2015
Suspiro y me froto los ojos tras
mirar el reloj “Omega” de mi muñeca. Aún queda algo para las
nueve de la mañana, pero no debo tardar en marcharme. Deposito de
nuevo la foto sobre la mesa junto con sus compañeras y empiezo a
ordenarlas en un pequeño álbum comprado para la ocasión.
Me detengo al llegar a una foto
especial, aunque hablando de las fotos de mi alumna, todas llegan a
ser tan especiales que esa palabra, “Especial”, ha perdido su
significado. Repaso la imagen reflejada. Marisa, desnuda, como
siempre que estaba en casa, ríe a cámara sentada sobre una silla y
trata de tapar el objetivo con una mano mientras un ejemplar del
“diario16” descansa sobre la mesa. Es la penúltima foto que le
saqué, unos días antes de su boda, y la última en nuestra casa.
Hace poco que esa foto, casual e
inocente, ha cumplido veinte años. Veinte años. Toda una vida. El
doble de tiempo que viví con Marisa. El mismo tiempo que llevo sin
verla. Una sonrisa triste se dibuja en mi rostro al pensar que fue la
última foto que le saqué a mi Marisa. Sí, aún hay una posterior
como he dicho, pero en esa ya no era “mi” Marisa. Era la Marisa
de otro, de alguien más joven, más rico, más guapo. Alguien que le
ofrecía una vida mejor y más plena que la que yo podía darle, con
una relación mucho más sana que la vorágine de sexo en que
convertíamos la escena más nimia en casa. Me excitaba tanto oír
uno solo de sus gemidos que, en cuanto una caricia, por pequeña que
fuera, rompía esa barrera, no podía evitar convertirme en un ser
adicto a su coño, a su culo, a su boca, a sus manos. Era un adicto a
Marisa y ella, en su inconcebible sumisión a todos mis intentos,
solo hacía que aumentar mi adicción. No pensé que fuera una
sensación tan poderosa, pero tras la boda, cuando nos juramos no
volver a encamarnos por respeto a su nuevo marido, mi abstinencia de
Marisa me llevó al borde del suicidio, porque sabía, aunque no se
lo podía decir, que no iba a ser feliz con aquel hombre.
Sé que tenía que haber
impedido aquel enlace, pero Marisa parecía contenta y me prometió
que jamás me olvidaría. Más de veinte años después de aquella
imagen, sé que no mentía. Pero muchas cosas pasaron desde el día
en que tomé esa foto, y pocas fueron buenas. Parecía como si
nuestra vida hubiera mejorado tanto en nuestro pequeño núcleo
familiar de vicio y lujuria que hubiéramos llegado a la cima más
alta posible. Una vez arriba, lo único que queda es caer más hondo
cada vez.
Pero no sería justo remontarme
a esa foto sin viajar un poco más atrás, cuando Marisa me presentó
al hombre que la alejaría veinte años de mí. Pablo. Odié a ese
hombre desde el momento que salió por la puerta de mi casa. Maldito
Pablo. ¿Cómo pudo joderle tanto la vida a Marisa? Pero bueno... eso
sería adelantar demasiado los acontecimientos y negarle a mis
recuerdos la verdad de aquellos cinco años en que Marisa fue feliz
junto a Pablo, alejándose poco a poco de mí.
*****
1990
–¡Ya estamos aquí!
Era cierto que podía advertir
el aura de Marisa antes de que entrase en casa, pero esa tarde, la
sensación era diferente. En la habitual área de alcance de su nube
de alegría, esa tarde había tensión. Una tensión extraña, densa
y negra que decoloraba la sensación que normalmente tenía junto a
mi alumna. En un primer momento lo achaqué a sus nervios. Había
tardado meses, pero al fin me iba a presentar a su novio.
No supe nunca si fue por mera
casualidad o porque Marisa había esperado exclusivamente hasta el
momento en que la casa fuera nuevamente solo nuestra. Solo hacía
unas dos semanas que Jazmín se había mudado con su novio, un
cliente asiduo del bar en que trabajaba que luego nos enteramos de
que iba al local solamente para ver a Violeta y acumular valor para
hablar con ella. Violeta se veía exultante cuando la acompañamos a
su nueva casa, cargada de maletas hasta arriba. Era increíble la
cantidad de ropa que había ido acumulando en los casi tres años en
que vivió con nosotros.
–¡Buenas, Marcos! ¡Este es
Pablo! Pablo, Marcos, es mi padre... o como si lo fuera.
Extendí la mano al chaval. Por
supuesto que lo conocía o, al menos, sabía quién era. Lo había
visto en varias clases de la Universidad, pero no era solamente por
eso. Todo el mundo en aquella ciudad conocía a la familia
Villaescusa, dueña de uno de los diarios de mayor tirada nacional.
Un diario en cuyas páginas se podía advertir sutilmente un suave
aroma a nostalgia del anterior régimen, a derecha rancia e
insolidaria y a miedo al cambio, todo aquello que suelen tener los
que lo tienen todo y temen perder una sola peseta. No era gente con
la que me gustara codearme, pero más de una vez había asistido de
ponente a simposios y charlas que había pagado la Fundación del
diario y, por ende, también los padres del muchacho, que lo dirigían
todo con una sonrisa suficiente. Puede que no comulgara con sus ideas
políticas, pero al menos cuidaban y guardaban cierto respeto por la
literatura, cosa que echaba en falta en la mayoría de periódicos de
izquierdas. Sin embargo, siempre me daba la impresión que
organizaban esos actos como si fuera una limosna para los pobres e
ilusos escritores que piensan que pueden ganarse la vida e incluso
hacerse ricos escribiendo, sin jugar en bolsa, sin comprar ni vender
acciones ni aprovecharse de las deficiencias y necesidades de un
mercado de otros pobres e ilusos.
El joven era alto, rubio y muy
guapo. Estaba claro por qué era uno de los solteros de oro de la
ciudad. Pero Marisa lo había enamorado. Sin embargo, a pesar de
todos mis pesares, se le notaba que quería a mi alumna, aunque sus
demostraciones de afecto jamás iban en contra de su pulcra
educación.
Pablo Villaescusa vestía un
impecable traje que podía valer tanto como mi coche, y cuidaba hasta
el mínimo detalle de su comportamiento y palabras.
–Encantado, Señor Solís
-dijo el joven estrechándome la mano con seguridad.
Durante un instante, nos miramos
fijamente a los ojos, como evaluando nuestra fuerza y poder sobre
Marisa mientras ella nos observaba nerviosa. Sabía que en esos
primeros segundos era donde se iba a decidir la idea que cada uno
tendría sobre el otro para el resto de la noche. Yo no deseaba
hacerla sufrir, y aunque en la mirada de su novio vi algo que no me
gustó absolutamente nada, preferí guardarme mis sensaciones para
que mi querida alumna pudiera tranquilizarse.
–Encantado, Pablo. Marisa me
ha hablado mucho de ti.
–A mí de usted también, y
todo bueno. Sinceramente, debo felicitarle y darle las gracias. No
todo el mundo habría adoptado a una adolescente huérfana y la
habría criado con la firmeza y cariño que Marisa me ha contado. Ha
sido un gran padre para ella, la verdad.
Estaba claro que el joven tenía,
igual que Marisa, cierto don de palabra. Pero donde la muchacha
resultaba espontánea y alegre, Pablo sonaba pedante y demasiado
interesado en quedar bien. “No me gustan los lameculos”, pensé
en ese momento, aunque lo que en verdad no me había gustado era ese
“Ha sido un gran padre para ella”. Podía haber dicho “Es un
gran padre”, o “Marisa tiene un gran padre”, pero ese “Ha
sido” me sonó como si pensara que, de ahí en adelante, mi
presencia en la vida de Marisa no estuviera justificada, que él se
encargaría de todo con ella.
–No seas tan galán, Pablo,
que a la que le tienes que gustar es a Marisa, no a mí -le dije con
una sonrisa, que el respondió con otra sonrisa de triunfo.
“Demasiado egocéntrico para
escuchar a los demás, sólo oye lo que le interesa... o eso o es muy
tonto como para sumar dos y dos”. Pensé. En pocas palabras, le
había dicho que no me gustaba, que a pesar de su fortuna, de su
atractivo, de su juventud y de su familia, no lo consideraba bueno
para Marisa. Pero no quería interponerme en la vida de mi alumna.
Debía volar libre y yo no podía ser un lastre para ella.
–Bueno, he preparado una
cenita para los tres. ¿Seguimos hablando en la mesa?
Me esforcé en aparentar ser el
mejor de los anfitriones. Pasamos al salón, donde la mesa ya estaba
engalanada para tratar de apabullar al novio de Marisa. Es cierto que
no contaba con que mi alumna se presentara con un miembro de la más
alta sociedad de la ciudad, pero me había esforzado a conciencia en
la colocación de los platos y los cubiertos para dar la mejor de las
impresiones al desventurado muchacho. Sin embargo, el trabajo que
había hecho para intimidar de cierta forma a quien se iba a follar a
Marisa, había resultado en una discreta aprobación de Pablo, más
que acostumbrado a ese nivel de preparación.
Eché una última ojeada a la
presentación de la mesa para cerciorarme de no haber olvidado nada.
Copa para vino, para agua, los diferentes tenedores para los
distintos platos, la correcta colocación dentro del protocolo...
todo en su sitio. Suspiré aliviado, lo último que deseaba era que
Pablo pudiera tratar de ejercer su arrogante superioridad por una
mala distribución en la mesa.
Nos sentamos en la mesa y
comencé a sacar los platos.
–Cariño... ¿Por qué no
sacas tú los platos y que tu padre descanse, que habrá estado
cocinando toda la tarde y estará cansado? -pidió Pablo cuando puse
el primero de ellos, el suyo, sobre la mesa.
–No te preocupes, Marisa. Yo
los saco -respondí rápidamente, sintiendo un pinchazo en el pecho
al ver cómo alguien que no era yo daba órdenes a mi putita
particular. Por un momento, estuve tentado de ordenar a Marisa que se
desnudara como siempre hacía en casa, para disfrutar de la cara que
pondría su estirado novio, pero no podía hacerle eso a mi pequeña.
Le había costado un mundo reunir el valor para presentármelo
después de un año conociéndolo y no podía hacer que el primer
novio que trajera a casa la repudiara por mi culpa.
Me dolió que Marisa me
acompañara a la cocina a por los otros dos platos. Le había hecho
caso a Pablo y no a mí.
–¿Qué
te parece? -me susurró mientras cogía el plato de su filet
mignon,
que aunque no aparentaba tan apetitoso como el de la foto del libro
de recetas del que lo había sacado, bien podría haber salido de la
cocina de cualquier restaurante. Estaba muy orgulloso de mi obra.
–¿Te gusta? -pregunté
directamente.
–¿Eh? Sí, claro que sí.
–¿Te quiere?
–Sí.
–¿Te trata bien?
–S-sí.
–Entonces no te debe preocupar
lo que los demás puedan decirte. Ve con él.
–Pero es que no se lo estoy
preguntando a los demás -replicó-. Te lo estoy preguntando a ti y
tú sí que me importa lo que pienses.
–Parece un buen chico -mentí,
cogiendo mi plato y dándole la espalda a Marisa.
Volvimos al salón y comenzamos
la cena, ellos sentados a un lado de la enorme mesa y yo al otro. Con
un par de copas de vino, Pablo no me parecía tan insufrible.
Incluso, cuando servimos los segundos, entablamos una animada
conversación sobre literatura en la que Pablo se mostró como un
brillante tertuliano. Lo cierto es que era un tema sobre el que
compartíamos muchos gustos y, aunque Marisa estaba muy activa al
principio de la conversación, a medida que fuimos hablando en temas
más especializados sobre los que no disponía de tanta información,
se fue quedando callada para observarnos admirada.
De algún modo yo también me
estaba sorprendiendo con Marisa. Había usado correctamente todos los
cubiertos y copas, incluso había dejado tenedor y cuchillo encima
del plato como marcaba el protocolo una vez hubo acabado, como si
ella misma viniera de la familia Villaescusa. Estaba claro que los
padres de Pablo ya la conocían y que ella también se había
preparado a conciencia para agradarlos.
De pronto, la joven dio un
respingo y Pablo interrumpió nuestra ponencia mientras el tema iba
saltando de Neruda a Gabriel García Márquez.
–¿Estás bien, pequeñaja?
-preguntó Pablo.
–Sí, sí... perdón... que se
me había atragantado algo.
Yo la observaba con una sonrisa
de oreja a oreja que borré en cuanto Pablo se volvió a girar hacia
mí. No hubiera querido, por nada del mundo, que su novio se hubiera
enterado por mi semblante de que estaba acariciando el chochito de
Marisa con el pie por encima de las bragas.
Marisa me miraba aterrada en un
principio, aunque cuando el primer suspiro salió de sus labios,
aceptó el juego y volvió a observar nuestra charla fingiendo
atención. Sin embargo, sus sentidos estaban puestos en ese pie
desnudo que se había colado por debajo de su falda y sobaba sus
braguitas.
–Ajá... aham... -Me divertía
horrores la escena. Mi alumna parecía darle la razón a Pablo cada
vez que hablaba, pero el rubor de sus mejillas y su respiración
ligeramente acelerada, me demostraban que el causante de esas
interjecciones era yo.
Antes de los postres, Marisa se
excusó y se fue al baño, y fue en ese momento, al quedarme a solas
con Pablo, cuando fui consciente de algo de lo que me había
percatado cuando entraron por la puerta pero que aún no había
llegado a asimilar. El aura de Marisa no había cambiado. Nunca lo
haría. Era la de Pablo la que interfería en ella. El benjamín de
los Villaescusa portaba con él una sensación agria, una nube llena
de oscuridad y preocupaciones, era parecido a ese sentimiento que uno
tiene cuando de pronto le caen nuevas responsabilidades que no sabe
si va a poder cumplir. Como me pasó a mí cuando me vi en mi primera
clase en la Universidad o como cuando murió Amparo, Pablo llevaba
sobre sus hombros un peso importante y quizá era esa sombra de
responsabilidad que entraba tanto en conflicto con su juventud lo que
me había repelido de él en un primer momento. Estaba claro que no
era fácil ser un Villaescusa. Más cuando sabes que eres el pequeño,
que tu hermano mayor heredará la dirección del diario, que tu
hermana, la mediana, se hará cargo de la fundación, y que tú,
tendrás que esforzarte para no quedarte atrás, por mucho que tus
padres puedan ayudarte en ese momento a estudiar o a escoger un
camino.
–Ayer empecé a leerme su
segundo libro -dijo de pronto Pablo.
Me molestó la interrupción. En
ese momento quería esforzarme en escuchar y no precisamente al novio
de mi Marisa, sino a ella. Estaba seguro de que se estaría
masturbando en el baño. Tal vez solamente con las braguitas
apartadas a un lado para que no interfirieran con sus dedos. Tal vez
se las había bajado hasta los tobillos y se abría de piernas sobre
el inodoro mientras se frotaba compulsivamente el clítoris. Lo más
seguro, por lo mucho que la conocía, es que no llevara puestas ni
bragas ni falda y estuviera apoyada sobre el borde de la bañera, de
rodillas en el suelo, penetrándose con sus dedos tanto por el coño
como por el culo.
Sin poder evitarlo, la polla se
me endureció en los pantalones mientras Pablo comentaba obviedades
sobre mi segunda novela.
–No te la termines. Es una
mierda. Mi editor me presionó demasiado para tenerla a tiempo -le
confesé. Era cierto. Si bien no consideraba mi primera novela un
clásico de la literatura, siempre me había causado orgullo. Este
segundo libro trataba de ser una continuación de aquella primera
novela negra, metiendo de nuevo al protagonista en otra complicada
trama de crímenes, pero el argumento era bastante más que endeble
en algunos momentos. A pesar de que seguí las indicaciones y
consejos del editor, o quizás precisamente por ello, las posteriores
lecturas de mi propio libro solamente me trasladaban una
descoordinada serie de escenas de sexo y de asesinatos que se acababa
resolviendo por pura chiripa.
–Ja, ja, ja -rió Pablo-.
Menos mal que lo ha dicho usted, porque no sabía cómo decirle que
me parecía muy inferior a la primera.
Primera regla cuando hables con
un autor. Da igual lo que él te diga de sus textos. Tú no puedes
decirle a la cara que son una mierda. Escribir no es fácil, y si tú
no puedes hacerlo mejor, o por lo menos explicarle cómo hacerlo
mejor, te callas.
Fulminé a Pablo con la mirada
de tal manera que hasta dio cierto respingo hacia atrás. Hasta un
egocéntrico como él sabía admitir cuándo se había pasado veinte
pueblos.
–Voy a por los postres
-escupí, masticando las palabras. No es que la frase de Pablo me
hubiera molestado tanto. Es que me había molestado lo suficiente
como para abandonar mis pensamientos de Marisa masturbándose y eso
sí que me molestaba.
Marisa volvía por el pasillo
cuando yo salía del comedor.
–¿Te has corrido? -le susurré
al oído, con una sonrisa perversa, antes de que volviera a entrar.
–Eres un cabrón... mañana
cuando no esté Pablo te vas a enterar.
–Te guardaré las esposas para
entonces.
Ella volvió al salón tras
sufrir un leve escalofrío y yo pasé a la cocina.
Seguimos hablando durante los
postres, incluso los invité a quedarse viendo alguna película en el
salón, pero ambos alegaban estar cansados y yo le había dado
permiso a Marisa para que pernoctaran ambos en casa.
Mientras avanzaban por el
pasillo, Pablo agarraba a Marisa del brazo, en un gesto más propio
de un policía llevando a un detenido que el de un enamorado con su
chica.
Yo no podía estar tranquilo en
el sofá, teniendo a mi alumna a escasos metros y lo más seguro a
punto de follar con su novio. Miraba el televisor sin ver, perdidos
mis pensamientos en las escenas de Marisa follando. Esos ojos que
tanto había mirado mientras me la follaba ahora mirarían a otro
hombre. Otro macho había ocupado mi lugar entre las piernas de mi
puta. Apagué la tele y subí sigilosamente al piso de arriba. Amagué
con acostarme pero, en lugar de meterme en mi habitación, me quedé
en la puerta de la habitación de Marisa, escuchando los susurros que
surgían, casi inaudibles.
–Pablo... nos puede escuchar.
–Ha cerrado su habitación...
si no gimes muy alto, no nos oirá.
–Yo no puedo elegir el volumen
de mis gemidos, tonto.
–Bueno... pero puedes mantener
la boca ocupada.
–¡Serás guarro! Métete eso
en los calzoncillos otra vez. No sé por qué te la hice la primera
vez. Eres muy pesado.
–Joder, nena, es que lo haces
muy bien. Nunca me han chupado la polla tan bien como tú.
–¿Y cómo tengo que sentirme
con eso?
–Perdona, cielo... ya sabes
que me vuelves loco, que te quiero, que te amo con locura... y es que
te tengo tan cerquita que no voy a poder aguantar toda la noche con
tu cuerpo aquí pegado al mío...
Estaba claro que iban a acabar
follando. En ningún momento Marisa había dicho que no y en
cualquier segundo cedería a sus insinuaciones. Estaba seguro de que
no sería la primera vez que lo hacían, pero sí la primera en mi
casa, en mi hogar, en mi territorio de macho alfa destronado. Me
sentía mal por espiarlos, pero no podía alejarme de mi alumna, no
podía irme de esa puerta sin saber si acababan follando o no. No
podría dormir imaginándomela retozando con Pablo y quién sabe qué
miles de cosas más que mi cerebro inventara para perturbarme.
–Te la chupo si antes me lo
comes tú a mí -dijo Marisa. A su voz le siguió un susurro
inconfundible de tela sobre piel. Marisa acababa de quitarse las
braguitas y presentaba su coñito sin vellos a una boca que no era
mía.
–Joder... bueno, va, porque
eres tú – respondió Pablo con cierto fastidio en la voz. Me
dieron ganas de entrar y molerle a palos. No solo porque fuera a
comerse ese coño que yo me había comido tantas veces, sino porque
era incapaz de aceptarlo y disfrutarlo como Marisa se merecía.
Hacerle un cunnilingus a mi alumna era un placer y no solo para ella.
Yo hubiera dado un brazo por poder chupar su clítoris, lamer sus
labios y beber sus flujos por todas las noches durante el resto de mi
vida. Sin embargo, ese pipiolo tenía reticencias en hacer gozar a mi
puta.
El primer murmuro de placer de
Marisa me despertó, y no solo a mí. Mi polla crecía al mismo
tiempo que mis remordimientos. No me hizo falta mucho para imaginarme
la escena que se sucedía en el interior de la habitación como si
estuviera al otro lado de la puerta, en lugar de aguzando el oído
tras ella.
Marisa abría sus piernas y
Pablo se colocaba entre ellas. Aspiraba el excitante aroma de su sexo
antes de abrir la boca y lamer la entrada de su vagina.
–Mmmm... ¡Qué bueno!
-susurró mi alumna antes de soltar un gemidito ahogado.
–Tápate la boca, no quiero
que tu padre nos escuche.
El siguiente gemido fue más
apagado aún. Marisa cubría su boca con la mano mientras Pablo
volvía a comerle el coño. Seguramente en ese momento comenzaba a
atacar su clítoris, haciendo que mi joven puttta se retorciese de
placer. Sus piernas estarían abrazando su cabeza, impidiendo que
aquella lengua se alejara de su sexo, y el lúbrico sonido que
empezaba a oírse demostraba que Pablo ya había metido al menos uno
de sus dedos en el coño al que estaba dando placer.
Marisa gemía. Aún a través de
su mano y de la puerta, su voz llegaba a mis oídos y me encendía la
sangre. Sangre que se iba acumulando en mi polla, manteniéndola
erecta y clamando por las atenciones de esa mujer que estaba siendo
follada por los dedos y la lengua de su novio, la mujer que
normalmente habría acogido con ternura mi polla entre sus manos o
entre sus piernas y me habría llevado dulcemente al orgasmo pero que
esa noche no iba a hacerlo. Si mi polla quería atenciones, otra
persona habría de dárselas. Estuve tentado de coger el teléfono y
llamar a Jazmín para que viniera y folláramos como dos locos, para
hacer que sus gemidos desde mi habitación compitieran con los de
Marisa, pero era ya muy tarde y no podía pedirle que viniera a mi
casa. De vez en cuando aún se pasaba por mi despacho para que le
hiciera el amor después de azotarla sin piedad, pero nunca había
vuelto a mi casa. Había terminado esa época igual que pronto la
acabaría Marisa. Pablo me la acabaría quitando, pero con lo que yo
no contaba es que me la quitara por más de veinte años.
–¡Oh, Dios, sigue! -gimoteó
Marisa.
Cuando me quise dar cuenta, ya
me había desabrochado el pantalón y me estaba masturbando
lentamente, tratando de imitar las suaves caricias con las que Marisa
lo hacía. Caminé silenciosamente hasta el baño y cogí algo de
papel. Los remordimientos por espiar a mi alumna y a su novio
teniendo sexo no habían desaparecido, pero sí que habían sido
sepultados por completo por una necesidad mayor, la de calmar a mi
polla hinchada de cachondez.
Cuando regresé, los gemidos y
jadeos de Marisa se habían hecho más ostentosos. Seguramente, si
dejaba la puerta abierta, los podría haber escuchado desde mi
habitación. Pero no quería. Me quedaría allí, tratando de
enterarme de hasta el más mínimo susurro para que las imágenes de
mi cabeza no perdieran la nitidez que en ese momento tenían.
Marisa apretaba con ambas manos
la cabeza de Pablo hacia su coño, sus piernas apresaban su cara y la
lengua del muchacho se enredaba en el delicado capuchón de mi alumna
mientras no dejaba de follársela con los dedos.
Yo continuaba masturbándome,
arriba y abajo, sin pausa pero sin prisa.
–¡No! -se quejó Marisa
amargamente-. Sigue, vuelve abajo...
–No aguanto más, pequeñaja.
Voy a follarte ahora mismo.
Casi pude escuchar el sonido de
una polla erecta abriéndose paso por el coño inundado de la joven.
Los gemidos de Marisa se trocaron en una serie de besos lascivos y
desesperados, mientras los muelles de la cama empezaban a chirriar
quedamente.
En todos los años que
llevábamos en esa casa, nunca me había follado a Marisa en su cama.
Solamente una vez había escuchado sonar esos muelles y fue una noche
en la que me desperté a solas en mi cama para luego descubrir a
Marisa y Jazmín dando rienda suelta a sus pasiones en esa
habitación. La fiesta la acabamos los tres en la cama grande, pero
antes me había quedado un par de minutos observándolas y
excitándome, en una sesión de espionaje mucho menos execrable que
esa que yo estaba llevando a cabo. No fue hasta que Jazmín, mientras
se retorcía de placer con los dedos de Marisa en su coño, me vio,
que yo me uní a la lésbica pareja y nos fuimos a mi habitación.
Los jadeos de Pablo ocultaron
por un momento los de Marisa. Hice un esfuerzo por desechar los de él
y centrarme en los de ella y seguí pajeándome.
–Sigue... sigue... sigue..
-rogaba Marisa mientras sus caderas chocaban con las de Pablo.
–Oh, pequeñaja... qué buena
eres... qué bien lo haces... me voy a... me voy a...
–No, no... aguanta un poquito,
aguanta, por favor...
Marisa, como siempre hacía cada
vez que necesitaba acelerar su orgasmo mientras follábamos,
introdujo su mano entre los dos cuerpos y comenzó a frotarse
enloquecidamente el clítoris. Yo aceleré mi sibilina paja,
recostado en la pared, mientras escuchaba los gemidos de Marisa y los
jadeos y resoplidos de Pablo mientras follaban.
–Los pechos, chúpale los
pezones... -dije para mis adentros, igual de ansioso que Pablo de que
Marisa se corriera.
–Ya... ya... -gimió el
chaval.
–Sigue, que ya estoy, sigue,
sigue, siguesiguesiguesigueeeee... ¡Yaaahhh!
Pablo se corrió primero y
Marisa le siguió. Yo también lo hice. En mi ensoñación sexual,
reaccioné justo a tiempo de colocar el papel ante mi glande y
recoger con él los múltiples trallazos de semen que surgieron de mi
polla.
Me sentí agotado. La sensación
de culpa, una vez calmada mi polla, regresó con más fuerza.
Mientras la pareja recuperaba la respiración, me marché de nuevo a
mi habitación, esmerándome en no hacer ruido al cerrar la puerta
tras de mí.
Tiré el papel al inodoro de mi
baño y me dejé caer en la cama.
A pesar de mi cansancio, no
conseguía conciliar el sueño. Sentía sobre mí el peso de saber
que Marisa no tardaría en abandonarme. No podía dejar pasar el tren
de vida que le ofrecía Pablo. A su lado, tendría lo que quisiera.
Al mío, ya solo le podía ofrecer amor y sexo.
Mi trabajo en la Universidad
pendía de un hilo después de que mis duras críticas durante años
al Partido Socialista se volvieran en mi contra tras su victoria en
las elecciones generales del año anterior. El rector de la
Universidad había cambiado hacía poco tiempo, y su pertenencia al
Partido era un gran factor en contra a la hora de renovarme el
contrato. Además, no confiaba mucho en las ventas de mi segunda
novela, por lo que podían venirse unos años algo complicados para
mí y Marisa si finalmente se quedaba conmigo.
En esas estaba maquinando mi
mente cuando escuché abrirse la puerta. Bajo el dintel apareció
Marisa, directamente desnuda.
–¿Marisa? -No estaba
completamente seguro de que no fuera una creación de mi mente para
combatir mi soledad.
–Pablo ya se ha dormido...
quería verte -musitó mientras se acercaba a la cama-. ¿Nos has
estado escuchando?
Intenté hacerme el ofendido
ante la nada velada acusación pero no pude. Simplemente la seguí
mirando en silencio mientras le hacia hueco a mi lado en la cama.
–¿Me quieres? -pregunté
mientras se tumbaba junto a mí, y la calidez de su cuerpo me iba
inflamando el alma.
–Sí -Me besó-. Pero a él
también.
–Entonces no dudes más,
Marisa. Es tu hombre.
Marisa se volcó sobre mí y
pude notar su sexo ardiente sobre el mío, que reaccionó en pocos
segundos.
Tras unos breves besos y
caricias, mi polla estaba lo suficientemente erecta para entrar por
su sexo mojado sin ninguna dificultad.
–¿Ha usado condón?
-pregunté.
–Siempre lo usamos. Dice que
es mucho mejor que la píldora.
Marisa suspiraba con mi polla en
su interior, me cabalgaba lenta y suavemente, mientras yo acariciaba
sus pechos con ternura. Esos mismos pechos que, estaba seguro, no
recibían de Pablo el tratamiento adecuado.
Parecía que el morbo de poder
ser descubiertos nos daba alas. A pesar de que su novio seguía
dormido como un tronco, podía despertarse y no ver a Marisa a su
lado. Claro que siempre le podía decir que estaba en el baño de mi
habitación.
–Fóllame. Como siempre -pidió
ella, sin dejar de botar sobre mí.
–Fóllame. Como si fuera la
última vez -pedí yo.
Sonriendo condescendientemente,
Marisa se inclinó sobre mí y me besó. Mientras nuestros labios y
lenguas se unían, sin dejar de follar, la agarré de las muñecas y
acerqué sus manos al cabecero de la cama.
Dos “clics” sonaron y ella
abandonó sorprendida el beso y miró a sus manos, encadenadas ahora
a la cama.
–Te dije que te guardaría las
esposas.
–Nunca te olvidaré, Marcos.
Nunca.
Me besó con pasión mientras
seguíamos follando. A pocos metros de nosotros, su futuro marido
dormía sin enterarse de nada. O, quién sabe, tal vez estaba detrás
de la puerta espiando como los había espiado yo.
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