mi
corazón no cabe en sí de gozo.
–Son preciosas. Eres un gran
fotógrafo -dice tras cerrar el álbum.
–Son preciosas porque la
modelo es preciosa.
Desvío mi mirada de la
carretera para mirarla a los ojos. Puede que su piel y todo su cuerpo
hayan madurado, pero sus ojos brillan con la misma vivacidad que
cuando tenía veinte años. Mientras conduzco, su mano abandona el
libro y se posa sobre mi muslo, acariciando lentamente mi paquete.
Ya no tengo treinta años, pero
mi cuerpo comienza a responder. Mi vieja polla se va llenando de
sangre mientras Marisa me soba sin contemplaciones.
–Para ahí mismo -me ordena,
señalando un polvoriento camino rural, y yo obedezco. Obedezco a
quien siempre me obedecía.
Marisa, con sus finos y largos
dedos, desabrocha mi pantalón y saca mi verga de su encierro.
–Veinte años sin tu polla son
demasiados, Marcos -suspira, antes de inclinarse y metérsela en la
boca. Cuando consigue una poderosa erección, la detengo. Después de
tanto tiempo no me basta con su saliva. Quiero su sudor. Quiero su
flujo. Quiero su cuerpo entero.
–Desnúdate.
En un instante retomo mi puesto.
Yo mando, ella obedece. Marisa se deshace rápidamente de su sudadera
y sus pantalones de chándal. Sus pechos, mucho menos firmes que
cuando la vi por última vez, aún llenan su sujetador. Botan libres
cuando se retira el sostén, clamando por unas manos que les den
calor. La hago quitarse las bragas también y sonrío al no encontrar
ni rastro de vello.
–¿Lo has hecho para mí?
–¿Para quién si no?
-contesta ella, pasando su mano por su pubis depilado.
Me quito la camisa y los
pantalones y Marisa misma me baja los calzones hasta los tobillos.
Recuesto lo máximo posible mi asiento y ella se sube sobre mí.
Mi polla entra en su coño como
si no hubieran pasado veinte años. Está mojada como una colegiala y
mi polla dura como la de un joven. Ella empieza a cabalgarme y sus
gemidos salen mucho antes de lo que había imaginado. Nos besamos.
Nuestros cuerpos se reconocen el uno al otro y repiten esos
movimientos que tanto nos gustaban y que no habíamos usado desde
veinte años atrás.
–No hacía... falta... que
trajeras tus libros... -dice entre jadeos, mirando los tomos que
yacen en el asiento trasero–Los he leído todos... Es lo único a
lo que tenía acceso, a los libros. Así... Así me sentía aún en
contacto contigo.
Los Villaescusa la habían
tomado con Marisa y, en su encegamiento, se habían olvidado de
hacerme a mí la vida imposible, por lo que pude seguir publicando
mis obras sin casi ningún problema. Lo que no me esperaba es que la
biblioteca de la cárcel tuviera mis libros. No parecían los más
indicados para criminales convictas.
–¿Te gustó “Los lobos
salen del bosque”? -pregunto, tratando de acomodar mis caderas a su
suave follada.
–Me encantó la dedicatoria. Y
la historia.
“Los lobos salen del bosque”
había sido todo un hito. Más rayano en la literatura erótica que
en la novela negra, narraba la historia de una poderosa y rica
familia que controlaba una secta que a su vez controlaba un pueblo.
Los protagonistas, un policía recién destinado a la zona y una
joven que temía por su vida por salirse de la secta, emprenden
además de la investigación, una relación sexual de dominación y
sumisión que chocó con muchos tabús de la época.
La dedicatoria era al completo
para Marisa. Sin decir su nombre, proclamaba a los cuatro vientos mi
amor y mi deseo por ella de una forma tan sexual que muchos críticos
la tomaron como parte misma de la historia, como si el personaje
principal se la hubiera dedicado a su sumisa.
–Después de veinte años de
lenguas, nada como una buena polla -susurra Marisa a mi oído,
recuperando mi total atención. Dejan de importarme entonces “Los
lobos salen del bosque”, “La ciudad de las maldiciones”, “Un
teléfono estropeado”, “La pasión invisible” y todos los demás
libros escritos por mí.
Ya solo me importa el coño de
Marisa cerrándose sobre mi polla, sus manos aferradas a mis hombros,
las mías engarfiadas sobre sus nalgas redondas y maduras, sus jadeos
en mi oreja, mi lengua en su cuello, sus gemidos y los míos, nuestro
calor empañando las ventanillas de mi coche... En resumidas cuentas,
su cuerpo y el mío reuniéndose tras veinte años de separación
forzosa y recuperando el tiempo perdido.
Marisa cabalga decidida hacia el
orgasmo. Arquea su espalda y se apoya en el salpicadero para seguir
follándome. Sus senos botan delante de mis ojos, hipnotizándome.
“Los
pechos, chúpale los pezones”. El Marcos de treinta y siete años
que escuchaba a Marisa follar con Pablo a través de la puerta me
habla ahora a mí. “Los pechos, chúpale los pezones”. Doblo con
dificultad mi espalda avejentada y atrapo una areola entre mis
labios. Marisa gime. Su coño se tensa sobre mi polla. Nuestros
sudores se mezclan sobre nuestras pieles.
Marisa me agarra la cabeza como
si quisiera hundirme en su torso. Como si en verdad quisiera que me
comiese sus pezones, sus areolas, sus pechos e incluso sus costillas
para pegarle dentelladas a su corazón, ese corazón que noto latir
acelerado, al compás del mío. El corazón del que nunca debí
haberme separado.
Mi alumna, pues a pesar de los
años que han pasado siempre será mi alumna, se corre y yo me corro
con ella mientras le muerdo suavemente un pezón. Mi semen la inunda
y sus flujos se escurren por mi polla.
–Veinte años... -sentencia
Marisa.
Recuperamos lentamente la
respiración entre besos y caricias, miro a través de los cristales
empañados y como no descubro ninguna sombra que pudiera corresponder
a un ente humano, abro la ventanilla para ventilar el viciado
ambiente del auto.
Marisa vuelve al asiento del
copiloto apartando el bastón que sigue ahí y busca en la guantera
algo con lo que asearse. Se le escapa una carcajada al encontrarse de
bruces con la vieja Polaroid.
–¿Aún funciona? -pregunta
divertida.
–Sinceramente, no tengo ni
idea. Pero no te preocupes.
Rebusco en los bolsillos de mis
pantalones, que yacen en el suelo del coche, cerca de los pedales, y
a duras penas extraigo el móvil. Tiene menos de un mes, y lo único
que pedí al comprarlo es que tuviera buena cámara. El vendedor me
dijo que tenía cuarenta megapíxeles y me conformé con ello, aún
sin saber qué carajo significaba aquello. Lo cierto es que hacía
fotos mucho mejores que el viejo cacharro que tenía Marisa en sus
manos.
–Ponte otra vez aquí -Me doy
unas palmadas sobre mi muslo desnudo para que mi alumna me entienda.
Marisa se coloca de nuevo a horcajadas sobre mí, como si quisiera
follarme de nuevo, aunque mi polla está ya descansando después de
darlo todo por primera vez en mucho tiempo.
–¿Así? -me pregunta mimosa,
apartándose el pelo de la cara.
–Sí, así perfecto.
Extiendo el brazo con el móvil
hacia el lado del copiloto y lo enfoco hacia nosotros. En la pantalla
del teléfono aparecen nuestras caras sonrientes, los pechos desnudos
de Marisa, y tras ellos, la ventana abierta del conductor.
–Ahora se llevan los 'selfies'
-digo, mientras pulso el botón azul.
FIN
Fotos de mi puta
Kalashnikov
1 comentario:
Lo sabia, muy buena forma de escribir
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