- ¡¿Y lo abandonasteis allí?! ¡¿Simplemente dejasteis que esos malditos se lo llevaran?! –Ayna había aguardado mientras escuchaba el relato de lo que ocurrió en aquel bosque pero, llegado el momento en que Rayma explicó cómo Ajdet se entregó voluntariamente a cambio de que los guerreros de Tarsis dejaran marcharse a su esposa y a las niñas, la pequeña rubia estalló. Su preocupación había ido dejando paso a la rabia a medida que su cuñada contaba la historia, y finalmente se había levantado, con el rostro enrojecido por la ira mientras escupía insultos y maldiciones.
- ¿Y qué querías que hiciéramos? ¡Ajdet no nos dio otra opción!
- Tú… tú… -La rubita caminaba sin rumbo por la estancia , no quería mirar a Rayma y, cuando finalmente lo hizo, se encaró con ella señalándola amenazadoramente con el dedo-. Tú has matado a mi hermano. ¿Lo sabes?
Yasid, que había escuchado pacientemente, tratando de digerir la funesta información que le transmitía la esposa del Rey Toro, saltó como un resorte al escuchar esas palabras de su joven esposa.
- ¡Ayna! ¿Cómo puedes decir eso?
- ¡Es lo que ha hecho! ¡Ha matado a Ajdet! –replicó la rubita casi llorando. Cargada de rabia y frustración, salió de la casa profiriendo un estruendoso grito.
- ¡Ayna! –Yasid salió tras ella y, después del negro, hizo lo propio Rayma, siguiendo a su cuñada.
- ¡Ni se te ocurra seguirme, puta! –chilló la jovencita rubia, en medio de la plaza central del pueblo, donde se había ido reuniendo un grupo cada vez más numeroso de habitantes curiosos y preocupados.
- Ayna, yo… -Rayma intentaba disculparse, por si hubiera sido poco difícil el marcharse de allí sin su amado Ajdet, ahora se tenía que enfrentar a la rabia de la familia y, tal vez, también a la de todo el pueblo.
- ¡No me hables! ¿Querías tener el control absoluto del pueblo acaso, zorra? ¡Seguro que pensaste que, sin Ajdet, tú podrías gobernar! –una exclamación de asombro brotó de las bocas de todos los presentes, y tan solo un instante después, Rayma sintió clavarse en ella un centenar de miradas inquisitorias.
- ¿Qué? ¡¡NO!! ¡Por supuesto que no! ¡Yo…!
- ¡Pues yo misma me encargaré de que tú no gobiernes! ¡Este Imperio necesita alguien que sea capaz de morir por su Pueblo! ¿Y cómo va a morir por su pueblo alguien que ni siquiera es capaz de morir por la persona a la que, supuestamente, ama?
Tanto Yasid como Rayma se quedaron petrificados. Una mirada al resto de gente del Pueblo del Gran Río demostró que ellos pensaban igual que Ayna. La esposa, o la viuda, del Rey Toro acababa de perder la confianza de su pueblo en un simple instante.
Sintiéndose presa de una especie de linchamiento público de miradas, Rayma estalló en lágrimas y salió corriendo de vuelta a la casa del Gran Jefe.
*****
El grito de Ajdet, al extraer aquella afilada espada que atravesaba de parte a parte su pierna, debió de escucharse por todo el bosque. Daba igual, los hombres de Tarsis ya debían conocer su posición debido a los gritos de aviso que había dado el hombre al que acababa de matar después de un rápido combate en el que la precipitación de Ajdet le había costado esa dolorosísima estocada que le estaba causando una pérdida de sangre moderada. Por suerte no había acertado en la arteria principal, pero había seccionado el muslo, prácticamente inutilizándole esa pierna.
Era cierto que acababa de matar a otros dos hombres, y si bien acabar con el primero había sido tan fácil como dejarse caer sobre él desde el árbol en el que los acechaba y atravesarle el cráneo con la espada, el otro guerrero había actuado con inteligencia y, en lugar de atacarle directamente, había llamado a gritos a sus compañeros mientras adoptaba una posición defensiva.
El error de Ajdet había sido intentar acabar con ese segundo guerrero demasiado rápido. Tras una primera estocada fallida, había quedado desprotegido de los ataques del enemigo. Había conseguido evitar que el contragolpe de su rival le acertara en el pecho, con un movimiento ágil, pero a cambio de dejar en el camino de la espada su pierna derecha. El arma entró en ella suave y dolorosamente, aunque mitad por fortuna, mitad por inexperiencia del soldado, la espada había acabado por escapársele de las manos y quedar alojada en la pierna del Gran Jefe. Aún herido, para Ajdet no era un problema acabar con un rival desarmado.
Sin embargo, ya se escuchaban los pasos rápidos de otra pareja de guerreros, que acudían al auxilio de sus congéneres, y Ajdet supuso que los otros dos guerreros que faltaban no tardarían en unírseles.
Con esa herida en su pierna derecha no podía huir, y trepar a los árboles en ese estado iba a ser una misión demasiado ardua para poder realizarla antes de ser completamente descubierto. Su única opción de sobrevivir era enfrentarse a los dos, y rezar para que fueran unos pésimos guerreros y los pudiera matar sin problemas antes de que la otra pareja llegase.
Intentó dar un paso hacia donde provenía la cada vez más audible carrera de sus enemigos pero su pierna lacerada le falló y el Rey Toro cayó de rodillas al suelo.
Decidió esperar. Ya se había deshecho de su armadura hace tiempo, para poder moverse con agilidad por los árboles, así que no podía luchar a la defensiva. Cogió las armas de sus rivales caídos, se guardó las dagas y se colocó en posición, un arma en cada mano y la mirada encendida fija en los guerreros que se acercaban. Le pidió una última ayuda a los dioses y alzó un grito de guerra que se escuchó por todo el bosque mientras los soldados de Tarsis llegaban hasta él y le atacaban.
*****
- Las propiedades de la mandrágora son…
-…
- ¡Nura!
En lo último que quería pensar Nura era en su instrucción como asesina, mal que le pesara a Zuyda. La pequeña nínfula llevaba toda la mañana ausente, con los ojos anegados de lágrimas, pensando en Ajdet, en Kello, y en su prima Sama.
- ¡Maldita sea, Nura! –Zuyda se acercó a la morenita y le atizó un guantazo que hizo brotar durante un instante un brillo de furia en sus ojos- ¡Si vas a ser una guerrera te vas a tener que acostumbrar a ver morir a la gente!
- ¡Pero fue culpa mía! ¡Sama murió por mi culpa!
- Maldita cría… Ven aquí –Con fuerza, Zuyda cogió a Nura del brazo y la arrastró hacia la ventana- ¡Mira allí!
La chamán señaló al grupo de guerreros que practicaban bajo la exhaustiva vigilancia de Yasid, que lo observaba todo con los brazos cruzados y un rictus de seriedad en el rostro.
- ¿Qué… qué quieres que vea?
- ¡Esos son soldados! ¡Son guerreros dispuestos a matar y morir por defender a su familia, a su Rey o a sus ideas! ¡Cada uno tiene una vida distinta y no serán pocos de ellos los que no vuelvan de su primera misión! ¡Tu prima se comportó como uno de ellos! ¡Murió como uno de ellos y seguro que los dioses lo tienen en cuenta cuando reciban su alma!
- Ya, pero aún así…
- ¡Y ahora mira allí! –En esta ocasión, Zuyda señaló un grupo de niños y niñas, que jugaban entre ellos y con algunos niños más del pueblo. A pesar del ambiente de intranquilidad que se respiraba, los pequeños reían, rodaban y botaban alegremente, sin importarles nada más que su propio juego- ¡Esos son los niños y las niñas que tú salvaste! ¡Si no fuera por ti, todos esos niños no habrían vuelto a sonreír! ¡Y estoy segura de que Sama habría preferido morir de la forma en que murió y hacer posible esto, que seguir viviendo con aquel maldito bastardo folla-niñas!
- ¿Tú crees?
- Estoy segura.
Durante unos segundos, Nura permaneció en silencio, viendo cómo jugaban despreocupadamente esos niños hasta que la sonrisa volvió a su rostro.
- Produce alucinaciones, es hipnótica y puede ser mortalmente venenosa en altas dosis –dijo finalmente la morenita, sin siquiera volverse.
- ¿Qué?
- La mandrágora. Produce alucinaciones y es venenosa.
- Muy bien, cariño. Te mereces un poco de esa parte de tu instrucción que tanto te gusta –respondió Zuyda, besando a Nura en el nacimiento del cuello para luego subir lentamente a su oreja.
Nura cerró los ojos, se dejó hacer, y en pocos segundos olvidó todo lo que no fueran los sensuales besos de la chamán.
*****
Yasid hizo descansar a sus hombres en cuanto vio acercarse a Ayna. Los soldados dejaron caer sus armas y se sentaron o tumbaron en el suelo, resoplando. El extranjero no era tan duro como Ajdet en sus entrenamientos, pero aún así, muchos de ellos estaban ya al límite de sus fuerzas. Los más frescos se acercaron al río para aprovisionar a todos de agua, mientras su instructor se retiraba a un rincón a hablar con su mujer.
- Ayna… ¿De verdad piensas lo que has dicho antes de Rayma?
- Sinceramente, Yasid, últimamente no sé qué pensar. Mi instinto me dice que hay algo mal en el pueblo, pero no pienso arriesgarme a que, si Rayma lo ha hecho por eso, su plan le salga bien. ¿No crees?
- Y menos aún después de despertar tus sospechas en todos los ciudadanos. Ahora lo tiene prácticamente imposible.
La hermana pequeña del Rey Toro guardó silencio y bajó la mirada. Tal vez se había pasado. Pero no le importaba Rayma. Le importaba su hermano.
- Los hombres no están preparados todavía para rescatar a Ajdet, ¿Verdad?
- ¿Estás loca? ¡Los hombres de Tarsis nos borrarían del mapa! Somos poco más que hormiguitas a su lado. El ejército de Tarsis es inmenso.
- Lo imaginaba. ¿Y Nura? ¿No sería esta una misión perfecta para ella?
- Nura podría infiltrarse, pero dudo que pudiese rescatar a Ajdet y mucho menos volver ambos, o uno solo de ellos, con vida.
- ¿Y qué podemos hacer?
- Rezar a los dioses. Tú a los tuyos y yo a los míos. Quizás entre todos puedan interceder por nuestro querido Rey Toro.
- Ajdet no confía en los dioses. Confía en nosotros.
- Ajdet ha admitido su suerte, Ayna, querida. No hay nadie que le pueda ayudar.
*****
Cada vez que se apoyaba en su pierna herida, el Rey Toro tenía que apretar los dientes para soportar el inmenso dolor. La tibieza de la sangre recorriendo su pierna era lo único que sentía de rodilla hacia abajo, y de ahí hacia arriba era todo dolor.
Se sentía débil y los guerreros estaban bien entrenados. Puede que no fueran demasiado hábiles, y que sus movimientos fueran toscos, pero aquél que los hubiera instruido debería sentirse orgulloso. Eran jóvenes pero no perdían la concentración en ningún momento. Le costó demasiado asestar el primer golpe mortal y, cuando lo hizo, el otro guerrero le infligió otra dolorosa herida en el costado con su espada.
Por desgracia para Ajdet, el soldado atacado acababa de caer al suelo cuando los otros dos, entre los que se encontraba el cabecilla, llegaron por fin ante él. Ahora sí que era imposible. Tres guerrero contra un herido, aparte de que el líder del grupo de tartesos parecía más organizado, experto y hábil que sus soldados, como correspondía a un jefe de grupo.
El cabecilla dio un par de órdenes y los tres guerreros atacaron a la vez, bien compenetrados, sin estorbarse unos a otros. Ajdet repelió la mayor parte de los ataques pero no pudo evitar llevarse dos cortes más en su pecho, otros tantos más en sus brazos y un potente golpe de escudo que lo envió al suelo.
Se levantó enseguida, pero su cojera era cada vez más notable, al igual que la palidez de su rostro al ir desangrándose lentamente.
Protegió su espalda con un árbol e invitó a los guerreros a que atacaran. Probó a defenderse sin reservas hasta que encontrara un punto débil y, cuando lo encontró, cambió completamente su estrategia, pasando al ataque con todo.
El resultado fue que otro de los soldados murió pero el Rey Toro, a cambio, se llevó varios golpes y un nuevo espadazo que se hundió varios centímetros en su vientre.
Ya no podía más. La visión se le empezaba a nublar, las espadas pesaban ya demasiado para poder aguantarlas en sus manos y notaba cómo poco a poco, la consciencia se le escapaba. Sonriendo con arrogancia, Ajdet dejó caer sus espadas y se apoyó nuevamente en el árbol, manchándolo con su sangre. Se fue escurriendo hasta quedar sentado entre sus raíces, mientras trataba de aguantar consciente.
- He de reconocer que eres un guerrero formidable, Ajdet. Entre tú y esa putita de mierda habéis acabado con ocho de mis hombres. Te felicito. Pero Argantonio me pagará igual si le llevo tu cabeza clavada en una pica –se jactó el cabecilla de los tartesos-. ¿Algo que decir antes de morir?
- Sí… -el Rey Toro habló con dificultad. Cada palabra le costaba un esfuerzo tremendo. Tan solo esperaba que aquel rival acabara con su vida rápido, así que decidió cabrearlo más- No son ocho. Son nueve.
Tal vez fueran las últimas fuerzas que le quedaban, pero fueron suficientes como para extraer las dagas de su escondite, a su espalda, y lanzárselas al otro guerrero. A pesar de que apuntó ambas al pecho, directas al corazón, una de ellas falló y la otra se clavó en el ojo izquierdo del soldado casi hasta la empuñadura. Puede que los dioses guiasen su tiro. El guerrero cayó instantáneamente, como un plomo, muerto en el acto, ante la mirada de rabia del cabecilla.
La risa, ronca y quebrada, del Rey Toro a duras penas atravesó sus labios. El cabecilla levantó su espada y promulgó su veredicto.
- Como representante del Dorado Imperio de Tarsis la Bella, yo, Aurinio de Cija, te condeno a muerte, Ajdet, Rey del Imperio del Toro, Domador de Bestias y Brujo de la Naturaleza, por las muertes de doce ciudadanos de Tarsis la Bella y por tus ataques contra el Reino de Argantonio. Que el Gran Dios te juzgue con la misma misericordia con que lo hicieron los humanos.
Ajdet rió de nuevo y cerró los ojos. Lo último que escuchó antes de que todo fuera completamente negro fue el silbido de la espada cayendo sobre él.
*****
Nura sabía que Zuyda se había olvidado por completo de la instrucción. La polla de madera con la que la hacía practicar ni siquiera había salido del cuenco donde la chamán la guardaba cada día. Sin embargo, a la nínfula poco le importaba eso.
Las manos de Zuyda, húmedas de esa resbalosa sustancia que salía al exprimir las olivas, patinaban sobre todo el cuerpo suave de la chiquilla, internándose entre los muslos, bordeando la entrada a su coñito sin pelos, alejándose luego para sustituir a la hábil lengua sobre su clítoris. Si bien el masaje de Kello había sido profundamente excitante, la habilidad de las manos de Zuyda tenía un componente más cercano, como si de verdad conociera tanto su cuerpo que supiera qué parte necesitaba ser acariciada en cada momento.
Zuyda vertió más aceite sobre el cuerpo desnudo de Nura, que se arqueó como buscando ese contacto húmedo, tibio y viscoso que se derramaba por su piel. Las manos de la chamán se centraron sobre el sexo de la morenita a medida que los gemidos de ésta se iban haciendo más sonoros y audibles.
Los muslos de Nura se tensaban en cortas ráfagas, como cruzados por infinidad de placenteros calambres, y sus caderas subían y bajaban, acelerando la velocidad del roce del dedo índice de Zuyda sobre su inflamadísimo capuchoncito, mientras que la otra mano de la chamán se encargaba de acariciar los mojados labios de su sexo e, incluso llevarse esa humedad hacia el agujerito trasero de la pequeña.
- No tan alto. Que no nos oiga nadie –susurró suavemente la rubia chamán al oído de la cachondísima morenita cuando notó que sus gemidos subían demasiado de volumen.
Nura, no obstante, no podía refrenar sus gemidos, así que se obligó a que sus manos dejasen de estrujar sus pechitos mínimos y marcharan a taparle la boca, convirtiendo sus gemidos y grititos de placer en profundos gemidos nasales, menos audibles pero igualmente eróticos.
Su clítoris estaba tan caliente ya, o al menos así lo notaba Nura, que lo sentía a punto de arder en llamas igual que un manojo de paja seca. Y lo peor, y lo mejor al mismo tiempo, era que ese calor se extendía por toda su piel, centrándose sobre todo en ciertos puntos de su preciosa anatomía como sus labios, su frente, sus erguidos pezones o su vientre sonrosado por la excitación.
Finalmente, como si de verdad no sólo su clítoris sino todo su cuerpo hubiera estallado en llamas, el clímax atenazó cada poro de su piel, cada gota de su sangre, cada fibra de sus músculos… fue solo un instante pero el cuerpo de la pequeña bien lo hubiera querido alargar durante horas. El orgasmo fue el culmen máximo del placer. Y, mientras Nura disfrutaba de ese punto álgido de su placer, Zuyda perforó su coñito por primera vez y de golpe con dos dedos que, entre los propios flujos de la nínfula y el aceite que aún los cubría, se colaron hasta el fondo de su estrecha cueva, encadenando al primero un segundo orgasmo menos potente pero más húmedo que el anterior. Como si se estuviera meando, un chorrito de flujos surgió del coñito de Nura, empapando las dos manos de la chamán y salpicando buena parte del lecho.
*****
Rayma no sabía qué hacer. Durante todo el día había estado sentada en un rincón de la habitación, llorando y mirando por la ventana cómo la noche caía sobre el pueblo. No entendía por qué Ayna había dicho todo aquello, achacarlo al dolor por la muerte de Ajdet era fácil, pero incluso llegó a pensar si, subconscientemente, no habría abandonado a su marido por esas razones que su cuñada había apuntado. Obvio que le gustaba el poder. Pero si le dieran a elegir, elegiría a su esposo sin lugar a dudas. Amaba a Ajdet. Pero también amaba a Gabdo y le costó poco olvidarse de él en los brazos del Rey Toro.
Miró a su alrededor, con los ojos adoloridos de tanto llorar, y cada objeto de esa habitación le recordó a su esposo. ¿Seguiría vivo a esas horas del día? ¿Habría sido ajusticiado ya por esos malditos tartesos? Oh… si el Reino del Toro tuviera un ejército más grande marcharía ahora mismo hacia las tierras de Tarsis.
Quizás los jinetes que había mandado Yasid, o los exploradores de la Sierra Sur pudieran dar con Ajdet antes de que esos soldados llegasen a las fronteras de Tarsis. Ésa era la única opción. Pero era una opción casi nula. Debía hacerse a la idea de que, nuevamente, era viuda.
El pensamiento, sin saber por qué, le resultó ahora tremendamente doloroso. Mil veces más que cuando murió Gabdo. Tal vez porque cuando recibió la noticia de que su primer marido había muerto, había sido después de que éste huyera, abandonándola, y que tras aquello, automáticamente quedó en poder de Ajdet. Pero ahora estaba sola. Y la soledad era algo que la había perseguido durante toda su vida y que, por fin, la había encontrado.
Quizás lo mejor era abandonarse a ella, huir del pueblo con lo puesto y vivir en el monte, como una salvaje más, alejándose de la civilización, esa incivilizada civilización que la había hecho enviudar dos veces ya en su corta vida.
Tal vez eso fuera lo mejor, fue lo último que pensó antes de quedarse dormida, todavía llorando.
*****
- Zuyda…
- ¿Sí? Dime, pequeña.
La chamán entreabrió los ojos. Se había quedado traspuesta tras el último orgasmo al que, frotándose una contra la otra, habían llegado ambas casi al mismo tiempo.
- ¿Crees de verdad que Rayma abandonó a Ajdet para quedarse con el gobierno?
- No sé… tú estabas allí. ¿Qué piensas?
- Que no. Pero no sé… si hacemos caso a Ayna…
- Te digo lo mismo. Tú estabas allí y también amas a Ajdet, no puedes negarlo, y también lo abandonaste. ¿Quiere decir eso que tú deseas el gobierno del pueblo?
- ¡No! ¡Por supuesto que no! Pero… Ayna…
- Ayna es una chiquilla demasiado joven para que nos creamos todo lo que dice. Porque dice las cosas sin pensarlas, y aunque las piense, no las piensa bien. No ha madurado todavía.
- Yo soy más joven que ella. ¿Significa eso que yo tampoco he madurado?
- No tiene por qué significarlo, pero en este caso sí. Por supuesto que tú todavía no has madurado.
- ¿Y cuándo habré madurado entonces? –En el tono de Nura se dejó entrever algo de reproche.
- Tú tienes imposible madurar, pequeña. Fuiste una niña que se convirtió primero en puta y luego en guerrera. Te has saltado una etapa importante. Demasiado importante.
- ¿Cómo? –Ciertamente, Nura no entendía nada.
- Pequeña… Te han enseñado un oficio en el que no debes, nunca, plantearte según qué cosas. Jamás madurarás mientras estés junto a Ajdet.
- Entonces no quiero madurar nunca. Porque eso significaría que Ajdet sigue vivo.
- Yo apostaría a que Ajdet sigue vivo. Pero también a que madurarás.
- ¿Estás segura de eso?
- Por supuesto que no, pequeña –dijo Zuyda, sonriendo con dulzura-. Hay muchas cosas de las que no puede estar una segura –añadió, acariciándose tiernamente el vientre. Si su sueño se cumpliera… tal vez, sólo tal vez…
*****
La noche se retiraba lentamente por las montañas. El Dios Sol se levantaba del mar y se encaramaba lentamente al cielo.
Con los primeros rayos de sol, llegó algo más al Pueblo del Gran Río. O mejor dicho, alguien.
Sobre un caballo que se acercaba al galope por el sur, se podían ver dos bultos.
Uno era el jinete, que marchaba decidido hacia la capital del Reino del Toro.
El otro era un fardo envuelto en una sábana de lino blanco atada con dos cintas negras, tal y como correspondía a un guerrero muerto en combate, una costumbre de los hombres del Monte Negro que Ajdet había obligado a implantar de manera automática desde algunos meses atrás.
El sol se levantaba perezoso y el jinete se acercaba al Pueblo.
Continuará...
Kalashnikov
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