2015
Una insidiosa alarma me saca de
mis pensamientos. El dichoso móvil nuevo trina estruendosamente y
consigo detenerlo a la tercera intentona. Malditos trastos modernos,
nunca me habituaré a ellos. Son las nueve de la mañana, tengo una
hora de camino por delante, y solamente me queda una foto fuera del
álbum, la última que le saqué. No es la más hermosa que le
sacaron ese día, ni para la que posó más tiempo, ni la que mejor
calidad tiene, pero es la que yo le saqué. Eso la hace única. La
observo con una extraña mezcla de excitación y nostalgia y la ubico
en la última página del álbum, la única que queda libre. Cierro
el álbum porque no necesito mirar la foto para verla. La tengo
grabada a fuego en la mente. Mientras lo recojo todo para salir de
casa, recuerdo cada uno de los detalles de la fotografía.
Marisa mira a cámara. No está
desnuda. Viste el más hermoso vestido de novia que jamás se hubo
visto. Cualquier vestido de novia sería el más hermoso del mundo
mientras lo llevase ella. Marisa. La misma mujer que levanta el
faldón de su vestido para mostrar su coñito sobre el que asoma un
pequeño bosquecillo de vello púbico. Se casó sin bragas y no solo
eso. En la liga blanca que rodea su muslo está sujeto un pequeño
aparato eléctrico de color azul, del que sale un cable que se
introduce en su vagina. En aquel entonces ese aparato era una
novedad. Un vibrador con mando a distancia. Obviamente, el mando
estaba en mi mano. Fue una especie de regalo de bodas. Un regalo que
ella me hacía a mí. Su último regalo.
Salgo de casa tras coger el
bastón de la entrada. En la otra mano, llevo el álbum, el sobre y
algunas hojas de un viejo periódico. Bajo hasta el garaje y entro en
mi coche. En el asiento del copiloto yace la docena de libros que he
escrito durante estos últimos veinte años. Lo cierto es que me
equivoqué de pe a pa y mi segundo libro reventó el número de
ventas del primero. Después de él vinieron más. Arranco y el
sonido de mi viejo coche me recuerda a la última vez que llevé a
Marisa en él. Fue hace veinte años y por aquel entonces el coche
era primorosamente nuevo, casi comprado para la ocasión.
Entonces la llevaba a su boda
con Pablo Villaescusa.
*****
1995
–¿Nerviosa? -le pregunté a
Marisa cuando arranqué el coche.
Mi alumna se había convertido
en toda una mujer. Trabajaba desde dos años atrás en uno de los
diarios de la familia Villaescusa, y estaba a punto de estrenar su
columna semanal a la vuelta de su luna de miel. Era una mujer
independiente, con un gran trabajo y, desde ese día, con una familia
y un hogar propios en los que yo no iba a estar. No podía
entristecerme por ella, se le abría una nueva vida buena y sencilla.
–Un poco -respondió.
Marisa estaba radiante. Se la
veía absolutamente feliz y hermosa. Nunca me había gustado que se
maquillase pero he de reconocer que el estilista contratado por los
Villaescusa había conseguido realzar sutilmente su belleza sin
exagerar con los cosméticos. No los necesitaba. Llevaba su vestido
de novia, enorme, blanco y ostentoso, remangado en sus piernas y
ocupando tanto espacio sobre su regazo que era difícil adivinar
dónde acababa la tela y dónde empezaba su cuerpo.
Cambié de marcha, mi mano rozó
su vestido de novia e hizo un leve contacto con la piel de su pierna.
No pude separar mi mirada de ese punto. Un pequeño triángulo de
piel asomaba entre todo el montón arrebujado de tela blanca.
–Mira a la carretera,
Marcos... no querría que tuviésemos un accidente en el día de mi
boda.
Redirigí mi vista al frente con
una sonrisa. Marisa había usado un tono de voz muy conocido para mí.
Su tono más travieso, el que me daba carta blanca para dar rienda
suelta a mis pensamientos más lascivos.
Coloqué mi mano sobre su muslo
tras esquivar el vestido.
–Marcos... No quiero mojarme
las bragas...
–Pues quítatelas -ordené
perversamente.
Mi alumna no tardó nada en
obedecerme. Ya llevaba un par de meses sin pasar una noche en mi casa
y yo estaba deseando volver a tomarla como antiguamente.
–¡Qué cabrón eres! -dijo
tras dejar las bragas en la guantera.
Mi mano volvió al muslo y
comenzó a subir. Bajo el vestido, Marisa abrió sus piernas para
permitirme mejor acceso.
El coche avanzaba por el centro
de la ciudad, yo mantenía una mano en el volante y otra entre las
piernas de Marisa. La humedad de su coñito era cada vez más
evidente. La novia se había dejado crecer un pequeño triángulo de
vello púbico sobre su monte de Venus, porque a Pablo no le gustaban
los coños completamente depilados. Me decepcioné levemente la
primera vez que me lo dijo, ya me había acostumbrado a su pubis sin
vello pero, al verla cada vez menos, lo último que me importaba
cuando estaba conmigo era aquel pequeño matojo moreno y rizado.
Introduje dos dedos de golpe en
su vagina y Marisa se arqueó. Comencé a masturbarla lentamente
mientras sus suspiros elevaban la temperatura en el pequeño Peugeot.
–Date prisa -pidió-. Nos
están esperando todos.
–No. Están esperando a la
novia. La novia que va a llegar cachonda y sin bragas...
–Uuuhhh -Marisa se retorcía
de placer con mis dedos en su coño. Trató de alcanzar mi bragueta
con su mano izquierda, pero no la dejé. Era su día especial, no el
mío.
Marisa gemía sin control cuando
detuve el coche. Se sobresaltó y miró por la ventanilla,
convirtiendo su sorpresa en pánico. Habíamos llegado. Habíamos
llegado a la puerta de la Catedral, las damas de honor se acercaban
al coche y yo seguía masturbando su coñito desnudo sin importarme
lo más mínimo.
Se tapó con el vestido y yo
retiré la mano. A pesar del maquillaje, el rubor se extendía por
toda su cara. Aún faltaba tiempo para la boda, yo la había traído
para que se subiera desde ahí al Rolls Royce en el que haría su
entrada triunfal después de que llegase el novio.
Salió del coche un poco
aturdida y comenzó a saludar a todo el mundo. Todos se acercaban a
decirle lo hermosa que estaba, la suerte que tenía y lo bonito que
estaba el día para casarse.
–Marisa, vente, que hay un
problema
Aurora, la hermana de Pablo, la
arrastró de una mano sacándola del círculo de asistentes que se
había formado a su alrededor. Marisa me miró interrogante y yo alcé
los hombros. Al fondo, una joven pelirroja dejó a una pequeña niña
de no más de dos años con su padre y avanzó hacia las dos cuñadas.
–¡Violeta! ¡Estás lind...!
-Mi otra alumna, la que había sido durante dos años mi otra putita
particular y que en ese momento era la dama de honor de la boda, hizo
callar a Marisa.
–Vamos dentro, el Rolls se ha
estropeado viniendo hacia acá y han tenido que pedir otro. Va a
tardar quince minutos.
–Joder... ¿Y Pablo?
–Ya ha llegado. Está dentro
-terció Aurora.
–¡No me puede ver antes de
casarnos! -gritó. Me divirtió su supersticioso nerviosismo.
–Ya, chica, ya -la calmó
Violeta-. Esperaremos en la vicaría. Vente por aquí.
Vi como se alejaba mientras
saludaba a los asistentes. Los señores Villaescusa me abordaron y
tuve que malgastar unos minutos con ellos mientras maldecían la poca
profesionalidad de la empresa de alquiler de coches y me preguntaban
sobre cuándo saldría mi próxima novela.
- Me he tomado una temporada
sabática en la escritura. Quiero concentrarme en la Universidad. Ya
logré el doctorado y quiero sacarme la Cátedra.
–¿Catedrático? ¡Vaya, eso
será genial! ¿Y en...?
–Disculpe, creo que Marisa me
llama.
Por la puerta de la Catedral
asomaba Violeta, con un elegante y espectacular vestido rojo pálido
que iba a juego con su melena. La joven me llamaba con grandes
gestos. Me acerqué rápidamente para saber qué quería.
–Marisa quiere que vayas...
¿Has visto a Jazmín?
Por un momento me aturullé,
hasta que recordé que Jazmín era el nombre que le había dado a su
hija. Obviamente, el padre no tenía ni la más remota idea de dónde
venía aquel nombre y le había parecido precioso. “A este paso me
monto un Jardín” había dicho en más de una ocasión. Solamente
esperaba que si tuvieran un hijo no lo llamasen Jacinto.
–He visto a tu marido
llevándosela al parque. Estarán ahí.
–Joder, se va a poner perdida
-Violeta miró a ambos lados, se cercioró de que nadie nos miraba y
me dio un rápido beso en los labios. Luego salió corriendo hacia el
parque con una bronca preparada ya en los pulmones.
Yo sonreí mientras veía
alejarse aquel culazo duro y redondo embutido en el vestido y me
escabullí al interior de la Catedral. Al fondo, cerca del altar,
estaba el hombre que me había robado a Marisa. Con aquel frac que
llevaba, había ganado en adustez y a sus 28 años aparentaba como
mínimo cinco más, a pesar de que no había una sola arruga en su
rostro.
Avancé junto a la pared, casi
oculto tras una de las columnatas que decoraban ambos lados del
edificio. Encontré la puerta que daba acceso a la vicaría y entré.
Aurora me vio, me saludó cortésmente y salió de la estancia.
–No me digas que ahora tienes
dudas -indagué, aun a sabiendas de que, por mucho que me hubiera
gustado fugarme con Marisa así vestida, ella acabaría contrayendo
santo matrimonio con Pablo.
–No... no es eso.
Marisa permanecía sentada en un
pequeño banco con las rodillas juntas y los pies en unos preciosos
zapatos blancos que unía por las punteras, su respiración seguía
ligeramente acelerada y sus ojos no se separaban de los míos. Se
había quitado el velo y su melena morena le cubría parte del
rostro.
–Necesito mis bragas.
–Están en el coche.
–Tráemelas, por favor -pidió.
–¿Y qué me das a cambio si
te las traigo?
Marisa torció el gesto. No se
creía que fuera capaz de hacerle aquello el día de su boda, pero si
lo hacía era precisamente por ella, porque estaba seguro de que lo
deseaba más que yo.
Sin responder, ahuecó su
vestido hasta subirlo sobre las rodillas y se colocó a cuatro patas
sobre el suelo. Gateó hacia mí y comenzó a sobarme la polla por
encima del pantalón. Respondió al instante.
–¿Tal vez con esto tengas
suficiente? -dijo melosa.
–No. Necesito más.
La llevé de nuevo al banquito y
me senté en él. Marisa lo entendió y maniobró mi bragueta hasta
abrirla y conseguir que mi verga saliera al aire libre.
Apartándose un mechón de pelo
del rostro, comenzó una suave pero firme mamada que mi polla
agradeció con espasmos de placer. Su boca subía y bajaba por mi
tronco, me lamió las pelotas cuando me bajé los pantalones para
facilitar su trabajo. Miré a la puerta de la vicaría y observé que
no tenía paño que la cerrase. Cualquiera podía entrar y
descubrirnos.
Me imaginé la cara de la
familia Villaescusa al entero cuando abriesen la puerta y nos
sorprendieran en plena sesión de sexo oral. El padre con los
pantalones en los tobillos dejando que su hija le comiera la polla
vestida de novia.
–Avísame si te corres, ¿Eh?
-jadeó Marisa con la voz más sensual que pudo.
–Tranquila, no quiero
mancharte tu precioso vestido blanco.
Marisa volvió a embutirse mi
polla en la boca. Desde que estaba con Pablo sus mamadas habían
ganado habilidad pero habían perdido ese sentimiento de cariño con
el que las hacía. Ahora se esforzaba en que el glande llegara lo más
hondo posible, hasta taponar la entrada de su garganta. Recordé
aquella adolescente de pueblo que solo se atrevía a meterse la punta
entre sus labios, que mantenía la boca cómicamente abierta por
miedo de hacer daño con sus dientes y la comparé con la hábil
felatriz que soportaba estoicamente las arcadas y que lamía
desesperadamente mi frenillo.
Me moví sobre el banco para
poder levantar las piernas, quitándome los pantalones por completo.
Marisa leyó el cambio de postura y comenzó a lamer mis huevos para
luego ir bajando un poco más. Siguió masturbándome mientras su
lengua lamía mi ano, ensalivándomelo bien. Me acarició mi oscuro
agujero con un dedo de la mano que tenía libre mientras volvía a
succionar mi escroto y yo me deshacía en murmurios de placer.
–Mételo -ordené, mientras me
colocaba de forma que pudiera volver a chuparme la polla.
Su dedo atravesó mi recto y su
boca volvió a cerrarse sobre mi glande. Me recorrió un sentimiento
de victoria al notar que el dedo que me follaba el culo era el
anular.
“Ahora, ahora... que entren
ahora” pensé imaginándome a la familia Villaescusa. Tal vez a
Doña Carmen Lahoz de Villaescusa, la futura suegra de Marisa, le
diera un patatús al ver a su nuera comiendo una polla e
introduciendo el dedo que dentro de poco hubiera llevado el anillo
nupcial en el culo de su padre. Por primera vez en muchos meses, no
tenía su anillo de compromiso puesto y su dedo desnudo me penetraba
sin obstáculos.
Quizás Violeta se uniera a la
fiesta al vernos mientras la estirada familia del novio se debatía
entre desmayos y gritos. Nunca sabía uno a qué atenerse con
Violeta, pero tenía la casi completa certeza que, de unirse, sería
Marisa quien recibiera sus caricias y no yo. No sería un problema
para mí. A mí me bastaba con la boca de la novia. Esa boca que
subía y bajaba, esa boca que dejaba escapar lúbricos sonidos
mientras me mamaba el rabo. Esa boca que, en definitiva y poco a
poco, me iba llevando al orgasmo.
–Me corro -gemí.
Marisa dudó durante una décima
de segundo. Nada más. Afianzó mi polla dentro de su boca y dobló
su dedo para buscarme la próstata desde dentro.
Me corrí como un joven. Como la
primera vez que eyaculé en la boca de Marisa. Pero esta vez mi aún
joven alumna pudo con toda la carga de mis testículos. Tragó todo
el semen sin dejar escapar una sola gota que pudiera manchar su
carísimo traje. Aunque siendo tan blanco, tal vez no se notase de
haber caído algo. Marisa no se arriesgó y se lo tragó todo.
–Ahora... ¿Me traes las
bragas? -inquirió, limpiándose la boca con el dorso de la mano.
Me volví a poner los pantalones
y salí de la Catedral. El Rolls aún no había llegado. El señor
Pedro Villaescusa gritaba como un poseso a alguien a través de su
moderno teléfono móvil.
Llegué a mi coche y busqué en
la guantera las braguitas blancas de Marisa. Detrás de la pequeña
prenda asomaba la Polaroid. No me iba a quedar sin hacer fotos en la
boda de la mujer más importante de mi vida. Agarré las bragas, la
cámara y una pequeña bolsa que también reposaba dentro de la
guantera.
Cuando volví a la vicaría,
Marisa paseaba intranquila entre las figurillas e iconos de santos,
vírgenes y cristos primorosamente decorados.
–¿Las has traído?
Extraje las bragas de la bolsa y
se las mostré. Marisa suspiró aliviada y se acercó hacia mí con
la mano extendida.
–No te las voy a dar.
Marisa ya no era mía. Estaba a
punto de casarse con otro hombre y seguramente me terminaría
olvidando. No en un año, ni en cinco. Pero tal vez dentro de diez
años ya solo fuera un recuerdo difuso de sus años locos de
juventud. Lo que no iba a ser un obstáculo para que me fuera a
permitir un último placer a su costa.
–¿Qué dices, Marcos? Por
favor, no bromees... -dijo nerviosa.
Me guardé las braguitas en el
bolsillo interior de la chaqueta del traje y metí la mano en la
bolsa.
–Imagino que llevarás algo
azul -pregunté, esquivando su mirada entre la ira y la inseguridad.
Sin saber qué responder, Marisa
elevó su mano derecha convertida en un puño y agitó su muñeca,
haciendo que repiqueteara la pulsera que llevaba. De ella colgaba una
pequeña medalla azul en la que se notaba el plateado relieve con la
figura de una Virgen. No supe distinguir de qué Virgen se trataba.
Para mí eran todas iguales.
–Quítatelo.
–Pero tengo que llevar algo
azul.
–Lo sé, algo nuevo, algo
prestado y algo azul. Quítate la pulsera.
Marisa exhaló un suspiro de
rendición y, como siempre, me obedeció. Sería la última vez que
la tendría exclusivamente para mí. Desde que hubo fecha para la
boda, más de un año atrás, mi puta había dejado clara su
intención de no volver a serlo después del enlace. “Una mujer
casada debe fidelidad” me había dicho.
Saqué de la bolsa una cajita
gris evitando la cámara de fotos.
–¿Qué es eso? -preguntó.
–Algo azul -fue mi única
respuesta.
Me arrodillé ante ella y
levanté su vestido hasta encontrarme de nuevo con su apetitoso
coñito. Tuve que contener mis ganas de lanzame a lamer y chupar su
sexo hasta que se corriese. Extraje el pequeño aparato de la caja y
lo humedecí con mi boca antes de acercarlo a la rajita aún húmeda
por nuestro pequeño juego durante el viaje.
El vibrador, un pequeño ovoide
azul unido a una cajita de controles del mismo color por un cable, se
coló por el hambriento sexo de mi puta. Marisa no pudo reprimir un
gemido.
–Marcos, por favor, no me
hagas esto... -rogó, con su coñito anegado restándole veracidad a
sus palabras.
–Lo estás deseando. Vas a
casarte sin bragas no porque yo quiera, sino porque te excita. Te
excita saber lo puta que puedes llegar a ser.
–Marcos.. por Dios...
Mi mano resbaló hacia su
clítoris y, con un respingo, Marisa dejó caer su vestido casi
cubriéndome con él.
–¿Hablas de Dios? Tú, que
tienes el coño a punto de nieve en la vicaría de la Catedral el día
que te vas a casar con otro hombre. ¿Tú me hablas de Dios?
Las caricias y las palabras iban
haciendo mella en Marisa. O al menos en su sexo, que volvía a
destilar flujo en indecentes cantidades. Allí, debajo de su vestido,
el aroma de su femineidad era un olor penetrante que me encendía
cada vez más. Pero ese no era mi día. Era el de Marisa y lo iba a
empezar con un orgasmo largo y negado.
Introduje mi lengua entre sus
labios y noté cómo le temblaban las piernas cuando pasé sobre su
clítoris.
–Súbete el vestido -mandé.
Escapé del caliente y dulce
infierno que se respiraba bajo aquel vestido y busqué la vieja
Polaroid.
–¿Aún sigues con esa
antigualla, Marcos? Modernízate un poco -se burló Marisa- ¡Ay,
Dios!
La repentina vibración del
artefacto alojado en su coño sorprendió a la joven. El vestido se
soltó de sus manos mientras ella se doblaba sobre sí misma, como
queriendo apagar ese movimiento que taladraba sus entrañas.
Le mostré sonriente el pequeño
mando en mi mano.
–No creo haberte dicho que
soltases el vestido.
Marisa volvió a mostrarme su
coño entre gemidos. El murmullo del pequeño aparato se escuchaba en
el pequeño recinto, algo apagado pero igualmente notorio. No me
importó. Estaba seguro que, en el barullo de la ceremonia, nadie
prestaría atención a ese débil zumbido.
–Dios.... Dios... -blasfemaba
Marisa, con el aparatito vibrando en sus adentros, pero sin soltar el
vestido para seguir permitiéndome una vista clara de su coñito
palpitante.
Puse el aparato al máximo y a
Marisa parecieron empezar a fallarle las piernas. Si no se derrumbaba
en el suelo y se abandonaba al orgasmo era precisamente porque yo le
había ordenado mantener su coño a la vista.
Hice la foto y avancé hacia mi
puta. Unas suaves caricias en su clítoris, sumadas a la enloquecida
vibración, consiguieron hacerla llegar al orgasmo. La agarré de la
cintura para evitar que cayera al suelo, con las piernas aún
convulsionándose de placer.
–Ya... ya puedes quitármelo...
-dijo con una sonrisa satisfecha.
–De eso nada. Necesitas algo
azul para casarte, y no pienso dejar que te vuelvas a poner ese
horror de aderezo de la Virgen.
Alguien tocó a la puerta,
esperó un par de segundos y entró. Supe quién era antes de que
abriese por esa misma manera de proceder. La única persona en toda
la ceremonia que habría tocado antes de entrar era la única que
podía imaginarse que estábamos en plena acción sexual.
–Marisa, ha llegado el coche.
Tu suegro casi se come al pobre conductor. Vete para allá rápido.
Marisa salió corriendo de la
vicaría, sin bragas y con el vibrador metido en su coño, y Violeta se quedó, interrogándome con la mirada y con una
sonrisa divertida en la cara. Puse la mejor cara de inocencia que
pude y me encogí de hombros, lo que causó que Violeta estallara en
carcajadas.
–Ni siquiera el día de su
boda, ¿Eh, Don Marcos? ¿Le ha gustado?
–Mucho -respondí, sin saber
exactamente si lo decía por Marisa o por mí.
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La marcha nupcial sonaba
mientras yo llevaba a Marisa al altar. Allí esperaba sonriente y
emocionado Pablo Villaescusa mientras mi corazón se marchitaba al
ritmo de la manida música del órgano eclesiástico. Al lado del
novio aguardaban los varones Villaescusa. Su hermano Federico, su
padre Pedro y su tío Antonio. Tras el altar, el arzobispo esperaba
la llegada de la hermosa y dulce novia, impecable con su vestido
blanco y su velo, cuya cola arrastraba tras de sí arrastrando
algunos pétalos de rosa que ya habían sido lanzados.
Dejé a Marisa junto a su futuro
esposo, la besé en la frente y tomé mi puesto a su lado, justo
delante de Violeta, su hija y su marido. Miré al resto de asistentes
y no reconocí a casi nadie. Supuse que la mayoría vendrían de
parte del novio. Mejor dicho, de parte de la familia del novio.
Amigos influyentes y socios diversos con los que había que seguir
contando y agasajando para continuar aspirando a un trocito del
pastel. Marisa terminaba de entrar de ese modo en un mundo que yo
siempre había criticado.
Pulsé disimuladamente el botón
del mando que mantenía en el bolsillo y la novia se removió. El
arzobispo recitaba un interminable texto bíblico sobre el amor y el
matrimonio y la fidelidad y cualquier tontería más. Marisa se giró
y me miró directamente. Pensé que me encontraría con una mirada
llena de reproche, ira contenida y fastidio, pero fue todo lo
contrario. Mi querida puta me miraba con una sonrisa tierna, de oreja
a oreja. Tal vez entendía que aquella era la mejor forma de terminar
una relación como la nuestra, con un orgasmo disimulado en mitad de
su propia boda.
La ceremonia avanzó mientras me
divertía con los botones y las reacciones casi imperceptibles de
Marisa. Solamente Violeta se acercó a mi oído y me preguntó si
sabía qué le pasaba a su amiga.
Mi falta de respuesta fue
precisamente la respuesta que necesitaba. Se rió y su primera
carcajada antes de atinar a taparse la boca, resonó por toda la
Catedral. El monseñor la miró con furia y Violeta se disculpó y se
acomodó en el asiento.
–Cuando acabes con Marisa...
-me susurró la pelirroja mientras el arzobispo continuaba la
liturgia- ¿lo usarás conmigo?
Asentí divertido mientras subía
la intensidad del vibrador. Marisa estaba pronunciando sus votos y la
voz se le quebraba. En el vídeo de la boda quedaría fantástico
como muestra de la emoción y el sentimiento de amor de Marisa hacia
Pablo, pero solamente yo sabía que la causa real era aquel aparatito
vibrando en sus entrañas cada vez más anegadas. Estaba seguro de
que, si no fuera por el aparatoso vestido, podría ver un hilo de
flujo descendiendo por sus muslos.
Noté cómo Marisa se apoyaba
cada vez más en su marido, agarrándose con fuerza de su brazo. Ya
había visto al más joven de los Villaescusa buscar un par de veces
con la mirada el origen de ese débil zumbido que se escuchaba, que
iba y venía, pero que no podía ubicar.
Podría asegurar que fue en
aquel momento y no en otro. Fue todo a la vez. Marisa dijo “Sí,
quiero”, el sacerdote dijo aquello de “puedes besar a la novia”
y, en mitad del beso con su nuevo y flamante esposo, la novia se
corrió. Hizo acopio de todas sus fuerzas para no caer al suelo,
aunque Pablo la tenía bien agarrada. El beso duró tanto como su
clímax. Demasiado largo para las convenciones sociales y demasiado
corto para todo el placer que acababa de sentir.
A mi lado, Violeta lloraba a
mares, e incluso a mí se me deslizó una lágrima mejilla abajo al
ver casarse a la mujer que más había amado.
Con la lágrima pendiendo en mi
barbilla, apagué el vibrador y salí de la Catedral antes que los
esposos. Fui uno más de los que echaron arroz a la feliz pareja, un
comensal más en el lujoso banquete de boda, uno más de los que
gritaron el “que se besen, que se besen” a los novios, pero yo ya
no estaba allí. Lo estaba mi cuerpo, pero mi mente luchaba por
quedarse en los diez años anteriores, aquellos en los que Marisa era
parte de mi vida. Mi cerebro se rebelaba ante la realidad y quería
quedarse encerrado en el pasado, con la Marisa adolescente y la
Marisa joven y la Violeta prostituta. No le gustaba el futuro que se
avecinaba, donde la soledad sería lo único que me esperase cuando
llegara a casa.
Durante semanas, aún esperé
volver a sentir en cualquier momento esa aura de alegría inundando
lentamente mi casa antes de que mi alumna volviese a entrar
por la puerta, pero no ocurrió. Me llamó tras acabar su luna de
miel para contarme las magnificencias de Cancún, pero ya no era lo
mismo. Me llamaba porque tenía que hacerlo, pero no porque realmente
lo deseara.
Lo cierto es que el siguiente
recuerdo nítido relacionado con Marisa me remonta a tres meses
después, cuando recibí una inquietante llamada mientras comenzaba
la que iba a ser mi cuarta novela, la primera después del parón
para convertirme en Catedrático.
El teléfono sonó como siempre,
con el mismo tono insidioso y anodino, pero supe que algo no marchaba
bien mucho antes de responder.
- ¿Sí? Sí, sí, es mi hija
adoptiva. ¿Cómo que la policía? Que ha pasado... ¡¿QUÉ?!
El teléfono cayó de mis manos
y se estrelló en la mesa. Noté que algo dentro de mí se rompía en
mil pedazos. ¿Cómo había podido pasar algo como eso?
Con el corazón en un puño y el
horror marcado en el rostro, salí de mi casa a la carrera.
–Marisa... oh, Marisa...
-musitaba entre lágrimas mientras corría a la comisaría.
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