Doña Isabel Salazar, señora de Martínez, treinta y nueve años que parecen diez menos a base de bisturí y escalpelo, despierta entre las sábanas de seda de su lecho marital.
Y está sola.
Está sola porque los pensamientos, por muchos e intensos que sean, no son compañía válida. Al menos no en la mañana de un sábado cualquiera, cuando los comercios menos activos cierran, el sol brilla en lo alto, y el tiempo invita a dar un paseo por el parque o el club de golf del brazo de la persona amada y con los hijos correteando alrededor.
Pero Doña Isabel Salazar de Martínez, a quien, al menos durante esta historia, llamaré simplemente Isabel, no porque la pobre mujer rica no merezca apellidos ni epítetos, que los merece porque mucho ha sacrificado para tenerlos, sino por una simple economía de palabras que algunos lectores seguro agradecen. Pero Isabel, como decía, no tiene a sus hijos cerca, estando éstos en un internado a muchos, muchos quilómetros de la lujosa urbanización donde vive ella con su marido. Y tampoco podríamos llamar a su marido “persona amada”, al menos no desde hace muchos años, por lo que a Isabel no le queda más remedio que levantarse y tumbarse en la piscina o ver la televisión mientras el reloj corre, pasatiempo este último que no entiende de clases.
Cuando Isabel, al incorporarse, ve la visa de su marido encima de la mesa, junto a una nota que dice: “Cómprate algo bonito. Te quiero”, y tiene ganas de gritar. Gritar alto, muy alto, hasta que su grito se eleve al cielo, viaje por toda la ciudad y perfore las ventanas del hotel donde, seguramente, su marido esté follándose a su secretaria porque eso es lo que realmente significa esa nota. Cuánto desearía que al menos por una vez, ese cabrón tuviera el valor de ponerle en una de esas notitas la pura y dura verdad: “Isabel, tengo remordimientos porque cuando despiertes seguramente estaré trajinándome a mi secretaria, así que te dejo la tarjeta de crédito para que mates mi culpa haciendo una de esas compras impulsivas tuyas que dejan temblando la cuenta corriente.”
Pero Isabel no grita. Con el tiempo ha aprendido a callárselo todo, a guardarse los gritos y las emociones bien hondo, que no es propio de una dama de alta alcurnia andar gritando como una loca ni montar el espectáculo por muy justificado que esté.
La mujer se levanta de la cama completamente desnuda tal y como se acostó, esperando inocentemente que su marido, al llegar, la despertara y le diera un poco de ese amor que va esparciendo entre sus amantes. Camina ella hacia el cuarto de baño y, al pasar frente al primoroso espejo, observa su cuerpo.
Su cara, limpia de cualquier arruga de la edad. Sus pechos, enormes pechos que bien costaron su peso en oro, hasta ponerlos al tamaño que su marido quería. Y digo bien, “costaron”, porque valer, la verdad es que han valido para bien poco. Sigue su despistado paseo por su cuerpo y llega al vientre. “¿Hoy que tocan, otras dos horas de aerobic en el gimnasio para estar radiante para tu marido?” piensa, con un amago de sonrisa cínica. Su sexo es un sexo más, cubierto de un vello púbico espeso y rizado como tantos otros, pero tal vez hambriento como ninguno. Se coloca de perfil para ver que el aeróbic también hace efecto en sus glúteos. Finalmente, observa sus piernas. Las tensa y ve perfilarse los músculos en ella. No muy marcados, es verdad, pero llenos de energía malgastada. Sin más, sacude la cabeza, esconde una lágrima y se mete en la ducha-hidromasaje del baño.
Con el tiempo, ha aprendido a controlar los chorros de agua. Isabel cierra los ojos y sonríe cuando dirige uno entre los labios de su sexo.