2015
El cigarrillo se consume en el
cenicero. Había olvidado que me lo había encendido tras las dos
primeras caladas y ahora casi toda su longitud se ha tornado en un
gris reguero de ceniza que, en el círculo de cristal que es el
cenicero, parece una saeta marcando la hora en el reloj. La hora...
miro mi “Omega” de pulsera y sonrío tranquilo. Hace tiempo que
ha amanecido pero aún me quedan, al menos, un par de horas para
salir de casa. Tengo dos horas para rememorar siete años de mi vida.
Demasiado poco para tanto tiempo, aunque quizás me sobre. No quedan
ya tantas fotografías por inspeccionar. La “Polaroid” tuvo unos
años muy tranquilos en los que solamente la sacaba para ocasiones
especiales. Especiales y cada vez más especialmente eróticas.
Devuelvo la foto de Marisa con
su collar de perro al orden cronológico que le corresponde y me
entretengo en buscar la que sigue a la foto del autobús entre el
pequeño montoncito que resta. Cuando la encuentro, mi polla da un
respingo; la primera foto de Marisa con el coño depilado. Una de las
pocas en que no salen sus ojos. Le encantaba mirar a cámara, y
seguro lo hubiera hecho de haber podido. Pero el pañuelo sobre sus
ojos, única prenda de tela sobre su cuerpo desnudo, se lo impide esa
vez. Me regodeo en cada detalle de la foto. Las manos y los pies de
Marisa, atados cada uno a una de las patas de la cama, convierten su
cuerpo en una lasciva equis, cegada y desnuda, sobre las sábanas de
raso.
Vuelvo atrás entre las fotos,
recupero la primera, la de ella durmiendo apaciblemente en la cama
del pueblo y la comparo con esta. “Marisa... ¿En qué te
convertí?” me pregunto interiormente a sabiendas ya de la
respuesta.
–En mi puta, Marisa. Te
convertí en mi puta -concluyo, en el silencio inquieto de mi casa,
de nuestra casa, de nuestra antigua casa, sobre el tembloroso
despertar de la ciudad.
*****
1987
–¡Ya estoy en casa!
La vivacidad de Marisa era
contagiosa y se extendía por el aire como una nube que la rodeaba
desde muchos metros a la redonda de su cuerpo. La muchacha tímida,
cohibida y temerosa que había entrado en mi casa una noche de lluvia
se había convertido en una joven extrovertida y alegre que irradiaba
positivismo y cuya ausencia era desoladora. El día era gris desde el
mismo momento en que nos separábamos, y no se teñía de color hasta
que aparecía de nuevo a mi lado.
Como era costumbre, yo había
llegado antes a casa tras mis tres horas de clase diarias y me había
tocado lidiar con la soledad mientras la esperaba. El ambiente era
distinto cuando ella no estaba, de tal forma que casi podía anunciar
su llegada antes siquiera de que tocase al timbre; era como si mi
densa nube de soledad se disipara, quizás empujada por la brisa
alegre y vivaracha que iba con Marisa a dondequiera que fuese.
Durante todos estos meses, la
relación con mi joven alumna se había normalizado bajo su sistema.
Fuera de casa podíamos ser dos solteros empedernidos, que no debían
lealtad a nadie y que solamente avisaban de sus planes si iban a
interferir con la cena. Pero nuestra casa era nuestro templo del
pecado. Continuábamos con la regla de andar desnudos por casa, algo
que se agradecía en verano pero que se tornaba un gasto extra en
calefacción en invierno. La visión del cuerpo adulto de Marisa, sin
embargo, compensaba cualquier desembolso. Únicamente si invitábamos
a alguien a casa nos comportábamos como un padre y una hija
normales. Vestidos, alegres, cariñosos, pero nunca incitantes, algo
totalmente distinto a lo que vivíamos a solas.
–¿Sabes, Marcos? -decía
Marisa desde el recibidor, mientras se desnudaba–Mañana por la
noche voy a salir con mis compañeras de clase, que han preparado una
fiesta...
El deje en sus palabras no era
el común. Yo sabía por qué, pero quería jugar con ella.
–Perfecto, no hay problema.
¿Asistirán chicos también a la fiesta?
–Jo, Marcos, no me agobies, ya
sabes que... Lo he intentado, pero ninguno vale la pena de momento.
–Sí, sí, lo sé... era
solamente curiosidad -me disculpé.
Pensé que la situación era al
menos irónica. El “padre” insistiendo a la “hija” a que se
arrimase a los chicos de su edad y ella, mientras tanto, mostrando
reticencias.
–Pues eso, que vamos a salir
mañana y necesito algo de dinero, que quiero invitarlas al menos a
una copa.
Marisa entró desnuda en la
cocina en la que yo andaba trasteando, me dio un tierno pico en los
labios y se me quedó mirando como si esperase algo. Obviamente, yo
sabía qué estaba esperando, pero, como antes, quería mantener el
juego.
–Vale, sin ningún problema
-dije, saliendo de la cocina en dirección al comedor pero
deteniéndome en el pasillo, esforzándome por mantener mi papel de
padre-. Marisa. No dejes tu ropa tirada en el suelo. Llévala a tu
cuarto.
–Marcos... -refunfuñó ella,
siguiéndome, cada vez más entristecida.
–A tu cuarto -dije, poniéndome
firme aunque en mi interior me costaba un mundo contener la risa, o
al menos la sonrisa.
–¿A mi cuarto o al nuestro?
-musitó con picardía.
–Al tuyo.
Con un mohín de disgusto,
Marisa se agachó a por la ropa mientras yo la observaba. Su coñito
se asomó entre las piernas, cubierto de una espesa mata de vello
rizado. No pude evitar estremecerme al observarla en pompa, con sus
dos agujeros expuestos ante mí.
Visiblemente molesta, Marisa
recogió su ropa y se dirigió a su habitación. La seguí mientras
sonreía divertido.
–Ya est... ¡Oh! -La joven se
sorprendió al ver la enorme caja de regalo sobre la cama.
Obviamente, la cama estaba hecha. Se mantenía sin usar desde la
segunda noche en esa casa; Marisa siempre dormía a mi lado.
–Feliz cumpleaños, tonta
-dije sonriendo, apoyado en el marco de la puerta.
Marisa nos miraba de hito en
hito al regalo y a mí, como sin saber a qué acercarse primero. Fui
su elección.
–¡Gracias! -dijo un instante
antes de estamparme un soberbio beso en la boca. Un beso en el que se
esmeró, lamiendo, chupando y mordisqueando mis labios,
interrumpiéndose únicamente para decir “gracias” unas cuantas
veces más.
–¿En serio creías que me
había olvidado, tontorrona?
–Sí... bueno, no... ay, no
sé... ¿Qué es? ¿Qué es? -inquirió, esta vez sí, acercándose a
la caja blanca con un enorme y pomposo lazo rojo que la decoraba.
–No sé... Ábrelo.
–¡Oh, por Dios! ¡Es
precioso! -dijo tras rasgar el papel de regalo y abrir la caja.
De la caja extrajo un carísimo
vestido de noche, rojo con lentejuelas, con un sugerente escote que
se ajustaría como un guante, al menos así lo esperaba yo, al
hermoso cuerpo de Marisa.
–Pruébatelo, a ver cómo te
queda. Así mañana te lo puedes poner.
No me equivocaba. O mejor dicho
me equivocaba, pero porque el resultado era mil veces mejor que lo
que yo hubiera imaginado. El ajustado vestido se acoplaba a Marisa
como una segunda piel, sugiriendo todo sin enseñar nada, resaltando
todas sus virtudes, que a esas alturas de su juventud, no eran pocas.
–Felices diecinueve, cariño
-le dije, besándole la base del cuello, que quedaba desnuda,
mientras ella contemplaba su cuerpo en el espejo de la habitación.
–Me queda bien, ¿Verdad?
De pronto, la mirada de Marisa
se escoró hasta un rincón del espejo, donde algo más desentonaba
el orden inalterable que normalmente era su cuarto. Sobre la cama aún
quedaba otra cajita, mucho más pequeña, que había pasado
desapercibida a la sombra del regalo principal.
–¿Y esto?
Marisa se inclinó sobre la
cajita. Era normal que no le hubiera prestado atención. Su papel de
regalo era mucho más sobrio, de un gris ceniciento, y no tenía lazo
ninguno.
–Eso -titubeé-... Eso es otro
regalo, para cuando vuelvas mañana por la noche si no vuelves muy
tarde.
Marisa abrió el paquete y se
quedó callada, mirando detenidamente el contenido. Me maldije por
dentro, quizá me había excedido. Fui hacia ella y le señalé cada
uno de los objetos de la cajita.
–Esto es una venda para los
ojos. Esposas negras, unas cuerdas de nailon, una pluma y una pequeña
fusta. Esto último no me gusta mucho pero venía en el paquete.
¿Recuerdas aquella escena de la película aquella que vimos aquella
vez? -mi mente trastabillaba intentando explicarse. Si un alumno
usara una frase como esa en algún examen, lo suspendería sin
remordimientos– Dijiste que algún día te gustaría probar algo
así y yo... bueno, yo...
Tras unos segundos más de
silencio, en los que llegué a imaginarme que me lanzaría la caja al
rostro, ofendida, Marisa habló finalmente sin dejar de mirar la
caja.
–Y una mierda mañana. Quiero
probarlo hoy. Ahora mismo.
----
Ajusté la última de las
cuerdas a su pie derecho. En un principio pensé que no iban a ser
suficientemente largas, pero lo cierto es que, después de atar a
Marisa, aún restaban veinte o treinta centímetros de cada cabo. Con
suavidad, le levanté la cabeza para ponerle la venda, dejando el
nudo sobre una de sus orejas para que pudiera apoyar la cabeza sin
molestias.
Marisa respiraba profundamente,
y sus pechos, pequeñas manzanas de carne cuyos pezones apuntaban al
techo, grandes y erectos, se hinchaban lascivamente cada vez que
tomaba aire.
–Sabes que ahora puedo hacerte
lo que quieras, ¿no?
–Siempre has podido hacerme lo
que quieras -suspiró Marisa.
Mi mano se posó suavemente
entre sus tetas y la joven se estremeció. Fui bajando la mano por su
cuerpo desnudo mientras ella temblaba de excitación. Me interné
entre la densa maraña de su vello púbico y Marisa dio un respingo
cuando mis dedos acariciaron sus labios vaginales. Exhaló un
murmullo de desaprobación cuando me alejé de su coño para
continuar acariciando la cara interna de los muslos.
–Así que lo que quiera, ¿eh?
-pregunté mientras volvía a acercarme a su vello púbico y lo
esquivaba de nuevo.
–Uuufff... lo que quieras...
La voz de Marisa era un
monumento a la cachondez. Cuando compré el paquete imaginé que,
realmente, el regalo me lo estaba comprando para mí, para mi uso y
disfrute, pero mi joven amante estaba más excitada que yo con la
situación, si es que eso era posible.
–Ahora vuelvo -dije tras sobar
la ya mojada hendidura de su coñito, tan húmedo que su vello se
adhería a los labios.
–¿Qué? ¿Dónde vas?
El sonido de mis pasos
alejándose fue la única respuesta que obtuvo Marisa.
Mientras buscaba lo que
necesitaba en el baño, podía escuchar cómo Marisa se revolvía en
la cama.
–¿Marcos? Marcos, ven, por
favor, no me dejes así -rogaba.
Llené una pequeña zafa con
agua y volví a la habitación con todos los trastos necesarios.
–¿Marcos?
–¿Me llamabas? -le susurré
suavemente al oído.
–¿Dónde estabas? ¿Qué
hacías? ¿Qué...? ¡Ah!
Dejó de preguntar cuando mis
dedos volvieron a tomar contacto con su coñito.
–Calla... quiero escuchar tus
gemidos, no tus palabras.
Marisa asintió mientras tragaba
saliva. Volví a separar mi mano de su sexo y acaricié todo su
cuerpo. La piel del vientre le ardía, los pezones eran dos diminutas
estacas calientes e hinchadas que clamaban por mis atenciones.
Mojé mis dedos en el agua y
dejé que gotearan sobre sus pechos. Estaba casi seguro de que su
piel evaporaría el agua al primer contacto, pero la gota simplemente
cayó sobre su areola, muy cerca de su pezón, y resbaló hacia la
axila dejando un reguero de humedad. Marisa jadeó.
–Dios... fóllame ya...
fóll...
–Tschhh -Coloqué el dedo
índice sobre su boca instándola a callar.
Con la otra mano, agarré la
pastilla de jabón que había traído y la sumergí en el agua para
luego comenzar a frotar su vello púbico. La leve espuma blanca
resaltaba en la negrura de su pubis mientras Marisa abría la boca
entre la excitación y la extrañeza, sin atreverse a articular
palabra.
Una vez bien humedecida la zona,
coloqué la cuchilla de afeitar en la maquinilla y rapé los primeros
pelillos. El tacto frío del metal hizo que Marisa temblara durante
un instante.
–¿Marcos, qué...? -calló
ella sola. La segunda pasada de la cuchilla se llevó más vello y
Marisa simplemente sonrió pícaramente mientras se mordía el labio
inferior.
La “Gillette” viajaba de su
coño a la palangana, despoblando el otrora tupido sexo de Marisa.
Mis manos se movían con delicadeza, tratando por todos los medios de
no lastimar a la joven. Lo más difícil fueron los labios. Por la
postura forzadamente inmóvil, quedaba poco espacio para maniobrar
entre sus piernas, pero me esmeré en quitar suavemente la mayor
parte de pelo que pude.
Acaricié el pubis ahora lampiño
de Marisa, que no pudo reprimir un gemidito. A este le siguieron más
cuando mis dedos resbalaron, ya sin ningún tipo de obstáculo
capilar, hacia los hinchados labios. Mi dedo corazón comenzó a
dibujar círculos en la entrada de su vagina, y Marisa solamente
podía gemir, contraer los muslos y retorcerse de placer.
Dejé el barreño, el jabón y
la maquinilla en el suelo y abrí el segundo cajón de mi mesita de
noche. Agarré la máquina de fotos al tiempo que besaba a Marisa y
ella me devolvía el beso con toda la ferocidad que le permitía su
boca.
–Sonríe a la cámara -dije,
poniéndome en pie ante la cama enarbolando la “Polaroid”.
Marisa obedeció y abrió los
muslos todo lo que las cuerdas le permitieron, ofreciendo la mejor
vista que pudo de su coñito lampiño.
El sonido de la cámara llenó
la habitación y la foto brotó mientras me acercaba a la caja para
coger la pluma.
Cuando vi la caja, con la pluma,
las esposas y la fusta, dudé durante un instante en coger lo último.
Pero recordé aquella noche dos años atrás, cuando hice daño a
Marisa y a punto estuve de perderla para siempre.
De pronto, me vino a la mente
una nueva canción que había escuchado por primera vez ese mismo día
en la radio, mientras esperaba a Marisa. “No soporta el dolor,
le divierte inventar, que vive lejos en un raro país, cuando viaja
en sueños lo hace sin mí. Cada vez que se aburre de andar, da un
salto mortal”. Miré a la mujer que yacía atada en la cama,
removiendo inquieta sus caderas, buscando alguna caricia que la
aplacara. Pensé que Joaquín Sabina debía haberla conocido para
escribir algo así.
Cogí la pluma y cerré la caja.
Esa misma tarde tiraría la fusta a la basura.
Afortunadamente Marisa no tenía
muchas cosquillas. O tal vez es que en su estado de excitación,
cualquier caricia, por cosquilleante que fuese, lo que hacía era
ponerla más cachonda. Sea como fuere, los roces de la pluma en sus
pezones, en su vientre y sobre la recién desnudada piel de su pubis,
hicieron que la respiración de Marisa se tornase en un huracán de
inhalaciones y exhalaciones.
Un repentino espasmo de placer
la cruzó de los pies a la cabeza cuando uno de mis dedos se coló
sin dificultad en su coño.
–Aaahhh... oh, sí... sigue,
por favor, sigue... -rogó la muchacha.
–No digas nada -la reprendí,
sacando el dedo de su interior y alejando la pluma de su clítoris en
castigo.
–Perdón.
Perdónperdónperdón... -se disculpó desesperada, retomando de
nuevo su mudez únicamente rota por sus gemidos.
Separé sus labios vaginales
para tener mejor acceso a su clítoris, que ya asomaba, erecto, de su
capuchón. Me ensañé en él, haciendo que solamente con la pluma,
Marisa ya estuviera próxima al orgasmo.
–No te doy permiso para que te
corras -escupí, abandonando su coño para centrarme en otras partes
menos sensibles de su cuerpo.
Marisa se lamentó amargamente.
De no haber estado atada, ella misma habría podido acabar el
trabajo, pero es algo con lo que contaba hacer con ella en cuanto
llegáramos a esa situación. Recordé las veces que Amparo, mi
mujer, había retrasado mi clímax y cómo había merecido la pena.
Yo iba a conseguir que, con un
solo orgasmo, a Marisa le valiera la pena toda la vida, aunque no
podía sacarme de la cabeza la idea de que, de algún modo, estaba
preparando una despedida que llegaría en cuanto mi alumna (la seguía
llamando así, “mi alumna”, porque aunque ese año no le diera
clases, ella misma lo había dicho, yo había sido su maestro en más
cosas de las que pensaba) conociera a un chico y se enamorara de él.
Ella decía que jamás se separaría de mí, pero yo sabía, e
imagino que ella también, que no sería así. Tarde o temprano,
tendría que hacer su vida por su cuenta, y en esa vida no debería
estar yo.
Marisa hiperventilaba, mi mano
daba pequeñas y cortas caricias en su coño para luego entretenerse
en los muslos rebajando su excitación. La pluma, mientras tanto, se
estaba centrando en sus pezones.
Notaba todo su bajo vientre
latir. Varias veces le había negado ya el clímax alejándome de su
coño, pero todo parecía que Marisa no iba a aguantar mucho más en
esa situación. Mi polla, que estaba como una roca desde que la joven
comenzó a gemir, tampoco resistiría mucho sin entrar en Marisa.
Dejé la pluma y coloqué mi
cabeza entre sus piernas. Debajo de mí, apunté mi dedo a su anegado
chochito sin vello, pero en un último instante, viendo cómo
boqueaban tanto su vagina como su ano, cambié de idea. Mientras me
amorraba a su clítoris, trabajo que ahora con su sexo depilado se me
facilitaba mucho, mi dedo se hundió en su culo, entrando suavemente
y sin ningún tipo de dificultad por la cantidad de flujo que había
ido resbalando del coñito de mi alumna a su oscuro agujerito.
–¡Ah! -Marisa gimió la
intrusión, pero fue de puro placer.
Tras unos pocos segundos de
batalla entre mi lengua y su clítoris, mi dedo y su culo, Marisa y
las cuerdas que no la dejaban moverse, todo en ella se tensó.
La muchacha solía correrse
gimiendo, pero llamar gemido a aquel grito desesperado que salió por
su garganta sería tratar de engañar al Diablo.
Marisa gritó. Gritó y tembló.
Gritó como una condenada y tembló en un clímax avasallador, lleno
de flujo, convulsiones y sonido de cuerdas sobre raso. Las
extremidades aún le temblaban a Marisa cuando me separé de su coño,
subiendo con besos por su vientre y pechos, hasta llegar a su boca.
Le quité la venda, me miró a los ojos y me besó apasionadamente
mientras mi polla, lentamente, iba metiéndose en la inundada cavidad
entre sus piernas. Su abrazo húmedo y caliente me envolvió no solo
la verga, sino parecía que también el alma.
A pesar de que mi excitación
estaba por encima de cotas que jamás hube sentido, el cuerpo de
Marisa estaba muy sensibilizado tras aquel orgasmo arrollador.
Se corrió otras dos veces antes
de que yo lo hiciera.
Cuando la solté, tras
masajearle un poco los hombros y las caderas que se habían
sobrecargado con el esfuerzo, Marisa preguntó:
–¿Y si mañana no voy a la
fiesta, repetimos todo esto?
Reí.
–Ni de coña. Es tu deber de
buena hija irte de fiesta.
Me sonrió divertida.
–Bueno, pues ahora es mi deber
de buena hija hacerle una mamada de polla a mi padre que nunca
olvide.
Me chocó ligeramente que usara
la palabra “padre”. No era nada habitual en ella. Pero también
yo había pronunciado “hija” inmediatamente antes.
No sé si ella también sentía,
como yo, que estos días de locura y desenfreno sexual estaban
tocando a su fin y quería resarcirme de su futura ausencia antes de
que esta empezara. De todas maneras, cuando mi polla comenzó a
crecer en su boca, todo en el mundo, pasado, presente o futuro, me
dejó de importar a excepción de su lengua.
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