viernes, 4 de septiembre de 2015

Fotos de mi puta (7): Mujer atada

2015
El cigarrillo se consume en el cenicero. Había olvidado que me lo había encendido tras las dos primeras caladas y ahora casi toda su longitud se ha tornado en un gris reguero de ceniza que, en el círculo de cristal que es el cenicero, parece una saeta marcando la hora en el reloj. La hora... miro mi “Omega” de pulsera y sonrío tranquilo. Hace tiempo que ha amanecido pero aún me quedan, al menos, un par de horas para salir de casa. Tengo dos horas para rememorar siete años de mi vida. Demasiado poco para tanto tiempo, aunque quizás me sobre. No quedan ya tantas fotografías por inspeccionar. La “Polaroid” tuvo unos años muy tranquilos en los que solamente la sacaba para ocasiones especiales. Especiales y cada vez más especialmente eróticas.
Devuelvo la foto de Marisa con su collar de perro al orden cronológico que le corresponde y me entretengo en buscar la que sigue a la foto del autobús entre el pequeño montoncito que resta. Cuando la encuentro, mi polla da un respingo; la primera foto de Marisa con el coño depilado. Una de las pocas en que no salen sus ojos. Le encantaba mirar a cámara, y seguro lo hubiera hecho de haber podido. Pero el pañuelo sobre sus ojos, única prenda de tela sobre su cuerpo desnudo, se lo impide esa vez. Me regodeo en cada detalle de la foto. Las manos y los pies de Marisa, atados cada uno a una de las patas de la cama, convierten su cuerpo en una lasciva equis, cegada y desnuda, sobre las sábanas de raso.
Vuelvo atrás entre las fotos, recupero la primera, la de ella durmiendo apaciblemente en la cama del pueblo y la comparo con esta. “Marisa... ¿En qué te convertí?” me pregunto interiormente a sabiendas ya de la respuesta.
En mi puta, Marisa. Te convertí en mi puta -concluyo, en el silencio inquieto de mi casa, de nuestra casa, de nuestra antigua casa, sobre el tembloroso despertar de la ciudad.

*****
1987
¡Ya estoy en casa!
La vivacidad de Marisa era contagiosa y se extendía por el aire como una nube que la rodeaba desde muchos metros a la redonda de su cuerpo. La muchacha tímida, cohibida y temerosa que había entrado en mi casa una noche de lluvia se había convertido en una joven extrovertida y alegre que irradiaba positivismo y cuya ausencia era desoladora. El día era gris desde el mismo momento en que nos separábamos, y no se teñía de color hasta que aparecía de nuevo a mi lado.
Como era costumbre, yo había llegado antes a casa tras mis tres horas de clase diarias y me había tocado lidiar con la soledad mientras la esperaba. El ambiente era distinto cuando ella no estaba, de tal forma que casi podía anunciar su llegada antes siquiera de que tocase al timbre; era como si mi densa nube de soledad se disipara, quizás empujada por la brisa alegre y vivaracha que iba con Marisa a dondequiera que fuese.
Durante todos estos meses, la relación con mi joven alumna se había normalizado bajo su sistema. Fuera de casa podíamos ser dos solteros empedernidos, que no debían lealtad a nadie y que solamente avisaban de sus planes si iban a interferir con la cena. Pero nuestra casa era nuestro templo del pecado. Continuábamos con la regla de andar desnudos por casa, algo que se agradecía en verano pero que se tornaba un gasto extra en calefacción en invierno. La visión del cuerpo adulto de Marisa, sin embargo, compensaba cualquier desembolso. Únicamente si invitábamos a alguien a casa nos comportábamos como un padre y una hija normales. Vestidos, alegres, cariñosos, pero nunca incitantes, algo totalmente distinto a lo que vivíamos a solas.
¿Sabes, Marcos? -decía Marisa desde el recibidor, mientras se desnudaba–Mañana por la noche voy a salir con mis compañeras de clase, que han preparado una fiesta...
El deje en sus palabras no era el común. Yo sabía por qué, pero quería jugar con ella.
Perfecto, no hay problema. ¿Asistirán chicos también a la fiesta?
Jo, Marcos, no me agobies, ya sabes que... Lo he intentado, pero ninguno vale la pena de momento.
Sí, sí, lo sé... era solamente curiosidad -me disculpé.
Pensé que la situación era al menos irónica. El “padre” insistiendo a la “hija” a que se arrimase a los chicos de su edad y ella, mientras tanto, mostrando reticencias.
Pues eso, que vamos a salir mañana y necesito algo de dinero, que quiero invitarlas al menos a una copa.
Marisa entró desnuda en la cocina en la que yo andaba trasteando, me dio un tierno pico en los labios y se me quedó mirando como si esperase algo. Obviamente, yo sabía qué estaba esperando, pero, como antes, quería mantener el juego.
Vale, sin ningún problema -dije, saliendo de la cocina en dirección al comedor pero deteniéndome en el pasillo, esforzándome por mantener mi papel de padre-. Marisa. No dejes tu ropa tirada en el suelo. Llévala a tu cuarto.
Marcos... -refunfuñó ella, siguiéndome, cada vez más entristecida.
A tu cuarto -dije, poniéndome firme aunque en mi interior me costaba un mundo contener la risa, o al menos la sonrisa.
¿A mi cuarto o al nuestro? -musitó con picardía.
Al tuyo.
Con un mohín de disgusto, Marisa se agachó a por la ropa mientras yo la observaba. Su coñito se asomó entre las piernas, cubierto de una espesa mata de vello rizado. No pude evitar estremecerme al observarla en pompa, con sus dos agujeros expuestos ante mí.
Visiblemente molesta, Marisa recogió su ropa y se dirigió a su habitación. La seguí mientras sonreía divertido.
Ya est... ¡Oh! -La joven se sorprendió al ver la enorme caja de regalo sobre la cama. Obviamente, la cama estaba hecha. Se mantenía sin usar desde la segunda noche en esa casa; Marisa siempre dormía a mi lado.
Feliz cumpleaños, tonta -dije sonriendo, apoyado en el marco de la puerta.
Marisa nos miraba de hito en hito al regalo y a mí, como sin saber a qué acercarse primero. Fui su elección.
¡Gracias! -dijo un instante antes de estamparme un soberbio beso en la boca. Un beso en el que se esmeró, lamiendo, chupando y mordisqueando mis labios, interrumpiéndose únicamente para decir “gracias” unas cuantas veces más.
¿En serio creías que me había olvidado, tontorrona?
Sí... bueno, no... ay, no sé... ¿Qué es? ¿Qué es? -inquirió, esta vez sí, acercándose a la caja blanca con un enorme y pomposo lazo rojo que la decoraba.
No sé... Ábrelo.
¡Oh, por Dios! ¡Es precioso! -dijo tras rasgar el papel de regalo y abrir la caja.
De la caja extrajo un carísimo vestido de noche, rojo con lentejuelas, con un sugerente escote que se ajustaría como un guante, al menos así lo esperaba yo, al hermoso cuerpo de Marisa.
Pruébatelo, a ver cómo te queda. Así mañana te lo puedes poner.
No me equivocaba. O mejor dicho me equivocaba, pero porque el resultado era mil veces mejor que lo que yo hubiera imaginado. El ajustado vestido se acoplaba a Marisa como una segunda piel, sugiriendo todo sin enseñar nada, resaltando todas sus virtudes, que a esas alturas de su juventud, no eran pocas.
Felices diecinueve, cariño -le dije, besándole la base del cuello, que quedaba desnuda, mientras ella contemplaba su cuerpo en el espejo de la habitación.
Me queda bien, ¿Verdad?
De pronto, la mirada de Marisa se escoró hasta un rincón del espejo, donde algo más desentonaba el orden inalterable que normalmente era su cuarto. Sobre la cama aún quedaba otra cajita, mucho más pequeña, que había pasado desapercibida a la sombra del regalo principal.
¿Y esto?
Marisa se inclinó sobre la cajita. Era normal que no le hubiera prestado atención. Su papel de regalo era mucho más sobrio, de un gris ceniciento, y no tenía lazo ninguno.
Eso -titubeé-... Eso es otro regalo, para cuando vuelvas mañana por la noche si no vuelves muy tarde.
Marisa abrió el paquete y se quedó callada, mirando detenidamente el contenido. Me maldije por dentro, quizá me había excedido. Fui hacia ella y le señalé cada uno de los objetos de la cajita.
Esto es una venda para los ojos. Esposas negras, unas cuerdas de nailon, una pluma y una pequeña fusta. Esto último no me gusta mucho pero venía en el paquete. ¿Recuerdas aquella escena de la película aquella que vimos aquella vez? -mi mente trastabillaba intentando explicarse. Si un alumno usara una frase como esa en algún examen, lo suspendería sin remordimientos– Dijiste que algún día te gustaría probar algo así y yo... bueno, yo...
Tras unos segundos más de silencio, en los que llegué a imaginarme que me lanzaría la caja al rostro, ofendida, Marisa habló finalmente sin dejar de mirar la caja.
Y una mierda mañana. Quiero probarlo hoy. Ahora mismo.
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Ajusté la última de las cuerdas a su pie derecho. En un principio pensé que no iban a ser suficientemente largas, pero lo cierto es que, después de atar a Marisa, aún restaban veinte o treinta centímetros de cada cabo. Con suavidad, le levanté la cabeza para ponerle la venda, dejando el nudo sobre una de sus orejas para que pudiera apoyar la cabeza sin molestias.
Marisa respiraba profundamente, y sus pechos, pequeñas manzanas de carne cuyos pezones apuntaban al techo, grandes y erectos, se hinchaban lascivamente cada vez que tomaba aire.
Sabes que ahora puedo hacerte lo que quieras, ¿no?
Siempre has podido hacerme lo que quieras -suspiró Marisa.
Mi mano se posó suavemente entre sus tetas y la joven se estremeció. Fui bajando la mano por su cuerpo desnudo mientras ella temblaba de excitación. Me interné entre la densa maraña de su vello púbico y Marisa dio un respingo cuando mis dedos acariciaron sus labios vaginales. Exhaló un murmullo de desaprobación cuando me alejé de su coño para continuar acariciando la cara interna de los muslos.
Así que lo que quiera, ¿eh? -pregunté mientras volvía a acercarme a su vello púbico y lo esquivaba de nuevo.
Uuufff... lo que quieras...
La voz de Marisa era un monumento a la cachondez. Cuando compré el paquete imaginé que, realmente, el regalo me lo estaba comprando para mí, para mi uso y disfrute, pero mi joven amante estaba más excitada que yo con la situación, si es que eso era posible.
Ahora vuelvo -dije tras sobar la ya mojada hendidura de su coñito, tan húmedo que su vello se adhería a los labios.
¿Qué? ¿Dónde vas?
El sonido de mis pasos alejándose fue la única respuesta que obtuvo Marisa.
Mientras buscaba lo que necesitaba en el baño, podía escuchar cómo Marisa se revolvía en la cama.
¿Marcos? Marcos, ven, por favor, no me dejes así -rogaba.
Llené una pequeña zafa con agua y volví a la habitación con todos los trastos necesarios.
¿Marcos?
¿Me llamabas? -le susurré suavemente al oído.
¿Dónde estabas? ¿Qué hacías? ¿Qué...? ¡Ah!
Dejó de preguntar cuando mis dedos volvieron a tomar contacto con su coñito.
Calla... quiero escuchar tus gemidos, no tus palabras.
Marisa asintió mientras tragaba saliva. Volví a separar mi mano de su sexo y acaricié todo su cuerpo. La piel del vientre le ardía, los pezones eran dos diminutas estacas calientes e hinchadas que clamaban por mis atenciones.
Mojé mis dedos en el agua y dejé que gotearan sobre sus pechos. Estaba casi seguro de que su piel evaporaría el agua al primer contacto, pero la gota simplemente cayó sobre su areola, muy cerca de su pezón, y resbaló hacia la axila dejando un reguero de humedad. Marisa jadeó.
Dios... fóllame ya... fóll...
Tschhh -Coloqué el dedo índice sobre su boca instándola a callar.
Con la otra mano, agarré la pastilla de jabón que había traído y la sumergí en el agua para luego comenzar a frotar su vello púbico. La leve espuma blanca resaltaba en la negrura de su pubis mientras Marisa abría la boca entre la excitación y la extrañeza, sin atreverse a articular palabra.
Una vez bien humedecida la zona, coloqué la cuchilla de afeitar en la maquinilla y rapé los primeros pelillos. El tacto frío del metal hizo que Marisa temblara durante un instante.
¿Marcos, qué...? -calló ella sola. La segunda pasada de la cuchilla se llevó más vello y Marisa simplemente sonrió pícaramente mientras se mordía el labio inferior.
La “Gillette” viajaba de su coño a la palangana, despoblando el otrora tupido sexo de Marisa. Mis manos se movían con delicadeza, tratando por todos los medios de no lastimar a la joven. Lo más difícil fueron los labios. Por la postura forzadamente inmóvil, quedaba poco espacio para maniobrar entre sus piernas, pero me esmeré en quitar suavemente la mayor parte de pelo que pude.
Acaricié el pubis ahora lampiño de Marisa, que no pudo reprimir un gemidito. A este le siguieron más cuando mis dedos resbalaron, ya sin ningún tipo de obstáculo capilar, hacia los hinchados labios. Mi dedo corazón comenzó a dibujar círculos en la entrada de su vagina, y Marisa solamente podía gemir, contraer los muslos y retorcerse de placer.
Dejé el barreño, el jabón y la maquinilla en el suelo y abrí el segundo cajón de mi mesita de noche. Agarré la máquina de fotos al tiempo que besaba a Marisa y ella me devolvía el beso con toda la ferocidad que le permitía su boca.
Sonríe a la cámara -dije, poniéndome en pie ante la cama enarbolando la “Polaroid”.
Marisa obedeció y abrió los muslos todo lo que las cuerdas le permitieron, ofreciendo la mejor vista que pudo de su coñito lampiño.
El sonido de la cámara llenó la habitación y la foto brotó mientras me acercaba a la caja para coger la pluma.
Cuando vi la caja, con la pluma, las esposas y la fusta, dudé durante un instante en coger lo último. Pero recordé aquella noche dos años atrás, cuando hice daño a Marisa y a punto estuve de perderla para siempre.
De pronto, me vino a la mente una nueva canción que había escuchado por primera vez ese mismo día en la radio, mientras esperaba a Marisa. “No soporta el dolor, le divierte inventar, que vive lejos en un raro país, cuando viaja en sueños lo hace sin mí. Cada vez que se aburre de andar, da un salto mortal”. Miré a la mujer que yacía atada en la cama, removiendo inquieta sus caderas, buscando alguna caricia que la aplacara. Pensé que Joaquín Sabina debía haberla conocido para escribir algo así.
Cogí la pluma y cerré la caja. Esa misma tarde tiraría la fusta a la basura.
Afortunadamente Marisa no tenía muchas cosquillas. O tal vez es que en su estado de excitación, cualquier caricia, por cosquilleante que fuese, lo que hacía era ponerla más cachonda. Sea como fuere, los roces de la pluma en sus pezones, en su vientre y sobre la recién desnudada piel de su pubis, hicieron que la respiración de Marisa se tornase en un huracán de inhalaciones y exhalaciones.
Un repentino espasmo de placer la cruzó de los pies a la cabeza cuando uno de mis dedos se coló sin dificultad en su coño.
Aaahhh... oh, sí... sigue, por favor, sigue... -rogó la muchacha.
No digas nada -la reprendí, sacando el dedo de su interior y alejando la pluma de su clítoris en castigo.
Perdón. Perdónperdónperdón... -se disculpó desesperada, retomando de nuevo su mudez únicamente rota por sus gemidos.
Separé sus labios vaginales para tener mejor acceso a su clítoris, que ya asomaba, erecto, de su capuchón. Me ensañé en él, haciendo que solamente con la pluma, Marisa ya estuviera próxima al orgasmo.
No te doy permiso para que te corras -escupí, abandonando su coño para centrarme en otras partes menos sensibles de su cuerpo.
Marisa se lamentó amargamente. De no haber estado atada, ella misma habría podido acabar el trabajo, pero es algo con lo que contaba hacer con ella en cuanto llegáramos a esa situación. Recordé las veces que Amparo, mi mujer, había retrasado mi clímax y cómo había merecido la pena.
Yo iba a conseguir que, con un solo orgasmo, a Marisa le valiera la pena toda la vida, aunque no podía sacarme de la cabeza la idea de que, de algún modo, estaba preparando una despedida que llegaría en cuanto mi alumna (la seguía llamando así, “mi alumna”, porque aunque ese año no le diera clases, ella misma lo había dicho, yo había sido su maestro en más cosas de las que pensaba) conociera a un chico y se enamorara de él. Ella decía que jamás se separaría de mí, pero yo sabía, e imagino que ella también, que no sería así. Tarde o temprano, tendría que hacer su vida por su cuenta, y en esa vida no debería estar yo.
Marisa hiperventilaba, mi mano daba pequeñas y cortas caricias en su coño para luego entretenerse en los muslos rebajando su excitación. La pluma, mientras tanto, se estaba centrando en sus pezones.
Notaba todo su bajo vientre latir. Varias veces le había negado ya el clímax alejándome de su coño, pero todo parecía que Marisa no iba a aguantar mucho más en esa situación. Mi polla, que estaba como una roca desde que la joven comenzó a gemir, tampoco resistiría mucho sin entrar en Marisa.
Dejé la pluma y coloqué mi cabeza entre sus piernas. Debajo de mí, apunté mi dedo a su anegado chochito sin vello, pero en un último instante, viendo cómo boqueaban tanto su vagina como su ano, cambié de idea. Mientras me amorraba a su clítoris, trabajo que ahora con su sexo depilado se me facilitaba mucho, mi dedo se hundió en su culo, entrando suavemente y sin ningún tipo de dificultad por la cantidad de flujo que había ido resbalando del coñito de mi alumna a su oscuro agujerito.
¡Ah! -Marisa gimió la intrusión, pero fue de puro placer.
Tras unos pocos segundos de batalla entre mi lengua y su clítoris, mi dedo y su culo, Marisa y las cuerdas que no la dejaban moverse, todo en ella se tensó.
La muchacha solía correrse gimiendo, pero llamar gemido a aquel grito desesperado que salió por su garganta sería tratar de engañar al Diablo.
Marisa gritó. Gritó y tembló. Gritó como una condenada y tembló en un clímax avasallador, lleno de flujo, convulsiones y sonido de cuerdas sobre raso. Las extremidades aún le temblaban a Marisa cuando me separé de su coño, subiendo con besos por su vientre y pechos, hasta llegar a su boca. Le quité la venda, me miró a los ojos y me besó apasionadamente mientras mi polla, lentamente, iba metiéndose en la inundada cavidad entre sus piernas. Su abrazo húmedo y caliente me envolvió no solo la verga, sino parecía que también el alma.
A pesar de que mi excitación estaba por encima de cotas que jamás hube sentido, el cuerpo de Marisa estaba muy sensibilizado tras aquel orgasmo arrollador.
Se corrió otras dos veces antes de que yo lo hiciera.
Cuando la solté, tras masajearle un poco los hombros y las caderas que se habían sobrecargado con el esfuerzo, Marisa preguntó:
¿Y si mañana no voy a la fiesta, repetimos todo esto?
Reí.
Ni de coña. Es tu deber de buena hija irte de fiesta.
Me sonrió divertida.
Bueno, pues ahora es mi deber de buena hija hacerle una mamada de polla a mi padre que nunca olvide.
Me chocó ligeramente que usara la palabra “padre”. No era nada habitual en ella. Pero también yo había pronunciado “hija” inmediatamente antes.
No sé si ella también sentía, como yo, que estos días de locura y desenfreno sexual estaban tocando a su fin y quería resarcirme de su futura ausencia antes de que esta empezara. De todas maneras, cuando mi polla comenzó a crecer en su boca, todo en el mundo, pasado, presente o futuro, me dejó de importar a excepción de su lengua.

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