2015
Me tomo el último sorbo de café
y dejo la foto de Jazmín y Marisa sobre el montón. Quedan muy pocas
fotos por inspeccionar, y solamente cuatro que merezcan realmente la
pena. Escojo una de ellas. La última en donde sale Jazmín, aunque
para ese entonces ya había prescindido de su alias de prostituta y
volvía a responder al nombre de Violeta. Ya solo la llamaba Jazmín
cuando me la follaba.
En la foto, las dos muchachas
muestran su culo en pompa a cámara, a cuatro patas sobre una mesa de
escritorio. En un rincón, sus ropas se mezclan en una amalgama de
colores y telas. Violeta tiene una mano marcada en rojo sobre cada
nalga y mira hacia atrás. Marisa aguarda. Reconozco la mesa aunque
ya hace años que no la veo y no puedo evitar una sonrisa al
distinguir el libro que aparece en el suelo. Las cosas solamente
habían hecho que mejorar durante los dos años que Jazmín convivió
con nosotros.
La mesa es la de mi despacho en
la Universidad. El libro, mi primera novela. Los manotazos que se
marcaban en el culo de Jazmín son míos.
Llevo la taza vacía de café a
la pila de la cocina y regreso al montón de fotos. No puedo separar
la vista de Jazmín. Si no hubiera sido por ella, Marisa se habría
ido de casa mucho antes. Es justo que le dé el reconocimiento que
merece.
Rebusco entre todas las fotos y
escojo aquellas en las que sale Jazmín, sola o con Marisa. No todas
tienen un tono erótico, aunque sí la mayor parte. Introduzco las
fotografías de Jazmín en un sobre, junto con un viejo poema
manuscrito que lleva por nombre “Huele a Jazmín”. Tengo mucho
que agradecerle a la muchachita pelirroja, aunque ya de muchachita
tenga poco. Cuando cierro el sobre, me asalta una repentina desazón
al darme cuenta de que me estoy acercando al final de la historia.
Sin embargo, eso es lo bueno de toda historia, que tiene un final.
Aunque en este, nadie comió perdices.
*****
1989
Marisa estaba ya en segundo año
de carrera. Periodismo nada menos. Sus notas de C.O.U. habían sido
espectaculares y le habían permitido cumplir su sueño. Estaba
seguro de que triunfaría como periodista. Tal vez en unos años la
vería presentando las noticias en Televisión Española. Aunque se
hablaba de que pronto habría otro canal en nuestros televisores y,
quién sabe, tal vez formase parte de ese nuevo periodismo del que
tanto se hablaba y que parecía que por fin se estaba haciendo
patente.
Obviamente, me equivocaba. Nadie
hubiera podido presagiar el giro que daría finalmente la vida de
Marisa, aunque para ello faltaba aún mucho tiempo y no quisiera
adelantar acontecimientos.
En esa época, la vida de mi
alumna era perfecta y tranquila. Iba a clases, tenía su grupo de
amigos en la Facultad, y dos veces a la semana tenía cita con la
catedrática de Psicología Clínica de la Universidad, con la que
había trabado cierta amistad y que se había comprometido a ayudar a
Marisa con sus accesos de ira descontrolada. Lo cierto es que desde
que la visitaba, no había vuelto a tener ningún problema, cosa que
me tranquilizaba y me daba buena cuenta de que Clementina no había
llegado a ese puesto por casualidad.
Jazmín, por su parte, había
dado un giro de ciento ochenta grados a su vida. Había dejado su
trabajo de puta y, con él, también había renunciado al nombre de
Jazmín. Se volvía a hacer llamar Violeta, aunque cuando nos
acostábamos yo la seguía llamando de la otra manera, y tratándola
como la puta a la que me encontré en una esquina cierta noche. A
ella le encantaba, tenía una vena masoquista que mi pequeño lado
oscuro complementaba con su suave sadismo. Con ella me permitía los
golpes, azotes y rudezas que no me atrevía a usar con Marisa.
La ex-prostituta había
encontrado un trabajo de camarera en el bar de un amigo de Juan
Benito y, empujada por nuestros ánimos, había comenzado un curso de
Peluquería y Estética en una academia. Como su madre, tenía
afición y talento para la peluquería, únicamente no quería acabar
enclaustrada en el pueblo como ella. El camino se empezaba a allanar
para mis dos jóvenes alumnas.
Quedaba yo. Hacía menos de un
año que había terminado mi primera novela y cuatro meses después
de aquello ya estaba en las librerías de toda España. Había
logrado dos premios menores y un accésit en un importante certamen
nacional, lo que le había dado un poderoso empujón a las ventas. Mi
editor estaba encantado conmigo, lo que, desgraciadamente, no quitaba
de que fuera una mosca cojonera presionándome para que acabara la
segunda, de la que solamente tenía bocetos y esquemas, mientras yo
le daba largas. A pesar de que los ingresos estaban siendo
cuantiosos, había ocurrido lo que más temía. Me había vuelto
relativamente conocido y con esa fama llegaba la presión. De todos
modos y a pesar de aquello, habían sido unos años fáciles en los
que me había dedicado en cuerpo y alma a disfrutar de mis pequeñas
putas.
Alguien tocó a la puerta de mi
despacho, sacándome del particular ensimismamiento en que entraba
cada vez que, como entonces, me enfrentaba a mi peor enemigo, mi
Hispano-Olivetti con una hoja completamente en blanco. Llevaba
diez minutos sentado ante la máquina de escribir sin ser capaz de
poner una sola palabra en ese folio que parecía mirarme
socarronamente.
–¡Adelante! -gruñí, dándome
por vencido. Temí que jamás lograse culminar una segunda novela.
La puerta se abrió y entró
Violeta, más alegre que de costumbre.
–Mira lo que acabo de
encontrar en una librería de aquí al lado -dijo levantando la mano
derecha.
En esa mano llevaba dos libros,
uno evidente más grueso que el otro. Reconocí el mayor al instante,
era mi novela. Jamás imaginé que podía llegar a escribir una
novela negra hasta que los personajes y las ideas comenzaron a surgir
tres años atrás. Pero ahí estaba el resultado. “El Pacto
Barranco”, una enrevesada historia de crímenes y sexo que se había
posicionado entre los diez libros más vendidos del año en España
en solamente cuatro meses. Años antes, el libro, por sus tórridas
escenas y la insinuada relación homosexual de una de las
protagonistas, no habría siquiera llegado a pasar por la Censura, el
propio editor la habría escondido en el más oscuro de sus cajones y
se habría olvidado del tema. Pero finalmente, la Censura había ido
perdiendo poder progresivamente y las editoriales se habían vuelto
mucho más osadas, ansiosas de prestarle al lector algo que ansiaba
por el mero hecho de que llevaba cincuenta años prohibido.
Sin embargo, era el otro librito
el que llamó mi atención. Una sonrisa de oreja a oreja cruzó mi
rostro cuando finalmente lo reconocí. No necesité mirar la portada
para recitar el título: “Silencios y Voces y otros poemas de
Marcos Solís Regueiro”.
–¿Dónde has encontrado eso?
–En librerías París. Lo
tienen justo al lado del nuevo.
–No me jodas... creí que los
habrían quemado todos... o se lo habrían dado de comer a los
cerdos. No sirve para otra cosa... -reí, a pesar de que, sin duda,
le tenía muchísimo más cariño a mi prácticamente desconocido
libro de poemas que a la fulgurante novela.
–No me habías dicho que
habías escrito un libro de poesía, Marcos -me reprendió Violeta.
–Bah... no merece la pena...
son un montón de ripios que no valen nada.
–¿Pero qué dices? ¡Son
preciosas! “Un brazo que abraza la ausencia / De un cuerpo en la
cama / Unas lágrimas que dejan su esencia / al calor de otro sofá”
-comenzó a recitar-. “Un fuego que duró cinco lustros / Apaga su
llama, / Esquela de amores vetustos, / Fobia a la Soledad...”. ¡Me
ha encantado!
–No digas chorradas, Violeta.
No es tan bueno.
De pronto, me di cuenta de algo.
Unos años antes, recitar ese poema, leerlo o escucharlo, me habría
causado un dolor espantoso y casi me habría hecho llorar al recordar
a mi difunta mujer, Amparo. Aquel día, sin embargo, leído por la
voz aguda y basta de Violeta, no había convocado en mí más que un
leve orgullo. Por supuesto que me gustaba. Por supuesto que pensaba
que eran unos versos preciosos. Pero jamás fui un arrogante; nunca
me había vanagloriado de mi trabajo y no iba a empezar a hacerlo
ahora.
–Es del año ochenta y uno.
Aún no habías llegado al pueblo -interrumpió Violeta mis
cavilaciones-. Es decir, que no es para Marisa... ni para mí. Porque
siempre he tenido la impresión que cuando estaba en tu clase estabas
enamorado de mí, pero que nunca te atreviste a intentar nada con una
alumna. Pero bien podrías haber escrito poemas de nuestro amor
imposible...
Reí la broma de Violeta, lo
que, por un momento, consiguió hacerme olvidar de que no tenía ni
la más mínima idea de por dónde pensaba la joven dirigir la
conversación.
–Lo que nos lleva a la
siguiente pregunta -Violeta continuaba con su tono de detective
televisivo, que en una carita infantil y pecosa como la suya quedaba
bastante fuera de lugar-. ¿Me has escrito alguna poesía a mí, la
diosa pelirroja que apaga tus fuegos?
Reí y negué con la cabeza.
–No -mentí-. Además, la
diosa pelirroja lleva ya una semana dejándonos solos a Marisa y a mí
para apagar nuestros fuegos -repliqué en el mismo tono divertido.
Desde que Violeta entró en casa, las reglas habían quedado claras.
No nos debíamos ningún tipo de fidelidad, lo nuestro no era una
relación convencional, no estaban permitidos ningún tipo de celos,
follaríamos solo si nos apetecía, nunca por obligación, y cuando
llegara alguna visita a casa había que actuar como si Violeta fuera
una prima de Marisa que había querido mudarse a la ciudad y yo la
hubiera acogido para que durmiera en el sofá hasta que el trabajo le
permitiera independizarse por completo.
Afortunadamente no recibíamos
muchas visitas, porque habrían sido sospechosos los casi dos años
que llevaba Violeta “durmiendo en nuestro sofá”. Lo normal era
que durmiese en el cuarto de Marisa, nos hubiera ayudado o no a
apagar esos fuegos de los que hablábamos. Dormir con Violeta era una
tortura por culpa de sus ronquidos y sus repentinos movimientos en
mitad de la noche. Ella lo había aceptado y se “exiliaba” todas
las noches a la cama de noventa de la otra habitación, donde sus
vueltas y revueltas no amenazaban con dejarnos tuertos a manotazos a
Marisa y a mí.
Sin embargo, durante las últimas
semanas, había tenido que hacer horas extra en el bar en que
trabajaba, con lo que volvía a casa normalmente pasada la una de la
madrugada y, aunque Marisa y yo la esperábamos despiertos en mi cama
después de hacer el amor, Violeta solo entraba para saludar y se
excusaba alegando el cansancio de tantas horas de labor.
–¿Entonces no nos has escrito
nada ni a Marisa ni a mí?
Por supuesto que había escrito
poesías inspiradas en mis dos alumnas. Muchas más para Marisa que
para Violeta, y unas pocas también para ambas. “Huele a Jazmín”
había sido la última y, como las demás, escrita con la misma
tortuosa caligrafía de mi pluma estilográfica, también yacía
encerrada en el segundo cajón de mi escritorio en ese mismo
despacho.
Subconscientemente, mi mirada
resbaló hacia ese cajón. Fue solo un gesto que apareció y
desapareció en un instante, que para la mayor parte del mundo
hubiera pasado desapercibido, pero no para Violeta. Mejor dicho, no
para Jazmín.
Por muy inteligente que fuera
Marisa, siempre tendría una inteligencia inocente. Sería capaz de
decidir la mejor de las opciones que pudiera, de asimilar y tener en
cuenta cada uno de los datos que se le facilitaran, pero siempre
carecería de esa picardía que solamente tienen quienes han tenido
que luchar para sobrevivir y, aunque ya hiciera casi dos años que
había dejado la calle, aquellos seis meses habían despertado en
Violeta un sexto sentido que aún mantenía. Era capaz de captar
inconscientemente hasta el más mínimo gesto y su instinto latente
le decía qué significaba.
–¿Los tienes ahí?
En añadidura, la jovencita era
condenadamente rápida. Casi en un salto, rodeó mi escritorio y
extendió la mano para abrir el primero de los cajones.
–¡Ni se te ocurra! -Me
levanté y la agarré de la muñeca antes de que lo hiciera. No tenía
nada que esconder en ese primer cajón. Exámenes, notas, una tesina
de un alumno de último año... pero nada que pudiera comprometerme.
Sin embargo, si le dejaba abrir ese cajón, sería imposible que no
le dejara abrir el segundo sin retratarme.
Violeta
me miró a los ojos y redescubrí en ellos un brillo que hacía
tiempo que no tenían. Sonrió con su architrabajada carita de niña
mala y con la mano libre, abrió el segundo cajón. ¿Cómo había
averiguado ella tan rápido que estaban allí? No lo sé. Tal vez su
intuición, su sexto sentido, ese je-ne-sais-quoi
suyo
me habían vuelto a ganar con la gorra.
Agarré esa segunda mano cuando
el cajón ya estaba completamente abierto. “Huele a Jazmín”
asomó encima de las demás. En la centésima parte de un segundo que
tardé en empujarla hacia la pared, hasta que su espalda chocó con
el yeso quizá con una violencia excesiva pero que Violeta no acusó,
le había dado tiempo a leer el título. La acorralé contra la pared
mientras la mantenía agarrada firmemente de ambas muñecas. Nos
separaban escasos milímetros, y podía notar su respiración
caracoleándome en los labios.
–¿Es para mí? -Violeta me
miraba fijamente y aquel brillo de sus ojos no hacía más que
aumentar hasta volverse, para mí, casi tan doloroso como mirar una
puesta de sol. Más doloroso quizá, porque yo era incapaz de desviar
mi mirada de aquellas dos estrellas.
–No, es para la florista de la
esquina, también huele a jazmín -mentí con una aparente seriedad.
–No me refería a la poesía
-La carita de niña mala de Violeta se acentuó cuando presionó aún
más su pelvis contra la mía. No me había dado cuenta de que una
escandalosa erección empujaba mis pantalones hasta tomar contacto
con el vestidito rosa de Violeta.
–Depende de si hoy también
estás cansada de trabajar.
–Hoy tengo el día libre -me
respondió con una sonrisa lasciva.
Tanto Marisa como Violeta eran
capaces de despertar mis instintos más primitivos cuando y como
quisieran, pero los efectos en mí eran tan dispares como ellas
mismas. Si bien mi adoración por Marisa me impelía a tratarla como
a una diosa del Amor Tierno e Inocente a la que agasajar con
caricias, con besos y con cariño, a lo que ella respondía con un
sometimiento absoluto a mis deseos, mi reacción ante las
insinuaciones de Violeta sacaban mi lado más visceral y peligroso.
Marisa se sometía a mí a través del Amor. A Violeta la sometía
mediante la Fuerza, y eso le encantaba.
Violentamente, arrastré a
Violeta, ya milagrosamente transmutada en Jazmín por gracia y efecto
de mi excitación, hacia la mesa, obligándola a doblarse sobre ella,
poniendo su poderoso culo en pompa hacia mí.
–¡Ah! ¡Don Marcos! ¡No sea
tan bruto! -pidió ella, aunque su tono de voz decía lo contrario
que sus palabras.
Cerré con la pierna el cajón y
le subí el vestido hasta que sus braguitas azules de encaje negro
asomaron a la vista. El primer azote cayó sobre ellas.
–¡Au, Don Marcos!
Igual que ella no era Violeta,
yo tampoco era Marcos cuando follábamos. Yo era Don Marcos y
normalmente volvía a ser su profesor.
–¿Quién escribió “El rayo
que no cesa”? -La pregunta me llegó a la mente por ensalmo. Era
una de las preguntas que salvaron a Violeta de suspender Lengua y
Literatura en tercero de B.U.P.
Jazmín mordió su labio
inferior. La noté dudar, boca abajo sobre la mesa, con las piernas
colgando y el culo expuesto ante mi mano.
–Me lo sabía. Me lo sabía.
Melosabíamelosabíamelosabía... ¿Fue Machado?
El azote resonó por todo el
despacho. Tuvo tanta fuerza que la mano me empezó a picar en el
momento y estoy seguro que, de haber pasado alguien por el pasillo en
ese instante, lo habría escuchado sin problemas.
Agarré las llaves del bolsillo
y dejé a Jazmín sola por un momento sabiendo que, cuando volviera,
estaría en la misma posición, esperándome.
Cerré con llave la puerta para
que nadie nos molestase y regresé a donde estaba Jazmín. Le bajé
las braguitas hasta las rodillas y metí una mano entre sus piernas.
No tardé en comprobar que estaba completamente húmeda.
–Damos vueltas en la noche y
somos consumidos por el fuego -le dije. Si tenía buena memoria,
recordaría las clases de latín.
–¿Cómo?
-Levanté la mano, presto a descargar otro azote sobre las rotundas
nalgas de Jazmín, pero recordó en el último momento–Girum...
In girum imus nocte et... et consumimur igni.
Bajé suavemente la mano sobre
su culo y lo acaricié suavemente. Gimió cuando mis dedos se
internaron entre sus nalgas, acariciaron su ano y siguieron bajando
hasta hacerse hueco entre sus labios vaginales, empapándose con su
humedad interior. Se le contrajeron los muslos cuando toqué su
inflamado capuchoncito.
–Buena chica...
–Gracias, Don Marcos
-respondió en mitad de un suspiro.
Retiré la mano y seguí con el
examen.
–¿En qué obra aparece La
Celestina?
Jazmín dudó. Tras pensar unos
instantes, decidió que debía ser una pregunta trampa.
–¿En “La Celestina”?
-respondió, aunque con muchísimas dudas. Algo le decía que esa no
podía ser la respuesta correcta.
Golpeé con saña su culo
desnudo y Jazmín elevó un gritito de dolor. Puede que se conociera
con ese nombre, pero la verdad es que Fernando de Rojas tituló a su
obra magna como “Tragicomedia de Calisto y Melibea”.
Mi mano se marcaba sin problemas
en su nalga derecha.
–¿Quién la escribió?
-Notaba mi respiración acelerada, el corazón me latía a mil por
hora y la polla casi no me cabía en los pantalones.
–¿Cervantes?
Dos azotes, uno por nalga,
cayeron sobre su culo.
–¿Quién lideraba a los
Guardias Civiles que entraron en el Congreso para dar un golpe de
Estado?
–Tejero -contestó decidida,
aunque luego añadió-... Tejero en el 81. En 1874 fue el General
Pavía.
Acaricié nuevamente su culo y
no pude resistir más. Me desabroché los pantalones y liberé mi
verga, hinchada y erecta. La fui metiendo con suavidad en el coñito
depilado de Jazmín.
–Oh, sí... Don Marcos...
fólleme Don Marcos... -jadeó ella.
Empecé a penetrarla lentamente
pero no tardé en acelerar mis embestidas. Me incliné sobre Jazmín
mientras me la follaba para taparle la boca; sus gemidos habían
alcanzado un volumen peligroso.
Las patas del escritorio
chirriaban sobre el suelo con cada embestida, Jazmín, sin mover un
ápice su postura, comenzó a hacer trabajar los músculos de su
coño. Liberé su boca y ordené que fuera ella quien se la tapase.
Jazmín, como siempre, obedeció. Mientras me la follaba, comencé a
azotarle de nuevo el culo, con golpes mucho más suaves pero
igualmente sonoros.
Deslicé el pulgar sobre su ano
y lo fui colando. Jazmín emitía gemidos ahogados por su mano y
temblaba de cachondez. Podía notar mi polla entrando y saliendo de
su cuerpo al otro lado de la estrecha pared de carne que la separaba
de mi dedo. Me desabroché la camisa con la otra mano, estaba sudando
a mares, al igual que ella.
Alguien tocó a la puerta de mi
despacho. Solamente me detuve durante un instante, pero luego
continué. Fuese quien fuera, tendría que volver luego, cuando no me
estuviera follando a una veinteañera espectacular sobre mi
escritorio.
–Abre, Marcos, sé que estás
ahí -La voz de Marisa se sobrepuso a los gemidos apagados de Jazmín.
Me separé de la mujer con la
que estaba follando y me comencé a vestir de nuevo a pesar de las
quejas mudas de la joven.
–Métete bajo la mesa -ordené.
Me abroché de nuevo el pantalón
y la camisa y me retiré el sudor de la cara. Coloqué de nuevo la
máquina de escribir en mitad de la mesa, puesto que Jazmín la había
empujado a un lado cuando la tumbé sobre la madera, y avancé hasta
la puerta.
Abrí con la llave y Marisa me
esperaba sonriente bajo el dintel. Vestía unos vaqueros sencillos y
una blusita blanca que hacía resaltar su escote. Me giré antes de
que pudiera fijarse en el sospechoso bulto de mi pantalón y volví a
mi silla.
–Dime, Marisa, estaba
intentando escribir -dije una vez sentado.
–He acabado la sesión con
Clemen... ¿Vas a venirte a casa?
El botón de mi pantalón se
escapó de su ojal, la cremallera bajó silenciosamente y una mano
experta extrajo mi polla de los calzones.
Me arrimé más a la mesa para
impedir que Marisa nos viera.
–Aún estaré un rato más por
aquí -me excusé mientras notaba la caliente humedad de la boca de
Jazmín envolver mi verga.
Marisa sonrió, agarró mis
llaves de la mesa y fue hacia la puerta del despacho.
–¿Puedo cerrar la puerta?
-rogó inocente, mirándome a los ojos.
Una mano me acarició los huevos
suavemente y uno de sus dedos avanzó por el periné hasta mi propio
ano.
–Cierra la puerta.
La joven cerró la puerta con
llave y volvió hacia mí. En ningún momento Jazmín había dejado
de comerme la polla.
Cuando Marisa llegó a mi silla,
le señalé el hueco entre mis piernas, donde la inconfundible melena
pelirroja de Jazmín continuaba su trabajo.
–Oye... yo venía porque pensé
que te sentirías solo.
–Yo pensé lo mismo -rió la
pelirroja descansando un poco su mandíbula.
Me levanté aún con la polla
apuntando al cielo y seguramente preguntándose por qué tantas
interrupciones, para permitir que Jazmín pudiera salir del reducido
espacio. No tardaron las chicas en ponerse de acuerdo en bajarme los
pantalones y gallumbos a los tobillos y arrodillarse frente a mí.
Casi me corro en el momento en que la boca de Marisa se cerró sobre
mi polla y la de Jazmín apresaba uno de mis testículos. Me quité
la camisa, quedando prácticamente desnudo mientras las dos muchachas
se repartían mis puntos más sensibles.
La inmediata sencillez con la
que decidían compartirme era algo normal en casa, pero nunca se
había dado la ocasión fuera del hogar. Entendí que mi despacho
quedaba excluido del trato “fuera de casa, somos de la sociedad”.
Yo suspiraba extasiado con la
doble felación que recibía. Marisa se entretenía jugando con su
lengua sobre mi frenillo y agarrándome de las caderas para guardar
el equilibrio, mientras Jazmín acariciaba mis cojones con una mano y
el cuerpo de Marisa con la otra, mirándome a los ojos, divertida con
mis reacciones.
La pelirroja se sacó su vestido
y su sostén quedando completamente desnuda. Aún de rodillas, me
rodeó y se colocó a mi espalda.
Con más espacio para operar,
Marisa se sacó mi polla de la boca para obsequiarme con un largo y
lascivo lengüetazo desde el escroto al glande mientras Jazmín me
separaba las nalgas con ambas manos y comenzaba a comerme el culo.
Espasmos de placer me recorrían el cuerpo, mis manos no sabían
donde posarse y yacían inertes a ambos lados de mi cintura. No podía
más que dejarme vencer por el inmenso placer que me causaban
aquellas dos lenguas que se internaban en mi ano, que me lamían el
frenillo, que me llevaban al delirio.
–Me corro -avisé, en mitad de
un jadeo, y Marisa se apresuró a embutirse mi polla en la boca.
Los borbotones de semen la
inundaron. Entre convulsiones, me corrí en la amorosa boca de mi
alumna mientras Jazmín me acariciaba los huevos desde atrás sin
abandonar su beso negro.
–Subíos a la mesa -Ordené a
mis dos alumnas.
Violeta obedeció al instante y
ayudé a Marisa a desnudarse mientras recobraba mi respiración.
Las dos se pusieron a cuatro
patas sobre la maciza mesa de roble después de dejar mi máquina de
escribir en el suelo. Dos culos, cuatro nalgas, dos sexos asomándose
incitantes entre las piernas... y todo para mí.
Amasé cada uno de los
atractivos panderos que tenía a la altura de la nariz. Besé uno y
luego otro. Acaricié cada sexo con una mano y la humedad fue
impregnándomelas lentamente. Mordí a Jazmín en una nalga y se le
escapó un gemido de placer. Repetí, tras dudarlo, el gesto con
Marisa, y su cuerpo se contrajo. No se quejó, el trabajo en las
sesiones con Clementina, la catedrática de Psicología, se volvía
más evidente, aunque seguía quedando claro que Marisa no disfrutaba
de aquello, al menos no tanto como Jazmín.
Un suave beso en el mismo lugar
del mordisco fue mi forma de pedir perdón. Dos dedos de cada mano se
internaron en los coñitos de mis alumnas. Violeta echó sus caderas
hacia atrás para que la penetración fuera más rápida y profunda
mientras Marisa simplemente se quedaba quieta.
–No te he dicho que te muevas
-repliqué a la pelirroja, antes de castigarla sacando los dedos y
propinándole un azote que hasta Marisa habría aceptado de buen
grado. Las nalgas de Violeta estaban rojas de los azotes anteriores,
y se marcaban claramente tanto la palma como los cinco dedos.
–Perdone, Don Marcos, no lo
volveré hacer hasta que me lo pida -murmuró disculpándose.
Volví a masturbarla sin más,
igual que hacía con Marisa. Los gemidos de ambas se entremezclaban
en la habitación, creando una tercera voz que no era ni la de una ni
la de otra sino una mixtura de ambas, igualmente lasciva.
Seguí penetrándolas con mis
dedos durante un buen rato, tratando de equilibrar la cachondez de
ambas, reduciendo la velocidad cuando veía que alguna se aceleraba
demasiado en su lujuriosa carrera al orgasmo. Con eso conseguí sin
proponérmelo que incluso los gemidos fueran a la par. A cada sonido
de placer de una le seguía el de la otra y viceversa.
Las llevé a las puertas del
orgasmo y saqué los dedos a pesar de sus quejas.
–No os mováis -ordené
mientras rebuscaba en el último de los cajones de mi escritorio.
No sabía qué extraño
pensamiento había cruzado por mi mente cuando me decidí a llevarme
la cámara a la Universidad, quizás hacerme una copia rápida de
algunos documentos, pero allí estaba la vieja Polaroid, deseando de
nuevo fotografiar aquellos maravillosos cuerpos femeninos desnudos.
–Por favor, Don Marcos, dese
prisa -rogó Jazmín, y la palmada por hablar más de la cuenta no
tardó en llegar.
Aún no se había disipado
completamente el eco del azote cuando tomé la cámara en mis manos y
apunté a aquellos dos culos de infarto. La morena aguardaba,
manteniendo su postura, mientras Violeta miraba hacia atrás forzando
ligeramente su cuello.
Había suficiente luz, la que se
colaba a través de las leves cortinas del despacho a pesar de que la
tarde estaba a punto de agonizar, pero de todas formas activé el
flash.
El fogonazo inundó la
habitación y con él, el sonido del obturador. Mientras la cámara
extraía mi obra, volví a acariciar ambos culos con devoción,
entreteniéndome sobre todo en la entrada de sus sexos.
Finalmente, la foto ennegrecida
surgió, y mientras magreaba una nalga con una mano, con la otra
agité la imagen hasta que los colores fueron saliendo a la luz.
–Estáis preciosas -dije
sonriendo, dejando la fotografía al final de la mesa, entre ambas,
para que pudieran contemplarla.
–¡Qué culazo tienes,
Violeta! Ya me gustaría a mí tener uno así -dijo Marisa al
compararlo con el suyo en la instantánea.
Cuando quise darme cuenta de lo
que hice, el azote ya estaba dado. Marisa se quejó y miró hacia
atrás, acusadora.
–Tienes un culo perfecto. Y el
que te diga lo contrario, miente o es gilipollas.
Marisa mudó el semblante y
sonrió mientras Violeta me daba la razón. Agitó suavemente su
culito, llamándome, y lo besé con cariño.
–Tumbaos boca arriba.
Ambas lo hicieron, una al lado
de la otra. Ahora podía ver aquellos dos coñitos lampiños, jóvenes
y hambrientos que casi parecían clamar por una polla que los
llenara.
Me decidí por el de Jazmín. No
en vano, era ella la que más tiempo llevaba en el despacho. Abrí
sus piernas y me coloqué entre ellas. El coño me quedaba ligeros
milímetros demasiado arriba, pero lo solucioné apoyando una de mis
rodillas en la silla.
–¡Oh, Dios, sí! -gritó
Violeta al sentirse llena de mi hombría.
Comencé a amasar uno de sus
grandes pechos mientras me la follaba, y con la mano que me quedaba
libre, agasajé a Marisa con eróticas caricias sobre su coñito
calvo.
Volví a introducir dos dedos en
su interior húmedo mientras a su lado Jazmín se apretaba los
pechos, poseída por la cachondez. Marisa respondió a la intrusión
con un gemido, al que le siguió otro cuando busqué su punto G
doblando mis dedos dentro de ella.
Me resultó complicado acompasar
mis envites al coño de Jazmín y la masturbación a mi otra alumna,
pero una vez logrado, los tres nos dedicamos a disfrutar. Las jóvenes
entrelazaron sus manos mientras me las follaba, en un gesto fraternal
que lejos de parecerme fuera de lugar, me excitó aún más que casi
cualquier caricia entre ambas.
Al contrario de lo que había
pensado, Marisa fue la primera en correrse, tras lo que saqué los
dedos de su interior y amplié el área de mis caricias sin dejar de
follarme a Jazmín.
Jazmín se corrió en el mismo
momento que uno de mis dedos entraba por el ano de su compañera. En
los últimos años, Marisa había acabado aceptando de buen grado el
sexo anal, aunque siempre con unos preliminares extensos que, sin
embargo, en esta ocasión habían sido mucho más exiguos.
El dedo se coló hasta el fondo
por su culo y Jazmín, jadeando y resoplando por el reciente orgasmo,
agarró mi mano y la llevó al lugar que había dejado vacío mi
polla tras lograr que se corriese. Casi iba a preguntar “¿Y yo
qué?”, por masturbarlas a ambas mientras mi polla carecía de
atenciones, cuando la propia Jazmín se adelantó a mis deseos y,
aferrándome la polla suavemente, la dirigió a la entrada de su ano.
No necesité más explicaciones.
Mi polla fue entrando lentamente en su recto mientras la pelirroja
siseaba aguantando lo mejor posible las molestias.
–No pares -musitó, con la voz
convertida en casi un ronroneo, Marisa. En el acto de penetrar el
culo de Jazmín, me había llegado a olvidar de mi dedo, inmerso en
otro ano.
Extraje el dedo corazón del
interior de Marisa y lo sustituí por dos, el anular y el meñique,
mientras el corazón y el índice se abrían paso en el anegado coño
de mi alumna.
No tardamos en corrernos los
tres de nuevo. Jazmín mientras la sodomizaba, yo impulsado por sus
contracciones, y Marisa poco después, mientras yo le comía el coño
sin dejar de dedearle el culo y su compañera lamía lascivamente sus
pezones.
–Entonces... -le dije a
Violeta mientras nos volvíamos a vestir. ¿Quién te folla mejor, yo
o tu novio?
La pelirroja palideció un poco,
lo que hizo que sus pequitas resaltaran más sobre su rostro.
–¿Cómo... cómo sabes que
tengo novio? ¿Se lo has contado? -acusó a Marisa.
–Ey, ey, ey... yo no le he
dicho nada -mintió. Lo cierto es que me lo había acabado confesando
unos días antes-... pero tantas “horas extra” al final son
sospechosas -se defendió la morenita.
–Disfruto más contigo,
Marcos... y con Marisa -añadió con una mirada tierna a su
compañera-. Pero tú siempre has dicho que esto es eventual, que no
puede ser para siempre, que tenemos que hacer nuestra vida fuera de
casa y...
–Ya, ya, ya, ya -la calmé-.
No te estoy echando nada en cara, Violeta, me alegra muchísimo que
tengas alguien de quien enamorarte. Y si te cuida bien y le quieres,
no te lo pienses más.
Con una sonrisa, Violeta se
acercó a mí, me dio un tierno beso en los labios, otro idéntico a
Marisa, cogió sus (mis) libros y. tras abrir la puerta, se giró
para decir algo más.
–Lo hace... lo hacemos. Nos
queremos. No tardaré en presentártelo. Y estoy segura de que Marisa
no tardará en presentarse al suyo.
Dicho esto, sacó la lengua de
forma burlona a Marisa y salió con un femenino contoneo de caderas
que, por lo que sé, hizo que más de un docente se girara para ver
cómo se alejaba aquel prodigioso culo por el pasillo .
–Y... ¿Cuándo pensabas
decírmelo? -pregunté a Marisa divertido.
–Después de que folláramos
hoy -respondió alegre-. Para eso había venido yo sola.
–Pues... ¿Cómo es?
–No, no... las preguntas
después de follar. Que hoy solo te has follado a Violeta.
Fue de nuevo hacia la puerta, la
cerró con las llaves que había dejado puestas la pelirroja y,
mientras se giraba, ya se estaba volviendo a desnudar.
Jamás un despacho de un
profesor de la Universidad vio tanto sexo, vicio y depravación como
el mío. Fue la primera vez que lo hicimos allí, pero no sería la
última. Marisa me obsequió con tres años más de lujuriosas
visitas a mi despacho, todo el tiempo que duró su carrera.
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