domingo, 25 de diciembre de 2011

A.C. (26: La derrota de Ajdet)

- ¡¿Y lo abandonasteis allí?! ¡¿Simplemente dejasteis que esos malditos se lo llevaran?! –Ayna había aguardado mientras escuchaba el relato de lo que ocurrió en aquel bosque pero, llegado el momento en que Rayma explicó cómo Ajdet se entregó voluntariamente a cambio de que los guerreros de Tarsis dejaran marcharse a su esposa y a las niñas, la pequeña rubia estalló. Su preocupación había ido dejando paso a la rabia a medida que su cuñada contaba la historia, y finalmente se había levantado, con el rostro enrojecido por la ira mientras escupía insultos y maldiciones.

- ¿Y qué querías que hiciéramos? ¡Ajdet no nos dio otra opción!

- Tú… tú… -La rubita caminaba sin rumbo por la estancia , no quería mirar a Rayma y, cuando finalmente lo hizo, se encaró con ella señalándola amenazadoramente con el dedo-. Tú has matado a mi hermano. ¿Lo sabes?

Yasid, que había escuchado pacientemente, tratando de digerir la funesta información que le transmitía la esposa del Rey Toro, saltó como un resorte al escuchar esas palabras de su joven esposa.

- ¡Ayna! ¿Cómo puedes decir eso?

- ¡Es lo que ha hecho! ¡Ha matado a Ajdet! –replicó la rubita casi llorando. Cargada de rabia y frustración, salió de la casa profiriendo un estruendoso grito.

- ¡Ayna! –Yasid salió tras ella y, después del negro, hizo lo propio Rayma, siguiendo a su cuñada.

- ¡Ni se te ocurra seguirme, puta! –chilló la jovencita rubia, en medio de la plaza central del pueblo, donde se había ido reuniendo un grupo cada vez más numeroso de habitantes curiosos y preocupados.

- Ayna, yo… -Rayma intentaba disculparse, por si hubiera sido poco difícil el marcharse de allí sin su amado Ajdet, ahora se tenía que enfrentar a la rabia de la familia y, tal vez, también a la de todo el pueblo.

- ¡No me hables! ¿Querías tener el control absoluto del pueblo acaso, zorra? ¡Seguro que pensaste que, sin Ajdet, tú podrías gobernar! –una exclamación de asombro brotó de las bocas de todos los presentes, y tan solo un instante después, Rayma sintió clavarse en ella un centenar de miradas inquisitorias.

- ¿Qué? ¡¡NO!! ¡Por supuesto que no! ¡Yo…!

- ¡Pues yo misma me encargaré de que tú no gobiernes! ¡Este Imperio necesita alguien que sea capaz de morir por su Pueblo! ¿Y cómo va a morir por su pueblo alguien que ni siquiera es capaz de morir por la persona a la que, supuestamente, ama?

Tanto Yasid como Rayma se quedaron petrificados. Una mirada al resto de gente del Pueblo del Gran Río demostró que ellos pensaban igual que Ayna. La esposa, o la viuda, del Rey Toro acababa de perder la confianza de su pueblo en un simple instante.

Sintiéndose presa de una especie de linchamiento público de miradas, Rayma estalló en lágrimas y salió corriendo de vuelta a la casa del Gran Jefe.

jueves, 15 de diciembre de 2011

A.C. (25: Emboscada)

La noche se iba cerrando sobre el carromato, sumiendo en la más absoluta oscuridad los caminos, veredas, y andurriales llenos de matojos y espinos por los que los caballos trotaban temerosamente. El Rey Toro conocía el camino, pero debía andar con cuidado si no quería que la oscuridad le hiciera una mala jugada. A su lado, Rayma dormía, recostada sobre su hombro, dulce y pacífica como sólo lo era mientras permanecía dormida. Tras él, en el cajón del carro, diez niñas y dos niños, o mejor dicho, nueve niñas, dos niños y una guerrera soportaban el traqueteo del carro, la gran mayoría tratando de dormir un poco.

De reojo pudo ver cómo Nura se mantenía en vela, tapando con cuidado a cualquiera de los infantes si el trasegar del carro acababa por descubrirlos de su manta.

- Intenta dormir, Nura. Te lo mereces más que nadie –susurró el Rey Toro, mientras el horizonte marino se empezaba a abrir ante ellos. De noche, los bosques eran territorio de los lobos y otras alimañas para quienes la carne de dos caballos y trece humanos sería un manjar muy apetitoso, así que Ajdet se decidió finalmente por conducir la biga costa arriba, donde la vegetación era más escasa y era más difícil encontrarse con fieras nocturnas.

- Dormiré cuando lleguemos al poblado, igual que tú. Hasta entonces cuidaré de ellas y me mantendré despierta como tú –replicó la jovencita morena, aunque el cansancio era total y cada vez que pestañeaba le costaba un esfuerzo tremendo volver a abrir los ojos.

- Nura, duerme. El descanso es esencial para un guerrero. Te despertaré si alguien te necesita.

La nínfula observó a las criaturitas que dormitaban a su alrededor. Todos parecían tranquilos y a salvo, incluso Miena parecía descansar sin impedimentos, a pesar de su infección.

- ¿Es una orden? –Nura pretendía aparentar más fortaleza de la que ya de por sí tenía pese a su corta edad, pero ambos sabían lo que esa pregunta significaba realmente: “No quiero dormir para no parecer débil aunque sé que lo necesito. Ordénamelo y no tendré excusa ninguna”.

- Lo es.

- Entendido, Rey Toro.

*****

Ayna estaba expectante. Su hermano hacía casi media jornada que se había marchado, y tan sólo deseaba que Yasid acabara pronto el entrenamiento a los soldados para poder pasar un tiempo con él a solas. Sentada en la cama, aguardaba a su esposo con la excitación creciendo dentro de su cuerpo adolescente, cada vez más de mujer y menos de niña.

Finalmente, el negro entró a la habitación con su cuerpo enorme cubierto de sudor. La pequeña rubia sonrió nada más verlo entrar. Yasid, que conocía a la perfección lo que significaba esa sonrisa en la cara de su esposa, resopló divertido y trató de negarse.

- Hoy no, pequeña dulzura, estoy muy cansado para hacer amor contigo.

- Tú tranquilo, esta noche todo corre por mi cuenta… -dijo Ayna, levantándose completamente desnuda y caminando hacia su marido.

La pequeña Ayna extendió una mano hacia el negro y éste, finalmente resignado, la acabó tomando y permitiendo que su joven esposa le condujera hasta el lecho marital.

La pequeña rubia le obligó a tumbarse y comenzó a despojarlo de sus vestimentas de guerra, sin perder la ocasión de besar la oscura piel de Yasid.

- Tú solamente relájate y disfruta –dijo la rubita.

sábado, 3 de diciembre de 2011

A.C. (24: La misión de Nura)

Los pasos de la niña-mujer eran cortos, cansinos y tambaleantes, como deben serlo los de quienes llevan tres jornadas de camino, alimentándose únicamente de agua de rocío y de algunas plantas y presas pequeñas que no eran capaces de dar energía suficiente para tan largo y duro caminar. El incipiente sol de otoño empezaba a hacerle hervir la cabeza y el viento de tramontana que soplaba le erizaba el vello y la hacía estremecerse de frío. Sus labios estabas resecos y cuarteados, y los callos de sus pies hacía mucho tiempo que no dejaban de sangrar; las malditas piedrecitas del camino se le clavaban más a cada paso.

A sus oídos llegó el alegre sonido del agua correr, y tan solo deseó que esa vez no fueran alucinaciones como las cuatro veces anteriores. La senda a la que había llegado tenía huellas de cascos de caballos y de ruedas de carros, y la nínfula supo que quedaba muy poco para el final de su odisea.

Al sonido, leve y sosegado, del agua allá a lo lejos, se le sobrepuso un sonido más agudo, más rápido, más creciente. Era uno de esos muchos caballos que usaban los comerciantes y que, poco a poco, se iba a acercando a ella con su trote suave.

Aunque el sol le hacía daño en los ojos, se obligó a mirar en esa dirección. Seguramente el comerciante la vio antes que ella a él, pero la pequeña fue la primera en reconocerlo.

- Al fin –musitó la joven, y sus labios esbozaron una sonrisa dolorosa.

Sintiendo que el alivio llenaba su cuerpo, cerró los ojos, relajó su cuerpo y se dejó caer. No creyó que realmente estuviera tan próxima al desmayo, pero antes de tocar el suelo, Nura ya había perdido la consciencia.