Seis y media de la tarde, última silla del rincón más oscuro del tugurio más sórdido de la ciudad más bizarra, una cerveza sobre la mesa y los errores cometidos repitiéndose una y otra vez en mi cabeza.
- ¡Nacho! ¡Otra!- grité sin separar la vista de la foto que tenía en la mano. En ella, una chica rubia, guapa y alegre besaba la mejilla de un hombre parecido a mí. Un hombre que no tenía mi barba descuidada de una semana, ni el pelo grasiento y despeinado como yo, ni ojeras bajo los ojos, ni esa palidez insana que me había dado el comer mal durante los últimos siete días. Pero la mayor diferencia estaba en la sonrisa: Él sonreía. Yo no lo hacía desde que esa misma chica rubia, guapa y alegre me había abandonado una semana atrás, y me había ido convirtiendo del joven vivaz de la foto, en la sombra triste que era en ese instante. Por si fuera poco, una nueva entrevista de trabajo había acabado ese día con otro “Le llamaremos” de los que nunca se cumplían y yo empezaba a estar harto de todo.
La puerta del garito se abrió. Las últimas luces anaranjadas de la tarde se colaron por el hueco enmarcando una enorme silueta que me hizo estremecer.
- ¿Mecheros, papel?- dijo el recién entrado, con un marcado acento.
- Otro puto negro que intenta vender esa mierda de baratijas.- Maldije en voz baja mientras el enorme vendedor se acercaba. En su mirada se podía adivinar cierta petición de ayuda, una desesperación sorda y apagada de que alguien le comprara algo para que su familia pudiera comer esa noche, pero no era mi problema. Al menos no lo era hasta que se volvió hacia mí y su mirada se transformó. Ya no había rastro de ese patetismo.
- Tú seguro que necesitas algo.- Dijo el negro, mirándome fijamente a la cara. Podría superar fácilmente el metro noventa de estatura, y el blanco de sus ojos contrastaba demasiado con la oscuridad de su rostro.