domingo, 25 de diciembre de 2011

A.C. (26: La derrota de Ajdet)

- ¡¿Y lo abandonasteis allí?! ¡¿Simplemente dejasteis que esos malditos se lo llevaran?! –Ayna había aguardado mientras escuchaba el relato de lo que ocurrió en aquel bosque pero, llegado el momento en que Rayma explicó cómo Ajdet se entregó voluntariamente a cambio de que los guerreros de Tarsis dejaran marcharse a su esposa y a las niñas, la pequeña rubia estalló. Su preocupación había ido dejando paso a la rabia a medida que su cuñada contaba la historia, y finalmente se había levantado, con el rostro enrojecido por la ira mientras escupía insultos y maldiciones.

- ¿Y qué querías que hiciéramos? ¡Ajdet no nos dio otra opción!

- Tú… tú… -La rubita caminaba sin rumbo por la estancia , no quería mirar a Rayma y, cuando finalmente lo hizo, se encaró con ella señalándola amenazadoramente con el dedo-. Tú has matado a mi hermano. ¿Lo sabes?

Yasid, que había escuchado pacientemente, tratando de digerir la funesta información que le transmitía la esposa del Rey Toro, saltó como un resorte al escuchar esas palabras de su joven esposa.

- ¡Ayna! ¿Cómo puedes decir eso?

- ¡Es lo que ha hecho! ¡Ha matado a Ajdet! –replicó la rubita casi llorando. Cargada de rabia y frustración, salió de la casa profiriendo un estruendoso grito.

- ¡Ayna! –Yasid salió tras ella y, después del negro, hizo lo propio Rayma, siguiendo a su cuñada.

- ¡Ni se te ocurra seguirme, puta! –chilló la jovencita rubia, en medio de la plaza central del pueblo, donde se había ido reuniendo un grupo cada vez más numeroso de habitantes curiosos y preocupados.

- Ayna, yo… -Rayma intentaba disculparse, por si hubiera sido poco difícil el marcharse de allí sin su amado Ajdet, ahora se tenía que enfrentar a la rabia de la familia y, tal vez, también a la de todo el pueblo.

- ¡No me hables! ¿Querías tener el control absoluto del pueblo acaso, zorra? ¡Seguro que pensaste que, sin Ajdet, tú podrías gobernar! –una exclamación de asombro brotó de las bocas de todos los presentes, y tan solo un instante después, Rayma sintió clavarse en ella un centenar de miradas inquisitorias.

- ¿Qué? ¡¡NO!! ¡Por supuesto que no! ¡Yo…!

- ¡Pues yo misma me encargaré de que tú no gobiernes! ¡Este Imperio necesita alguien que sea capaz de morir por su Pueblo! ¿Y cómo va a morir por su pueblo alguien que ni siquiera es capaz de morir por la persona a la que, supuestamente, ama?

Tanto Yasid como Rayma se quedaron petrificados. Una mirada al resto de gente del Pueblo del Gran Río demostró que ellos pensaban igual que Ayna. La esposa, o la viuda, del Rey Toro acababa de perder la confianza de su pueblo en un simple instante.

Sintiéndose presa de una especie de linchamiento público de miradas, Rayma estalló en lágrimas y salió corriendo de vuelta a la casa del Gran Jefe.

jueves, 15 de diciembre de 2011

A.C. (25: Emboscada)

La noche se iba cerrando sobre el carromato, sumiendo en la más absoluta oscuridad los caminos, veredas, y andurriales llenos de matojos y espinos por los que los caballos trotaban temerosamente. El Rey Toro conocía el camino, pero debía andar con cuidado si no quería que la oscuridad le hiciera una mala jugada. A su lado, Rayma dormía, recostada sobre su hombro, dulce y pacífica como sólo lo era mientras permanecía dormida. Tras él, en el cajón del carro, diez niñas y dos niños, o mejor dicho, nueve niñas, dos niños y una guerrera soportaban el traqueteo del carro, la gran mayoría tratando de dormir un poco.

De reojo pudo ver cómo Nura se mantenía en vela, tapando con cuidado a cualquiera de los infantes si el trasegar del carro acababa por descubrirlos de su manta.

- Intenta dormir, Nura. Te lo mereces más que nadie –susurró el Rey Toro, mientras el horizonte marino se empezaba a abrir ante ellos. De noche, los bosques eran territorio de los lobos y otras alimañas para quienes la carne de dos caballos y trece humanos sería un manjar muy apetitoso, así que Ajdet se decidió finalmente por conducir la biga costa arriba, donde la vegetación era más escasa y era más difícil encontrarse con fieras nocturnas.

- Dormiré cuando lleguemos al poblado, igual que tú. Hasta entonces cuidaré de ellas y me mantendré despierta como tú –replicó la jovencita morena, aunque el cansancio era total y cada vez que pestañeaba le costaba un esfuerzo tremendo volver a abrir los ojos.

- Nura, duerme. El descanso es esencial para un guerrero. Te despertaré si alguien te necesita.

La nínfula observó a las criaturitas que dormitaban a su alrededor. Todos parecían tranquilos y a salvo, incluso Miena parecía descansar sin impedimentos, a pesar de su infección.

- ¿Es una orden? –Nura pretendía aparentar más fortaleza de la que ya de por sí tenía pese a su corta edad, pero ambos sabían lo que esa pregunta significaba realmente: “No quiero dormir para no parecer débil aunque sé que lo necesito. Ordénamelo y no tendré excusa ninguna”.

- Lo es.

- Entendido, Rey Toro.

*****

Ayna estaba expectante. Su hermano hacía casi media jornada que se había marchado, y tan sólo deseaba que Yasid acabara pronto el entrenamiento a los soldados para poder pasar un tiempo con él a solas. Sentada en la cama, aguardaba a su esposo con la excitación creciendo dentro de su cuerpo adolescente, cada vez más de mujer y menos de niña.

Finalmente, el negro entró a la habitación con su cuerpo enorme cubierto de sudor. La pequeña rubia sonrió nada más verlo entrar. Yasid, que conocía a la perfección lo que significaba esa sonrisa en la cara de su esposa, resopló divertido y trató de negarse.

- Hoy no, pequeña dulzura, estoy muy cansado para hacer amor contigo.

- Tú tranquilo, esta noche todo corre por mi cuenta… -dijo Ayna, levantándose completamente desnuda y caminando hacia su marido.

La pequeña Ayna extendió una mano hacia el negro y éste, finalmente resignado, la acabó tomando y permitiendo que su joven esposa le condujera hasta el lecho marital.

La pequeña rubia le obligó a tumbarse y comenzó a despojarlo de sus vestimentas de guerra, sin perder la ocasión de besar la oscura piel de Yasid.

- Tú solamente relájate y disfruta –dijo la rubita.

sábado, 3 de diciembre de 2011

A.C. (24: La misión de Nura)

Los pasos de la niña-mujer eran cortos, cansinos y tambaleantes, como deben serlo los de quienes llevan tres jornadas de camino, alimentándose únicamente de agua de rocío y de algunas plantas y presas pequeñas que no eran capaces de dar energía suficiente para tan largo y duro caminar. El incipiente sol de otoño empezaba a hacerle hervir la cabeza y el viento de tramontana que soplaba le erizaba el vello y la hacía estremecerse de frío. Sus labios estabas resecos y cuarteados, y los callos de sus pies hacía mucho tiempo que no dejaban de sangrar; las malditas piedrecitas del camino se le clavaban más a cada paso.

A sus oídos llegó el alegre sonido del agua correr, y tan solo deseó que esa vez no fueran alucinaciones como las cuatro veces anteriores. La senda a la que había llegado tenía huellas de cascos de caballos y de ruedas de carros, y la nínfula supo que quedaba muy poco para el final de su odisea.

Al sonido, leve y sosegado, del agua allá a lo lejos, se le sobrepuso un sonido más agudo, más rápido, más creciente. Era uno de esos muchos caballos que usaban los comerciantes y que, poco a poco, se iba a acercando a ella con su trote suave.

Aunque el sol le hacía daño en los ojos, se obligó a mirar en esa dirección. Seguramente el comerciante la vio antes que ella a él, pero la pequeña fue la primera en reconocerlo.

- Al fin –musitó la joven, y sus labios esbozaron una sonrisa dolorosa.

Sintiendo que el alivio llenaba su cuerpo, cerró los ojos, relajó su cuerpo y se dejó caer. No creyó que realmente estuviera tan próxima al desmayo, pero antes de tocar el suelo, Nura ya había perdido la consciencia.

domingo, 23 de octubre de 2011

A.C. (23: La instrucción)

Doscientas veinticinco espadas, el mismo número de armaduras y cascos, veinticinco lanzas con punta de bronce, doscientos arcos y cerca de quinientas dagas.

A las afueras del Gran Río, los doscientos veinticinco guerreros del Reino del Toro se preparaban para la primera instrucción observando el arsenal que tenían delante.

- Sé que algunos de vosotros os sabéis buenos guerreros, habilidosos con el uso de la espada y feroces en la lucha. Pues bien... ¡Eso no os va a servir de nada cuando marchemos de conquista! -gritó el Gran Jefe Ajdet- ¡No quiero guerreros! ¡Quiero un ejército! ¡Un grupo de soldados que luche como uno solo, donde cada uno de sus integrantes pueda cubrir los puntos débiles de sus compañeros y potenciar sus mejores habilidades! ¡A partir de ahora aprenderéis a batallar en formación, a luchar de una forma más eficiente, a moveros con una armadura pesada y a atacar al enemigo protegiendo vuestra vida! ¿ENTENDIDO?

- ¡SÍ, GRAN JEFE! -gritaron todos los soldados.

- Muy bien. Los que hayan sido elegidos para montar a caballo, coged una armadura, un casco, una espada, dos dagas y una lanza y seguid a Yasid, él os instruirá.

Veinticuatro hombres además del gigante negro avanzaron y tomaron lo que el Gran Jefe había dicho. Luego, Yasid los dirigió hacia el sudoeste del poblado, donde esperaban veinticinco caballos.

- ¡Los demás! ¡Casco, armadura, espada, arco y dos dagas! ¡YA! -gritó Ajdet, y todos se apresuraron a cumplir la orden del Rey Toro.

Ajdet observó a sus soldados. Todos jóvenes, fuertes, y decididos a convertirse en una auténtica fuerza brutal y sangrienta.

- ¡Poneos las armaduras! ¡Veremos a dónde llega vuestra fuerza!

El primer guerrero en caer desfallecido lo hizo al poco de completar la tercera vuelta al exterior de las murallas del poblado. El ritmo de carrera que impuso Ajdet, que no sólo llevaba la armadura, sino también el casco, la espada y un enorme morral que nadie sabía que llevaba, era inhumano.

No habían tardado ni media hora en recorrer diez quilómetros. El Rey Toro detuvo a sus soldados y los dejó descansar mientras les daba una de sus primeras lecciones.

- Jamás os voy a pedir que hagáis nada que yo mismo no pueda hacer. Pero si yo puedo hacerlo, al final conseguiré que vosotros también podáis -Y tras decir eso, Ajdet vació el morral frente a sus soldados. Una docena de piedras tan grandes como la cabeza de un niño cayeron al suelo ante la atónita mirada de los guerreros. Fácilmente las rocas podrían pesar tanto como una niña pubescente.

*****

A la hora de comer, los soldados que entrenaba Ajdet estaban exhaustos. Tras la carrera, habían tenido que entrenar diversos movimientos con sus espadas y dagas, todos ellos enfocados a protegerse de un ataque frontal y atacar al rival. Tan agotados estaban que incluso algunos no pudieron evitar vomitar de cansancio.

Afortunadamente para ellos, por la tarde Zuyda había aceptado ofrecerles unas clases de herbología, para que, estando de campaña, supieran qué plantas podrían ayudarlos a curarse por sus propiedades astringentes, analgésicas, relajantes o cicatrizantes y qué otras los matarían sin remedio.

Mientras los soldados mascaban tila para templar sus nervios, especialmente indicada para los arqueros antes de disparar, el Rey Toro se acercó a la chamán.

- ¿Cómo va la otra instrucción? -preguntó Ajdet.

- Fenomenal. Es inteligente y aprende muy rápido. Será una gran arma si la sabes usar.

- Sabré -respondió el Gran Jefe, con una amplia sonrisa.

martes, 18 de octubre de 2011

A.C. (22: La pequeña Nura)

Costó un par de días pacificar por completo los pueblos de la Sierra. Friegg no perdonaba a Ajdet el asesinato de su esposa, pero al final el Rey Toro se descubrió como un brillante negociador y consiguió que los cuatro pueblos recién conquistados acabaran admitiendo su dominio sobre ellos, el pueblo de la Sierra Sur que Friegg gobernaba entre ellos.

De vuelta al Gran Río, Ajdet se encerró en su casa para reorganizar su reino, no sin antes hospedar a la pequeña Nura en una de las habitaciones libres de su casa y exigir a toda su familia que nadie la tocara antes que él, lo que sentó bastante mal a su esposa. Dicho esto, pidió que le llevasen comida y agua una vez al día y se encerró a cal y canto en la sala donde tiempo atrás se había reunido con los hombres de Tarsis. Durante siete jornadas, el mando del Reino del Toro y de su capital recayó por entero en Rayma y Yasid, que se había convertido en el hombre de confianza del Gran Jefe por encima de viejos amigos como Lesc. Mientras, Ajdet permanecía en la sala y la única persona a la que se le permitía entrar para llevar la comida y asear la estancia era a la nínfula morena, la misma que había sido vendida y luego rescatada por el Rey Toro.

*****

Ayna despertó y buscó el cuerpo de Yasid, pero sólo encontró un vacío junto a ella en la cama. Se levantó, completamente desnuda, y cogió su túnica con un mohín de disgusto.

- Eres muy hermosa...

La hermana pequeña de Ajdet se sobresaltó y se tapó rápidamente con la túnica.

- ¿Qué haces en mi habitación?

- Oh, no tengas miedo -dijo la pequeña Nura, dando un paso hacia delante, abandonando la puerta en que estaba apoyada-. ¿Sabes? Te pareces mucho a tu hermano.

Ayna se vistió a gran velocidad, intimidada por la presencia de la muchacha.

- No te vistas tan rápido, por favor -se quejó la morenita, acercándose más a la rubia-, no me niegues ver un cuerpo tan hermoso.

- No tendrías que estar aquí.

Poco a poco, Nura había avanzado hasta situarse a pocos centímetros de Ayna.

- Ese negro enorme... Es tu esposo, ¿Verdad? -preguntó, acariciando suavemente, con la yema de sus dedos, la mejilla de la rubia.

- Sí... lo es -murmuró Ayna, y un escalofrío le recorrió el rostro, como si los dedos de la chiquilla transmitieran electricidad.

- Debe ser una delicia hacer el amor con él -susurró Nura, un instante antes de inclinarse hacia Ayna y depositar en sus labios un beso húmedo, sensual, eróticamente perfecto.

Durante unos segundos, la jovencita rubia se quedó petrificada, sintiendo cómo esos labios rozaban los suyos, calentándolos, cómo esa lengua violentaba su boca, tratando de abrirse paso.

Finalmente, una vez repuesta de la sorpresa, Ayna recuperó el control de su cuerpo y empujó a la otra chiquilla, enviándola al suelo.

- Fuera de aquí -ordenó la hermana de Ajdet.

- Pero...

- ¡Fuera de aquí!

Algo asustada, Nura salió de la habitación de Ayna a la carrera, dejando a la pequeña rubia confusa y extrañamente excitada.

jueves, 13 de octubre de 2011

A.C. (21: El asedio)

Los guerreros salieron de los bosques y corrieron hacia la muralla de piedra.

- ¡AHORA! -gritó alguien desde el interior de la villa fortificada.

Decenas de saetas se alzaron en el cielo para luego caer sobre los invasores. Algunas armaduras de bronce rechazaron las flechas pero otras fueron perforadas y las afiladas puntas horadaron la carne. Los gritos de dolor de los hombres resonaron a las afueras del poblado.

- ¡Maldita sea! -Ajdet se encaró con el Jefe de la Sierra Norte, él había sido quien le había convencido de atacar el pueblo de la Sierra Blanca en primer lugar- ¡No me dijiste que hubieran arqueros en ese pueblo!

- No... no lo sabía. Es la Sierra Sur quien entrena a sus guerreros con el arco -se defendió Braki, el Jefe-. Deben de haberse aliado con ellos.

El ímpetu de las tropas del Reino del Toro se había reducido con la sorpresa. Otra andanada de flechas brotó de la ciudad. Los guerreros estaban más preocupados en evitar los proyectiles que en seguir avanzando.

Ajdet tuvo que pensar rápido. Las flechas silbaban a su alrededor y sus hombres caían heridos. Había sido un error atacar el pueblo más grande de la sierra. Era el movimiento más lógico y, por ello, era el peor de todos. Aunque sin el liderazgo de la Sierra Blanca los restantes tres pueblos de la sierra no tardarían en caer bajo su dominio, tendría que haber supuesto que la villa no se conformaría con esperarlos y buscaría aliados entre los poblados cercanos. Mientras en el Gran Río festejaban la boda de Ayna y Yasid, los poblados de la Sierra se unían contra Ajdet y sus hombres.

- ¡RETIRADA! ¡VOLVAMOS AL BOSQUE!

sábado, 8 de octubre de 2011

A.C. (20: Noche de bodas)

- Es hora de que superes la prueba si de verdad quieres casarte con mi hermana -escupió Ajdet-. Si de verdad la amas... ¡Vénceme!


El Rey Toro enarboló su espada y se colocó en posición de batalla.

*****

Yasid dudó. Frente a él estaba posiblemente uno de los guerreros más capaces que jamás hubo visto. Sin embargo, cuando miró hacia atrás y vio a Ayna frente a la puerta de su casa, mirándolo con el miedo metido en su cuerpecito frágil, todas sus dudas se disiparon. Cerró sus dedos sobre la empuñadura de la espada y avanzó hacia Ajdet.

La espada de Yasid tenía una forma extraña, ligeramente curvada hacia uno de sus lados, y ensanchándose hacia el final, un trabajo especial que Yasid había pedido a Rutde. En sus viajes por el ancho continente del sur había visto a las tribus nómadas del desierto usar unas espadas parecidas, y le había encantado la manejabilidad que tenían.

Los dos guerreros se colocaron su armadura de bronce, que no pasaba de ser un primitivo peto que dejaba desprotegidos sus costados pero custodiaba los órganos más vitales del pecho, y comenzaron la lucha.

Yasid fue el primero en atacar, con un golpe lento, de arriba a abajo, que Ajdet no tuvo problemas en esquivar. El Gran Jefe respondió con un ataque lateral, buscando el costado izquierdo del negro, pero éste lo consiguió desviar con su prototipo de cimitarra.

Los golpes se sucedían. Los contrincantes, preocupados en evitar que las espadas hirieran su piel, recibían al protegerse de cada espadazo, una vez tras otra, golpes de la mano torpe del rival, que, si bien no eran demasiado potentes, sí desequilibraban y obligaban a los contendientes a recolocar su posición. Todo el pueblo había venido a ver la apasionante lucha entre esos dos titanes que se intercambiaban golpes y más golpes.

Yasid recibió un potente espadazo a la altura de su estómago que, a pesar de que la armadura se encargó de amortiguarlo, hundió lo suficiente la protección de bronce como para dejarlo sin aire durante unos instantes.

Ayna, que observaba la lucha junto al cada vez más numeroso grupo de curiosos, ahogó un grito de terror. Rayma la tuvo que agarrar para que no interviniera en la batalla.

El enorme negro reculaba, tratando de recuperar la respiración. Ajdet realizó un nuevo ataque y, con mucho esfuerzo, Yasid pudo rechazarlo con su alfanje. Necesitaba algo que le hiciera retomar la iniciativa del combate, así que, tratando de sorprender al Rey Toro, el extranjero se propulsó hacia él con un rápido salto. Lo consiguió. Ajdet recibió el impacto del enorme cuerpo y se desestabilizó momentáneamente.

El gigante negro aprovechó la debilidad de la postura del Gran Jefe y barrió con su pie las piernas de Ajdet, lanzándolo al suelo. Quiso atacarlo cuando su espalda chocó en la tierra, pero el joven era extremadamente ágil y rápido. Rodó sobre el suelo y se incorporó con velocidad, arrancando aplausos de los espectadores.

Yasid y Ajdet se miraron a los ojos durante unos segundos, calibrando el grado de cansancio de su oponente. Los dos eran jóvenes, habían sido duramente entrenados y se movían con inteligencia. No había ninguno que mostrara más debilidad que el otro, pero en los últimos minutos los movimientos se habían ralentizado notablemente, y ambos prácticamente navegaban en sudor.

Una sonrisa se abrió paso en el rostro del Rey Toro. Cambió el modo de agarrar la espada tras hacerla girar en su mano y avanzó hacia Yasid.

- ¡NO! -La pequeña Ayna, que se había logrado liberar de los brazos de su cuñada, se interpuso entre los contendientes, con los brazos abiertos en cruz- ¡Dejadlo ya! ¡No quiero que os pase nada malo a ninguno de los dos!

- Apártate, Ayna -ordenó su hermano, sin dejar de sonreir.

- ¡NO!

- Apártate, Ayna -repitió, dejando caer su espada al suelo.

Ante la sorpresa de su hermana, Ajdet avanzó hacia Yasid y le extendió la mano. El negro también soltó su arma y completó el amistoso saludo que le ofrecía el Rey Toro.

- Bienvenido a la familia, Yasid. Ha sido una gran lucha.

lunes, 3 de octubre de 2011

A.C. (19: La subasta)

Una semana después de la llegada de las mujeres salvajes al Pueblo Azul, dando tiempo a que la noticia se extendiera y que los mercaderes llegasen para participar en ella, la subasta de las setenta y una mujeres y los diecinueve niños y niñas dio comienzo.

Ajdet había querido no sólo asistir a la subasta, sino dirigirla y hacer las veces de vendedor.

- ¡Amigos! -gritaba el Gran Jefe en la plaza central del pueblo, rodeado de una multitud de mercaderes y curiosos- Sé para lo que estáis todos aquí, así que no os haré perder el tiempo. ¡Que pasen las mujeres!

Del antiguo templo de la villa, dirigidas cada una por un hombre del mismo pueblo o del Gran Río, comenzaron a desfilar las hembras, todas ellas desnudas y maniatadas, la mayoría llorando aterrorizadas.

*****

En el pueblo del Gran Río, mientras sus antiguas compañeras eran vendidas como esclavas, las que habían corrido con la buena o mala suerte de ser escogidas por Ajdet recibían las primeras lecciones de Zuyda.

- A partir de ahora, os vais a convertir en meros coños. MIS coños. Seréis obedientes, sensuales y siempre estaréis dispuestas. Cualquier hombre que os necesite os podrá follar por el agujero que él quiera... ¡Basta de lloros!

- ¡AAAAHHH! -la varilla de madera, larga y flexible, que Zuyda llevaba en su mano impactó en la espalda de una de la siete mujeres, una salvaje de las montañas morena y de ojos verdes, abriendo su piel con un pequeño corte del que empezó a manar un fino reguero de sangre.

- Basta de lloros -repitió la chamán-. Habéis tenido suerte acabando aquí. Vuestra diferencia con las infelices que están siendo vendidas es que aquí vais a ser vosotras quienes vais a dominar a los hombres mediante el sexo, sin que ellos lo sepan. Convertiréis en realidad sus fantasías... y también las vuestras.

Las mujeres fijaron su mirada en la rubia chamán. Ahora sí que había captado su atención y las mujeres atendían interesadas.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

A.C. (18: Sangre en las montañas)

- ¡Vamos, preparaos! ¡Los mercenarios nos esperan en el Valle Alto!- Ajdet se había colocado la coraza y el casco de bronce y arengaba a los Hombres del Bosque y a unos pocos guerreros del Gran Río. No quería dejar, como la otra vez, el pueblo sin protección. Menos aún ahora que Tarsis podía tomar represalias por la muerte de sus emisarios.

- Estamos listos, Gran Jefe Ajdet.- dijo Ethú, al frente de los salvajes.

- Está bien. ¡Andando!

Ajdet dirigía al grupo de treinta y dos guerreros que se dirigían al pueblo del Monte Negro, entre los que se encontraba Yasid. El Rey Toro había decidido llevárselo, y no solamente para comprobar la habilidad del extranjero con la espada. También quería alejarlo de la pequeña Ayna esperando enfriar así los sentimientos de una y otro.

Al paso de las tropas junto al Valle Alto, otra quincena de guerreros se unieron al grupo.

Llegaron al pueblo del Monte Negro poco antes de que la noche cayera sobre la región. Los guerreros pasarían allí la noche y saldrían con el alba en busca de los salvajes de las montañas.

- ¡Bienvenido, Rey Toro!- saludó el Jefe del Monte Negro a Ajdet- Os hemos preparado una pequeña fiesta de bienvenida.

*****

Los hombres de Ajdet estaban encantados con esa bebida dulce, rojiza y suave que entraba por la boca, acariciaba la lengua, caía por la garganta, aterrizaba en el estómago y les calentaba la sangre.

- Y... ¿Cómo dices que se llama a esto, Utón?

- Vino, Gran Jefe Ajdet. Se llama vino y se extrae de la uva.

Ajdet elevó su copa y la chocó contra la del líder del Monte Negro. Una miríada de gotitas rojizas los cubrió, como una diminuta lluvia de rubíes que brillaban a la luz de las hogueras.

- Gran Jefe Ajdet, también en mi país conozco esta bebida- interrumpió Yasid, sentado a la diestra del Rey Toro-. Aconsejo que tus hombres no beban mucho o mañana no se podrán luchar.

- Cierto, extranjero- terció el Jefe del Monte Negro-. Pero unos tragos no harán daño a tan grandes guerreros.

Ajdet sonrió efusivamente, era un gesto que podía pasar desapercibido entre las risas etílicas de sus hombres, pero él estaba agradeciendo a los dioses que le hubieran facilitado tanto su plan. No podía creerlo, sin lugar a dudas estaba protegido por las divinidades.

Tras acabar su copa, se levantó y fue uno por uno a sus hombres, ordenándoles que dejaran de beber el dulce néctar. Sin embargo, cuando llegó a la zona en que los Hombres del Bosque reían, gritaban y bebían, directamente tiró de un manotazo la copa del primero de ellos que se puso a su alcance.

- ¿Qué demonios te crees que haces, maldito niñato?- bramó el salvaje, levantándose y enfrentando su ancho cuerpo ante el delgado ser del jefe. Ajdet no se amilanó. Sin más diálogo, abofeteó fuertemente al hombre del Bosque con el dorso de su mano, mandándolo al suelo.

- ¡He dicho que dejéis de beber! ¿No escucháis cuando os habla vuestro jefe o qué?

Algunos de los salvajes se levantaron también y se encararon al Jefe, que pronto fue respaldado por los hombres del Gran Río y del Valle Alto. La figura de Yasid ayudó a amedrentar a los salvajes, que todavía sospechaban que el enorme negro era más un demonio que un hombre.

La pelea, sin embargo, se evitó por la rápida actuación de Ethú, que separó a los contendientes y obligó a sus hombres a soltar sus bebidas.

- Ya habéis oído al Gran Jefe. Se acabó el beber por esta noche.

Los salvajes tiraron las copas y se retiraron, visiblemente enfadados, a la cabañas que el Monte Negro había preprado para que descansaran antes de la batalla del día siguiente.

- ¿Por qué hiciste esa cosa?- inquirió Yasid mientras veía a sus asilvestrados compañeros abandonar la plaza.

- Todo tiene su razón de ser, querido Yasid.

viernes, 23 de septiembre de 2011

A.C. (17: Los Hombres de Tarsis)

Las historias de Yasid eran asombrosas. Ajdet disfrutaba con la información que el negro le transmitía, prestando una atención especial cuando le hablaba de ese reino del sur en donde Yasid había pasado poco más de media luna.

El gigante extranjero dibujaba en la tierra un pequeño mapa de cómo estaba distribuida la capital y alguna de las ciudades circundantes.

- ¿Qué son esos extraños símbolos que dibujas ahí?- preguntó el Gran Jefe, señalando unos raros garabatos que había junto algunos de los cuadrados que indicaban distintos edificios.

- ¿Esto? Son letras... Se me olvidaba que en estas zonas no conocéis la escritura.

- ¿Escritura?- Ajdet pronunció con dificultad la extraña palabra.

- Cada uno de estos símbolos significa un sonido. Éste es la "e", éste, "rre", éste, "ri" y el último, la "a".

- e-rre-ri-a... ¡Herrería! La herrería de la ciudad... ¿Y puedes escribir cualquier sonido de cualquier idioma?

- Sí, aunque algunos son más difíciles, como vuestra "P", que es muy parecida a la "B", pero siempre se pueden poner dos símbolos para disipar dudas.

- ¿Y sería complicado aprender a escribir?

- ¿Com-plicado? ¿Te refieres a si sería difícil?- Ante la respuesta afirmativa de Ajdet, Yasid continuó.- No, no creo. ¿Deseas aprender?

- Me encantaría, pero, si no te importa, prefiero que empecemos mañana. Hoy tengo que visitar el Pueblo del Monte Negro. Y si queda tiempo, bajaré hasta las villas de la Sierra.

- De acuerdo, Rey Toro. Yo he de despedirme de Samir, ya está recuperado y ha decidido volver a casa.

- Entiendo...- Ajdet se quedó pensativo.- Oye, Yasid... ¿Cuando regresarás tú a tu casa?

- No tengo a nadie que me espere. Partí antes de casarme.

El Gran Jefe quiso ver más allá de sus palabras, y no le gustó lo que cruzó por su mente.

- Yasid.

- Dime, Rey Toro.

- No te enamores de mi hermana.- dijo, antes de despedirse del negro.

domingo, 18 de septiembre de 2011

A.C. (16: La lección de Ayna)

La noche había caído de nuevo sobre el Gran Río cuando el primero de los dos grupos de guerreros regresaba al pueblo. Sin embargo, Ajdet notó algo raro según atravesaba las puertas de su capital. Un ambiente de nerviosismo revoloteaba en el poblado, como si una pátina de intranquilidad hubiera cubierto el Gran Río durante su ausencia.

- ¡Lesc! ¿Qué demonios ha pasado?

- ¡Ajdet!- el joven hijo de Rocnar suspiró aliviado cuando vio aparecer a su Jefe. Estaba claro que, pese a que Ajdet le había visto capacitado para gobernar durante su ausencia y la de Rayma, lo que hubiera pasado le había desbordado por completo.- Cre... creía que ibas a venir antes, esperé todo lo que pude para darte tiempo a llegar... yo... lo siento...

- ¡Lesc! ¡Maldita sea, cálmate! ¿Qué ha ocurrido?

- Es... Ayna... se metió esta mañana en el bosque y todavía no ha regresado. No hay forma de encontrarla.- el joven Lesc parecía al borde del llanto, no sólo había actuado de forma lenta y negligente, lo que posiblemente causara la muerte de la pequeña, sino que también había echado a perder la ocasión de demostrarle al Rey Toro que él también podía ser un buen gobernante.

- ¿Qué dices? ¿Has mandado alguien a buscarla?

- Sí. Pagul, Misdo, Ferc y Bsadi la están buscando. ¡ah! Y el negro también. Él fue el último que la vio. Han salido a la caída del sol.

Ajdet maldijo. Era verdad que había dejado muy pocos hombres en la ciudad, y la mayoría de ellos, por no decir todos excepto Lesc, Rutde y Pagul, demasido jóvenes o demasiado mayores. Sin embargo, Lesc se había equivocado. Pagul era un guerrero sin demasiado cerebro que no se orientaba especialmente bien en el bosque. Ferc era aún un muchacho con más ganas que fuerza, y Misdo un guerrero ya demasiado veterano, que había sido incluso compañero de Arald, el padre de Agaúr y abuelo de Ajdet. El joven Rey Toro rezaba a los dioses que fuera Bsadi, un viejo cazador acostumbrado a desenvolverse en la espesura, el que hubiera tomado el mando de la partida de búsqueda. Sin embargo, conociendo el poco carácter del hombre y el ego desbordado de Pagul, estaba seguro que no había sido así.

Si al menos hubiera enviado unas cuantas mujeres de apoyo, con las que pudieran hacer un barrido del bosque... Pero Ajdet sabía la opinión que el hijo de Rocnar tenía de las hembras, a las que consideraba seres débiles e inferiores. Él mismo tampoco tenía una opinión mucho mejor, pero al menos podrían haber ayudado.

martes, 13 de septiembre de 2011

A.C. (15: La Estrategia de Ajdet)

Ajdet no podía esperar ni un minuto más. Era hora de demostrarle al extranjero el poder del Rey Toro. Su simple nombre bastaría para hacer rendirse al Pueblo Azul y Yasid entendería que él era tan o más poderoso que el rey del Sur.

- ¡Maastri! Ves y diles lo que acordamos.

El joven de los Hombres del Bosque se había ido convirtiendo día a día en uno de los hombres de confianza del Rey Toro. Su obediencia y rapidez le habían concedido un puesto muy cercano al jefe.

El salvaje asintió y salió del pueblo a la carrera. Si cumplía su misión, si empezaba a subir el respeto que el Gran Jefe le tenía, tal vez podría abandonar su tribu salvaje y hacerse un hueco en los desarrollados pueblos que Ajdet conquistaba.

*****

Las horas pasaban y el Gran Jefe paseaba por su territorio con Yasid, mientras esperaba que Maastri llegara con la respuesta de Kimel. Samir, tras despertar de su profundo sueño, se curaba lentamente merced a los ungüentos de Zuyda, lo que tranquilizaba al imponente negro, que en su paseo sin embargo acosaba a preguntas a Ajdet. El joven se pensaba mucho antes de responder, no sólo porque tuviera que escoger las palabras más sencillas para que el extranjero las entendiera, sino porque tampoco le quería dar demasiados datos importantes. Todavía no se fiaba completamente del negro. Tenía que reconocer que Yasid aprendía demasiado rápido el idioma.

Los gritos de los vigilantes le sacaron de la conversación. Se puso a correr hacia el este del poblado mientras trataba de averiguar el motivo del griterío.

*****

La rabia lo había dominado durante unos segundos al encontrarse con el desagradable regalo que le esperaba a pocos metros de la muralla. La cabeza cercenada del joven Maastri lo miraba a los ojos desde el suelo, como preguntándole un por qué que ni él mismo podía contestar.

Un jinete lo había traído y lo había lanzado a los pies de los guardias antes de desaparecer nuevamente en el bosque occidental.

Los Hombres del Bosque corrieron a por sus armas, deseosos de atacar ese maldito pueblo que había acabado con su compañero. Sin embargo, Ajdet los detuvo. Su inteligencia y sangre fría se impusieron a su ira.

- ¡Quietos! Primero tendremos que enterarnos de qué es lo que tienen para atreverse a hacer una cosa de éstas. Lesc, escoge dos guerreros y ves al Pueblo Azul. Vigila e investiga, pero con mucho cuidado, no te acerques demasiado. Intenta contactar con Sanom, si puedes, es de confianza.

jueves, 8 de septiembre de 2011

A.C. (14: El Extranjero)

- Vamos, Samir, por todos los dioses, resiste, por favor. Pronto llegaremos a un poblado.

Los dos extranjeros avanzaban a duras penas por el prado, el más alto de los dos arrastrando consigo a su compañero, que sólo podía gritar y encogerse por el dolor lacerante que abrasaba su estómago.

- No... no puedo continuar...- balbucía, casi sin fuerzas, el hombre.- estoy demasiado... ¡AAARRGHHHH!

Samir se soltó del brazo de su amigo y cayó al suelo. Sentía un fuego devastador romperle las entrañas, reventarlo de dolor, robarle todas las fuerzas y dejarlo derrotado sobre la hierba húmeda aún del rocío de la mañana.

- ¡Mira! ¡Un poblado! ¡Voy a intentar pedir ayuda! ¡Resiste!

El hombre salió corriendo hacia la villa, dejando a su compañero doliéndose sobre la hierba. Cruzaba el verde prado con zancadas tan enormes como él mismo, el viento azotaba en su rostro, los pulmones le ardían y el corazón parecía querer salírsele del cuerpo, pinchando su pecho como si una daga le atravesara la piel desde dentro, pero la vida de Samir estaba en sus manos y no podía dejar de correr.

El poblado, a ojos vista, parecía crecer y elevarse a medida que se aproximaba, como si desde que él empezara su alocada carrera, hubiera ido evolucionando desde una casucha de pieles y huesos hasta la villa fortificada que ahora semejaba. Quizás, cuando llegase a ella, sus hombres habrían descubierto ya cómo volar y sus edificios serían tan altos como el mismísimo cielo.

- ¡Pagul! ¡Mira eso! ¿Qué demonios es?

Uno de los guardias que vigilaban la puerta encarada al sudoeste del poblado señaló al hombre que corría hacia ellos vestido con una túnica de llamativos colores violáceos. Pero aquél no era un hombre normal. Era enorme, corría tan rápido como el mismo viento y, lo más inquietante, su cara era del color de la noche.

Los guardianes mostraron sus espadas mientras el gigante negro avanzaba hacia ellos a gran velocidad.

- ¡Alto! ¡Deténte ahora mismo!- Ordenó el tal Pagul, arma en ristre.

El extranjero se detuvo justo frente a los guerreros, y se echó de rodillas, implorando algo en un idioma extraño y atropellado.

- ¿Qué demonios dices? ¡No entiendo nada!

- Es un conjuro, está intentando hechizarte... ¡mátalo, Pagul!- dijo el otro guardián. Sin embargo, su compañero no obedeció, en los ojos de ese hombre de piel oscura y gruesos labios encontró una sensación de angustia y miedo profundo que inspiraron su compasión.

- Llama a Ajdet. Él sabrá lo que hacer.

- Pero...

- ¡Hazlo! ¡No me pasará nada, no está armado!

sábado, 3 de septiembre de 2011

A.C. (13: El Pueblo del Gallo)

Pasaron dos días, los hombres del Gran Río enviados por Ajdet y comandados por Lesc ya habían regresado, después de ayudar en la reconstrucción del pueblo del Valle Alto. Para compensarlos por los estragos que la guerra había causado, Ajdet no sólo les permitió explotar las minas de cobre y estaño, sino que hizo llamar a uno de los supervivientes para que aprendiera de Rutde el oficio de la herrería.

No obstante, el abismo que se había abierto entre el número de hombres y de mujeres en el pueblo tras la batalla, era un inconveniente en el que el Gran Jefe no dejaba de pensar. Viudas y mujeres jóvenes se habían quedado sin posibilidades de encontrar esposo. Pensó sin embargo que ya tendría tiempo de arreglarlo cuando conquistara el pueblo del Gallo.

Ajdet salió de casa y el sol repentino del amanecer le dolió en los ojos. Entrecerró los párpados y trató de acostumbrarse a la claridad brutal del día. Sus hombres comenzaban a prepararse. A los guerreros que le acompañaron en su ataque contra el Valle Alto se les habían unido varios habitantes más de los otros dos pueblos. En total, sesenta y un guerreros, ya la mayoría de ellos armados con espadas de bronce e, incluso, algunos como Rocnar o Lesc también con armaduras del cobrizo metal.

En vez de dirigirse directamente hacia ellos, el Gran Jefe se alejó del centro del poblado, hacia los campos que habían quedado fuera de las murallas. Se acercó a un pequeño cercado donde un animal zahíno correteaba.
Ajdet sonrió con arrogancia. Era hora de amedrentar al enemigo.

*****

El pueblo del Gallo estaba rodeado por una empalizada de madera que, si bien no era tan buena protección como la muralla de piedra del Gran Río, daba una gran ventaja a los defensores. Además, la villa era de las más grandes y pobladas de la zona, más de doscientas personas vivían dentro del pueblo, y ningún otro rival se había atrevido a atacarla desde muchas generaciones atrás. Se necesitaba un ejército muy fuerte y poderoso para siquiera intentarlo. Justo lo que Ajdet, en tan poco tiempo, había logrado.

- ¡Allí vienen los Hombres del Bosque! ¡Es cierto! ¡Los comanda un hombre a caballo! ¡No! ¡No es un caballo! ¡Es... Dioses del Cielo!

Los gritos del vigilante llegaron a oídos de los invasores, que se apostaban lentamente junto a la empalizada este del poblado. Una risa franca recorrió a las tropas.

lunes, 29 de agosto de 2011

A.C. (12: La iniciación de Malda)

Cuando Ajdet, junto con los otro trece guerreros, los veinticinco hombres del bosque y su nueva adquisición llegaron al poblado, el Gran Río se preparaba para la comida del mediodía.

El olor a carne cocinada se elevaba por el aire y actuaba a modo de canto de sirena para los cansados y hambrientos guerreros.

- Vaya... has organizado muy bien esto en mi ausencia.- Dijo Ajdet a Rayma.

- ¿Acaso lo dudabas, Pequeño Ciervo?- respondió confiada la mujer, aunque el apelativo hizo que Ajdet recordara, de pronto, más cosas de las que hubiera deseado.

- Jamás vuelvas a llamarme así, Rayma. Nunca en tu vida.

- P-perdón, Ajdet. No sabía que te molestara tanto.

- No importa.

- ¿Quién es ella?- Preguntó la esposa señalando a la desnuda mujer que acompañaba a su marido, con las manos aún atadas. No podía entenderlo, jamás en su vida le había dolido tanto ver a un hombre con otra mujer que no fuera ella. Sin embargo, Ajdet tenía a su alrededor una especie de aura, una suerte de fuerza de atracción que lo hacía irresistiblemente único.

- ¿Ella? Sólo un regalito... ¿Has visto a Zuyda?

- Creo que está durmiendo. Con su trabajo, sólo en estos momentos es cuando puede descansar.

- Perfecto.

*****

Los fuertes golpes en la puerta despertaron finalmente a la joven curandera del pueblo. Se levantó, cansada e irritada, y se arrastró pesadamente hacia la puerta.

- Maldita sea... ni siquiera ahora puedo dormir...- gruñó la mujer. Sin embargo, cuando abrió la puerta, se encontró con una visita inesperada.- ¡Ajdet! ¡Qué alegría verte!

Aunque la rubia chamán mostraba unas ojeras evidentes por su falta de sueño, la sonrisa al ver al hombre que le descubrió todo un nuevo mundo de sensaciones le iluminó el rostro.

- ¿Qué tal, Zuyda? Últimamente te veo muy cansada.

- Oh... no... bueno, sí... pero para ti siempre tengo un hueco.

Ajdet sonrió. Se sabía atractivo, pero el éxito que estaba teniendo últimamente con absolutamente todas las mujeres le sorprendía incluso a él.

- ¿Acaso no vas a preguntar quién es ella?

Zuyda observó a la mujer que acompañaba al Gran Jefe. Ni siquiera se había percatado de que estaba allí, desde que abrió la puerta solamente se había fijado en Ajdet. Como casi todas las mujeres que conocía, había caído de lleno en el influjo del hijo de Agaúr, y estaba casi segura que esa joven morena, desnuda y maniatada, que iba detrás del Gran Jefe como un perro faldero era, efectivamente, otra más de las hembras hechizadas por la profunda mirada del joven.

- ¿Y quién es?

- Tu nueva aprendiz.

domingo, 28 de agosto de 2011

A.C. (11: Los Horrores de la Guerra)

Los Hombres del Bosque llegaron, como prometieron, junto con el primer amanecer tras la luna llena, y el Gran Jefe ya estaba esperándolos tras la muralla recién levantada. Cada vez veía más cercano su sueño de un imperio más allá de los cuatro horizontes. Ajdet tenía pensado sus próximos pasos durante las dos siguientes lunas, tras las que quería tener al menos cinco poblados más bajo su control. Si atacaba el Valle Alto y el Pueblo del Gallo con sus nuevos guerreros en sus filas, demostrando hasta qué punto llegaban sus fuerzas, estaba seguro de que el Pueblo Azul se rendiría sin tener que derramar una gota de sangre, dándole a su naciente imperio una salida al mar y, con ella, también al comercio con los mercaderes de tierras lejanas. Luego, expandirse hacia el norte o hacia el sur dependería solamente del tiempo.

La llegada de sus nuevos guerreros fue como agua de mayo para las ambiciones de Ajdet. Los hombres del Valle Alto habían entrado en la mina de la que el pueblo del Gran Río extraía el cobre, deseosos de producir ellos mismos ese metal que tantas posibilidades ofrecía, pero provocando una pequeña reyerta con su gente que no acabó más que con unos pocos heridos entre los mineros. Ofensa suficiente para ser el primer pueblo que invadiera tras el Valle Bajo.

El Gran Jefe del Gran Río se había visto obligado a colocar dos turnos con un par de guerreros bien equipados para vigilar su preciado metal y disuadir a los hombres del Valle Alto de volver a esquilmar sus recursos. Ahora, con los salvajes a sus órdenes, todo se arreglaría.

- ¡Ethú!- llamó Ajdet al líder de los Hombres del Bosque mientras éstos investigaban sus cabañas. Como tan sólo iban a usarlas para dormir, Ajdet había decidido poner seis camas grandes en cada morada, sabedor de que los salvajes no se quejarían. Así, lograba colocar a todos sus nuevos pobladores en escasas ocho viviendas. Ahora que la muralla estaba a punto de terminarse, el espacio dentro de la ciudad era un tesoro que no debía malgastar.

- Dime, Gran Jefe Ajdet.

- Prepara a tus hombres. Esta noche, para festejar vuestra incorporación, conquistaremos la primera villa. Tendréis todas las mujeres que queráis.

- ¡Fabuloso! Pero mi gente prefiere usar al menos de momento sus viejas armas, no se sienten cómodos con tus brillantes cuchillos.

Ajdet asintió. Los "brillantes cuchillos" no eran más que las espadas de bronce que el joven les había entregado para que se fueran preparando. Si los nuevos preferían luchar con sus viejas armas, que así fuera, no en vano esas armas habían sesgado más vidas de las que era sensato recordar.

*****

Caía la noche. Catorce guerreros del pueblo del Gran Río, doce del Valle Bajo, entre ellos Rocnar, y los veintiséis Hombres del Bosque llegaron a las afueras del pueblo del Valle Alto. Todos sonreían sabiendo que la victoria era casi segura. Superaban en número y en fuerza a los pobladores de la villa, y aparte contaban con el factor sorpresa.

Con los invasores amparados en la oscuridad del ocaso, los hombres del Valle Alto no notaron que los atacantes se acercaban hasta que fue demasiado tarde.

- ¡LOS HOMBRES DEL BOSQUE! ¡VIENEN LOS HOMBRES DEL BOSQUE!- gritó uno de los jóvenes del Valle Alto, corriendo por en medio del poblado, tras ver a los guerreros que encabezaban la tropa, con la mitad del cuerpo brillando a la luz anaranjada de las hogueras y la otra aparentemente en la oscuridad, como si fueran criaturas hechas de fuego y de noche, recién surgidas de las pesadillas más oscuras de un loco.
Los hombres del Valle Alto agarraron sus armas y salieron de las casas, tan sólo para encontrarse a aquellos salvajes destrozando a sus vecinos.
Los Hombres del Bosque saltaban como fieras sobre sus víctimas, apuñalándolos con burdas hojas de sílex o directamente reventando sus cabezas con gruesas rocas. Tras ellos, unas decenas de hombres armados con espadas les seguían.

- ¡Ajdet, amigo!- gritó uno de los pobladores del Valle Alto.- ¿Has venido a ayudarn...?

Jamás acabó la frase. La afilada espada del Gran Jefe le rebanó la cabeza de un solo sesgo. La sangre salió a borbotones y tiñó de rojizo la cara y la armadura de Ajdet, que enseñaba los dientes con la misma sonrisa macabra que exhibían los Hombres del Bosque cuando asaltaban a un nuevo enemigo para, una vez muerto, con sus toscas armas o con sus propias manos, abrirle el pecho y extraerle el corazón, que mordían y tragaban como si del plato más exquisito se tratase.

La batalla continuaba y los defensores iban cayendo uno tras otro, aplastados por la fuerza y la ferocidad de sus rivales.

Ajdet observó a su alrededor. Él y sus hombres habían perdido completamente el control. No existía ya el enemigo. Lo único que quedaba de ello era un grupo de hombres aterrados, que huían despavoridos o trataban de esconderse en el interior de sus casas y, sin embargo, sus guerreros seguían sedientos de sangre, asesinando sin contemplaciones a cualquiera que tuvieran delante, tiñéndose todos ellos del rojizo líquido vital de sus víctimas.

- ¡DETENEOS! ¡QUIETOS! ¡YA ES SUFICIENTE, POR TODOS LOS DIOSES!

El grito de Ajdet, en un primer momento, pareció pasar desapercibido en medio del fragor de la batalla, pero poco a poco todos los invasores fueron parando y observando el desolado paisaje que tenían alrededor, como si despertaran de un profundo sueño. Algunos de los salvajes tuvieron que ser detenidos por sus propios compañeros, después de estar largos minutos golpeando y apuñalando lo que ya sólo era un sanguinolento cadáver.

martes, 23 de agosto de 2011

A.C. (10: Los Hombres del Bosque)

Lo había ido postergando durante demasiados días, pero ya no podía dejarlo pasar ni una jornada más. Ajdet estaba decidido, era el momento.

- ¿Tienes la armadura?

Rutde mostró su sonrisa más amplia. Estaba seguro de que Ajdet quedaría encantado con su trabajo. Había estado ocupado durante todo el día anterior en preparar la cota de bronce que Ajdet le había encargado.

- Perfecta.- dijo el Gran Jefe, tomándola en sus manos.- ayúdame a ponérmela, que tengo algo importante que hacer.

*****

La gente del pueblo del Gran Río quedó asombrada al ver salir a Ajdet de la herrería con su brillante armadura. Parecía un héroe de leyenda, o quizás un dios.

Sin perder un solo minuto más, envainó su espada en la funda de cuero y, atravesando la muralla aún a medio construir, se internó en el bosque. Nadie sabía muy bien en qué punto de la espesura se escondían los Hombres del Bosque. Formaban una tribu nómada que prefería vivir como los Antiguos, guareciéndose en bosques o cuevas y viviendo de la caza o los frutos que recogían de la naturaleza. Sin embargo, en algunos inviernos en que escaseaba la caza, no era inusual verlos saquear los rebaños de los pueblos cercanos y, cuando lo hacían, lo mejor era no interponerse en su camino. Su fuerza, velocidad y crueldad eran bien conocidas y, muchas veces, habían acabado con la vida de todos los hombres del poblado en cuestión. Hombres adultos, bien armados, y con el terreno a su favor, no habían tenido nada que hacer contra esos salvajes. Tras matar a los hombres, las más veces se quedaban en el poblado para violar a las mujeres y a las niñas, sin importarles edad ni condición física.

Ajdet avanzaba por el bosque con su armadura que, aunque resultaba incómoda y pesada, sería la única opción de sobrevivir si las cosas se torcían. La espesura estaba llena de sonidos, y el joven jefe del Gran
Río creía reconocer detrás de cada uno de ellos a los Hombres del Bosque, escondidos tras los árboles, observándolo, espiándolo, pensando si era un enemigo al que habría que atacar o, por el contrario, sería mejor esperar a enterarse de qué es lo que quería.

Un jabalí le salió al paso a Ajdet, pero el joven no se inmutó. Sabía que, si no se le provocaba, el animal no atacaría a alguien más grande que él. El jabalí se quedó observando fijamente a Ajdet, calibrando fuerzas, pero una vez que parecía haber decidido marcharse a otros parajes más tranquilos, una flecha se clavó violentamente en la cabeza del animal, entrando por el ojo y alojándose en su cerebro, causando una muerte instantánea.

Entonces sí, Ajdet desenfundó su espada y dio una vuelta sobre sí mismo. Seguía sin ver a nadie, pero estaba claro que había sido uno de esos hombres del bosque los que habían acabado con el puerco.

De pronto, como si se hubiera materializado como por arte de magia con un leve sonido, uno de ellos apareció tras Adjet, que se volvió hacia él, espada en ristre. Sin embargo, otros cuatro sonidos idénticos al primero hicieron desistir al jefe del Gran Río, que envainó su espada mientras veía al sexto hombre caer grácilmente tras saltar del árbol en que estaba apostado. El sonido que había escuchado Ajdet no era más que el de los pies de los hombres tomando contacto con el suelo. Los salvajes iban prácticamente desnudos, pero su piel estaba decorada por completo con motivos azules y naranjas, que les daba un aspecto feroz y extraño, como de seres de otro mundo.

- Hola, amigos. Quería hablar con vosotros.

jueves, 18 de agosto de 2011

A.C. (9: Una Nueva Mujer)

La muerte de Gabdo, y el consiguiente vasallaje del pueblo del Valle Bajo enardecieron el espíritu de Ajdet, pero sus ambiciones iban más allá. Durante los últimos años habían ido llegando noticias de que al sur, donde la tierra acababa y sólo a lo lejos se divisaba otra tierra que era objeto de leyendas y fantásticas historias, se estaba formando un gran imperio y el Gran Jefe quería poder hacerle frente si sus ambiciones y las del otro reino se cruzaban.

Lo primero que hizo fue ordenar la construcción de una enorme vivienda nueva para él y su familia, con varias habitaciones, un patio interior y una sala para que el joven Jefe pudiera entrenar sus habilidades con las nuevas espadas de Rutde, amén de mandar levantar una gigantesca muralla de piedras a doscientos pasos del poblado, lo suficiente para permitir el crecimiento entremuros.

- Mañana saldré para hablar con los Hombres del Bosque. Los quiero en mi bando.- le decía Ajdet a Rayma, los dos tendidos sobre el lecho, después de hacer el amor.

- ¡AJDET!- el grito alertó a la pareja, que se levantó y corrió hacia la puerta.

- ¿Qué pasa?- preguntó el jefe, desnudo todavía, en la entrada de su casa.

Hacia ellos llegaba corriendo Sera, con las lágrimas brotando de sus ojos.

- Es Pula, se puso de parto y...

Rayma colocó una túnica sobre Ajdet, para cubrir su desnudez.

- Ve. Te necesitan.

sábado, 13 de agosto de 2011

A.C. (8: Pequeño Ciervo)

Ajdet estaba molesto. Durante años, Ayna había sido simplemente una molestia, un ente extraño que vivía en su misma casa, que le robaba la atención de sus padres y que no servía para nada. Ahora, se había convertido en una mujer, quizás demasiado pronto, porque nada en su cuerpo hacía presagiar el cambio que iba a sufrir en pocos inviernos. Si sus pechos no empezaban a crecer, y sus caderas a redondearse, ningún hombre se interesaría por ella. Por otra parte, tampoco era demasiado guapa, había heredado la nariz aguileña de su padre y su pelo rubio y enmarañado. Ajdet esperaba equivocarse y que alguno de sus convecinos se fijara en su hermana pronto y la sacara de su vida.

- ¡Gran Jefe!- el grito sacó al joven de sus divagaciones. Cuando se volvió, vio un hombre que venía corriendo hacia él. Lo reconoció a la primera: era uno de los hombres que Rocnar se había llevado a la misión. Intentó no ilusionarse hasta recibir una respuesta satisfactoria, pero no pudo evitar ponerse nervioso.

- Lo tenemos.- dijo el recién llegado cuando llegó junto al Jefe, doblándose sobre sí mismo y recuperando la respiración.

- ¡Sí!- Ajdet no pudo evitarlo, el grito salió de lo más profundo de su ser. Con aquello terminaba el vía crucis particular que había mantenido para poder cerrar su control sobre el pueblo del Valle Bajo. Con la sonrisa aún en los labios, tomó el camino hacia la herrería de Rutde. Mientras caminaba, comenzó a recordar.

*****

- ¡Por aquí, Pequeño Ciervo!- Ajdet odiaba que le llamara así. Dentro de unos inviernos, el año que le sacaba su compañero de juegos no se notaría, aunque por el momento, el joven hijo de Agaúr sabía que su amigo podía vencerle sin mucho esfuerzo, así que se resignaba a atender por ese nombre.

El pequeño Ajdet no hacía mucho tiempo, siquiera una estación, que había entrado en la adolescencia, y en su amigo había encontrado un espejo en el que reflejarse fuera del ambiente restrictivo de su familia.

- Es por aquí... reconozco el riachuelo...- dijo el más mayor de los dos.

Desde hacía muchas lunas, tres días después de cada luna llena, los dos amigos corrían casi quince quilómetros para encontrarse con unos de los muchachos de los pueblos de la costa, y éste les contaba las historias que los mercaderes extranjeros le transmitían de tierras lejanas, donde reyes con vestiduras de metal gobernaban pueblos tan grandes que cubrían los cuatro horizontes, y se creaban artefactos sorprendentes, grandes inventos que auguraban una era dorada para los hombres.

- Cuando yo sea Jefe de mi pueblo, crearé un imperio tan grande o más como el de esos reyes. ¿Sabes, Gran Ciervo?- decía Ajdet, casi siempre que enfilaban el camino de vuelta.

En su fuero interno, el otro joven envidiaba al hijo de Agaúr. Tarde o temprano, él llegaría a ser el Gran Jefe de su pueblo. Él no tenía esa suerte, siendo como era de una de las familias peor consideradas en su pueblo.

- Espera un momento, Pequeño Ciervo.- poco a poco, habían ido acercándose a sus pueblos de origen, y ahora estaban cerca del río que los bordeaba.

- ¿Qué pasa?

- Mira.

lunes, 8 de agosto de 2011

A.C. (7: Alguien que me ame)

Los días en el pueblo del Gran Río pasaban lentos. Ajdet intentaba trabajar de sol a sol lo máximo posible para no pensar en la promesa que había hecho a los ancianos del pueblo del Valle Bajo. Una promesa de la que dependía la verdadera conquista del pueblo de Gabdo.

Rutde hacía un par de días que había llegado y se había metido de lleno en la faena de la fabricación de armas de bronce. El cobre y el estaño extraídos de las minas cercanas se convertían en puro arte en las manos del herrero, que se instaló en lo que antes fuera el templo, y pronto el sonido del metal y el calor de la fragua sustituyeron a los cánticos y al aroma a hierbas. Zuyda se había mudado a la primera nueva casa fabricada por los constructores designados por Ajdet, que pronto se convirtió en la casa más transitada por los hombres jóvenes del pueblo.

Ahora, además de ser la curandera del pueblo, Zuyda era también el coño obediente de todos los hombres necesitados de sexo o de los muchachos que buscaban lecciones de cómo complacer a una mujer en la cama. Aunque los más jóvenes duraban más bien poco ante una mujer hecha y derecha como Zuyda, a la chamán le maravillaba la capacidad de recuperación que tenían los adolescentes, con los que podía hacer el amor varias veces en media hora.

*****

La noche había caído sobre el poblado. Sera caminaba con la vista fija en el cielo, donde la Luna había empezado a crecer después de un par de noches de descanso, en las que había dejado el negro cielo completamente huérfano de su luz. Decidió que ya había esperado demasiado tiempo para asegurarse y buscó a Ajdet por el poblado. Los vecinos le dijeron que se había ido a descansar junto con la joven Rayma nada más acabar su cena.

La madre del Jefe sintió un pinchazo en su orgullo. Aunque le encantaba hacer el amor con los dos, ya hacía muchas noches que no follaban madre e hijo solos. Parecía ser que Ajdet había terminado por preferir a la ex-esposa de Gabdo antes que a ella.

- Bien, a ver a quién prefiere después de saber la sorpresa que le tengo preparada a mi hijo.

miércoles, 3 de agosto de 2011

A.C. (6: El adiós de los dioses)

La comida iba viento en popa, los vecinos admiraban cada vez más a su líder. Sus ideas, explicadas como sólo Ajdet sabía hacerlo, encandilaban a todos. Seguro que estaba empezando un momento de prosperidad y expansión para el pueblo del Gran Río.

Las dos esposas del Gran Jefe se enorgullecían de su hombre, y lo cubrían de besos y caricias, tanto que hasta el propio Adjet se calentó y buscó con sus dedos la entrepierna de Rayma, que siseó de placer al sentir la sensual caricia, sin importarle que el resto del pueblo le pudiera ver.

- Te recuerdo, Ajdet, que aún debes ofrecerle un sacrificio a los dioses para agradecerles tu puesto y rogarles por un buen futuro.- intervino Zuyda, la chamán del pueblo, interrumpiendo al Jefe y haciendo que el resto de vecinos contuvieran la respiración. Aunque no estaba prohibido llamarlo por su nombre de pila, era de uso común referirse al jefe del poblado como Gran Jefe. Estaba claro que la mujer hubiera preferido que su tío Rocnar hubiera sido el nuevo líder del pueblo, y no ese niñato creído de Ajdet.

- Zuyda, no voy a llevar a cabo ese sacrificio. Los dioses no lo necesitan ni nosotros tampoco.- respondió el joven líder sin alzar la voz.

Un escalofrío de sorpresa recorrió a todos los habitantes, e incluso se llegó a escuchar un gemido de horror de alguna mujer. Ajdet estaba ninguneando a los dioses que los protegían.

La chamán, por su parte, más que sorprenderse, se irritó notablemente. Se levantó violentamente del suelo y la rabia subió a su rostro, enrojeciéndolo. Muchos de los vecinos se alejaron con celeridad tanto de ella como de Ajdet. Si la chamán lanzaba algún encantamiento, no querían resultar ellos salpicados por el mismo. Además, Ajdet también había demostrado, al dominar al toro el día de la prueba, que también él tenía poderes más allá de lo meramente humano. Tan sólo Sera y Rayma se mantuvieron inamovibles, aunque la primera de ellas miraba a su hijo igual de sorprendida que el resto de los vecinos.

Tal vez el recordar la Prueba del Toro fue lo que hizo que Zuyda callara lo que queria gritar y se marchara del círculo donde todos comían o, al menos, lo hacían antes del enfrentamiento.

- Vamos, sentaros, aún queda mucha carne que acabarnos. Comed sin miedo.- intentó calmar los ánimos Ajdet. Sonreía sabiendo que había ganado la primera batalla, aunque, de todas las personas del pueblo, Zuyda era quizás la más peligrosa y difícil de vencer definitivamente.

viernes, 29 de julio de 2011

A.C. (5: La Joven Rayma)

- Pero... ¿Cuánto tiempo vais a estar fuera?- Pula acariciaba su vientre hinchado por la pequeña criatura que latía y se movía en su interior.

- No mucho, cariño. Te prometo que cuando nazca el pequeño, ya estaremos aquí de nuevo. Ajdet me ha encomendado esta misión y Lesc y yo hemos de cumplirla.

- Cuida mucho a tu hijo, no dejes que le pase nada y que no haga ninguna estupidez.

- Tranquila Pula. Tu hijo es ya todo un hombre, recuerda que nuestro jefe es más joven incluso que él.

- volved pronto... y a salvo, por favor, sólo os pido eso.

Rocnar sonrió y asintió, no sabía que su mujer tenía un mal presentimiento. Pula no se lo dijo porque sabía que, al ser hija, hermana y tía de las tres últimas chamanes del pueblo, Rocnar se habría tomado muy en serio su corazonada y no quería preocuparlo en demasía.

Por fin, los cuatro guerreros: Rocnar, su hijo, y dos hombres de la confianza del marido de Pula, tomaron el camino hacia el noreste que los alejaba poco a poco del pueblo.

*****

- ¿Quién es esa?- preguntó Sera cuando vio entrar a su hijo seguido de la bella joven.

- vamos, madre, ya somos suficientemente mayores para tener celos infantiles. Que fuera Ayna quien lo dijese...-dijo, señalando a su hermana pequeña.- bien, ¿pero tú?

- No es eso, Adjet, es sólo que...

- mi nombre es Rayma.- interrumpió la joven, con un hilillo de voz.

- ¿Ra... Rayma? ¿La esposa de Gabdo?- se sorprendió Sera.

- No, madre, la ex-esposa de Gabdo. Ahora es esposa mía, igual que tú.

Rayma se extrañó de que la madre del joven fuera también su esposa, pero prefirió no decir nada. Desde que Gabdo había huído, y ella había sido duramente interrogada por sus vecinos para descubrir un paradero que ella desconocía, la joven había hablado sólo lo estrictamente necesario.

A Sera no le sentó nada bien la respuesta de su hijo. Durante años había sido la compañera del Gran Jefe en solitario, bastándose ella sola para cubrir todas las necesidades de Agaúr. Aunque Ajdet fuera mucho más joven que ella, seguía siendo capaz de cuidar sin ayuda a su hombre, a su hijo.

- No pienses en ella como rival, madre, piensa que es una compañera. Una excepcional compañera. Ahora, Ayna, sal fuera a jugar. Tu madre y yo tenemos que curar a Rayma.

domingo, 24 de julio de 2011

A.C. (4: El Nuevo Jefe)

El viento, en lo alto de aquel cerro en las afueras del poblado, soplaba con fuerza, alborotando la melena de Ajdet que, desnudo de cintura para arriba, gozaba de esos instantes de paz que precedían al amanecer, cuando el sol comenzaba a bañar suavemente toda la región, sacando de los frondosos bosques, los amplios prados y los campos de cultivo, colores que danzaban en tonos anaranjados, verdosos y amarillentos. Los primeros días de su mandato habían pasado demasiado rápido, entre copiosas comidas y cenas de celebración, intentos de fecundar a su propia madre y reuniones sin importancia pero que habían impedido al joven Jefe actuar de la forma que quería. Hoy, sin embargo, era el día.

El joven Jefe del pueblo dio una vuelta completa sobre sí mismo, observando todo aquello que tenía a su alrededor, contando a su vez los poblados que aparecían diseminados por el paisaje.

Finalmente, Ajdet se fijó en uno sólo de ellos: El más cercano de todos, el pueblo del Valle Bajo. La sonrisa se le borró de la cara y decidió que ya había perdido suficiente tiempo. Su pueblo comenzaría a despertar en esos instantes y él tenia una tarea que llevar a cabo.

*****

Cuando Sera despertó, Ajdet hacía horas que lo había hecho. Palpó el vacío que había dejado junto a ella en el lecho y aspiró los restos de su aroma de hombre. Los recuerdos de las noches anteriores volvieron con violencia a su cabeza, y se mordió el labio inferior al recordar el trabajo que había hecho su hijo con ella. Sí, tal vez estaba mal, ella era su madre y las madres no debían hacer el amor con sus hijos, pero no demasiadas generaciones atrás, sus antepasados vivían los inviernos en cuevas, recluídos en pequeñas comunidades en las que el incesto era moneda común.

Con las imágenes de su hijo cabalgándola, comiéndole el coño, llevándola una y otra vez al orgasmo, Sera comenzó a excitarse. Empezó a reconocerse el cuerpo desnudo por debajo de la piel de animal que hacía las veces de manta, y al llegar a su sexo, no pudo acallar un espontáneo gritito de placer. La respiración se le aceleró, sus pezones se irguieron y lentamente comenzó a frotar la cada vez más húmeda entrada de su sexo. Sus dedos comenzaron a resbalar sobre su clítoris y tuvo que taparse la boca con la mano que le quedaba libre para mitigar los gemidos de placer. Sin ninguna dificultad, Sera coló dos dedos en su mojado interior, y se arqueó de gozo al notarlos dentro, prácticamente patinando sobre sus fluidos.

- ¿Te diviertes sola, madre?

En la entrada de la habitación, apoyado sobre los bloques de adobe que hacían, uno tras otro, la pared, Ajdet observaba a su madre con una mueca divertida en el rostro.

Sera, en lugar de alterarse o avergonzarse, retiró las pieles que la cubrían, mostrando de nuevo a su hijo su cuerpo desnudo.

martes, 19 de julio de 2011

A.C. (3: La Prueba del Toro)

Recostado sobre la pared trasera de una de las casas del poblado, escondido de las miradas indiscretas, el joven no separaba su vista del palo clavado en el suelo. La Prueba no empezaría hasta el mediodía, justo cuando las sombras desaparecían y el Dios Sol castigaba con más violencia la tierra.

Finalmente, la delgada línea negra de la sombra desapareció bajo el palo y un ligero murmullo empezó a llegar a oídos del muchacho proveniente de la plaza central del poblado. Con una sonrisa, agarró la máscara de madera que él mismo había tallado y se la puso para que nadie pudiera reconocerlo.
Cuando llegó a la plaza, la encontró abarrotada de hombres que reían y vociferaban.

La Prueba del Toro había comenzado.

*****

Algunos jóvenes pretendientes que habían venido de pueblos quizá demasiado alejados se marcharon nada más enterarse en qué consistía realmente la Prueba del Toro. Dominar un morlaco que pesaba casi diez veces lo que ellos usando únicamente sus propias manos era demasiado peligroso. Los llegados de pueblos más cercanos o en los que sí que se conocía el funcionamiento de dicha prueba también titubearon un poco al encontrarse cara a cara con el animal. Posiblemente sería el toro más grande que jamás hubieran visto, y también el más agresivo, pero el premio espoleaba a los valientes y a los imprudentes.

La mayoría de los contendientes llevaban cuerpo y cara decorados con sus pinturas de guerra, sabedores de que la lucha iba a ser encarnizada y que cualquier ayuda que tuvieran sería necesaria, fuera la posibilidad de semejar más amenazante frente al toro o, simplemente, cualquier ayuda que los dioses fueran capaces de otorgarles. Sin embargo, nada de eso sirvió a los tres primeros contendientes, que salieron despedidos en pocos segundos, y menos aún al cuarto, que se llevó una cornada en el muslo de la que empezó a brotar sangre que regó el cercado en el que se mantenía al potente animal. Sólo la rápida actuación del resto de los contendientes, que salieron para llamar la atención del toro y sacar al caído de su alcance, consiguieron, junto con los posteriores cuidados de la chamán del pueblo, salvar la vida al valiente.

Los pretendientes iban saliendo derrotados uno tras otro, algunos con peor suerte que otros, como Jalir, del Pueblo del Valle Alto, que recibió una cornada en el pecho y murió antes de que sus compañeros-rivales pudiesen rescatarlo. Entre los que iban quedando, estaba el joven enmascarado que despertaba el recelo de la mayoria del resto de pretendientes, sobre todo el de Rocnar.

- Sería demasiado estúpido, incluso para él, que ese niñato de Gabdo se atreviese a presentarse aquí.- pensaba el guerrero, pero sabía que, en el hipotético caso de que Gabdo fuera capaz de derrotar al toro, el joven líder del pueblo del Valle Bajo vencería la guerra sin necesidad de derramar una sola gota de sangre más.

Tal vez esa posibilidad fue la que empujó a Rocnar a no perder más tiempo y lanzarse a por el bovino.

sábado, 16 de julio de 2011

A.C. (2: La viuda)

Sera supo que algo había ido mal desde el momento en que vio la columna de humo manchar el cielo. Los cadáveres de uno de los dos bandos ardían en la hoguera, llenando el viento del asqueroso aroma de aceites, tela y carne quemados que la esposa del Gran Jefe conocía bien a pesar de llevar muchos inviernos sin oler.

Quemar los cadáveres de los enemigos caídos significaba que su bando había despertado un odio atroz contra el rival. Sólo así se entendía que el vencedor negara a los muertos un lugar digno donde sus familias pudieran llorarlos.

- No han jugado limpio.- musitó Sera, más para sí misma que para el resto de las mujeres que la acompañaban en el centro del poblado.

Imaginaba, y estaba segura de ello, que los cádaveres quemados pertenecían al pueblo de Gabdo, a sabiendas de que su marido no hubiera permitido a los suyos una lucha deshonrosa, aunque a pesar de todo, en ningún momento pensó que Agaúr, el Gran Agaúr, podía haber caído. Por eso, cuando vio aparecer a Rocnar encabezando el grupo de guerreros, en el lugar que estaba reservado para el cabecilla de los soldados, y portando sobre sus hombros un cadáver ensangrentado, algo dentro de ella se rompió. La angustia le hizo un nudo en la garganta y cayó de rodillas al suelo, mientras sus ojos se empezaban a llenar de lágrimas de pena y rabia. ¿Cómo? ¿Cómo alguien como el niñato de Gabdo podía haber acabado con su poderoso marido?

- No llores, madre -le dijo su joven hijo Ajdet.- ahora dependemos de ti.

Parecía que Ajdet también había visto el humo elevarse al cielo y había llegado corriendo al centro del poblado para esperar el regreso de los guerreros. El joven estaba sudando y tenía sus ojos, vidriosos, clavados en los hombres que volvían, abatidos como sólo pueden estarlo los que han visto morir a su héroe.

sábado, 9 de julio de 2011

A.C. (Capítulo Uno: El Gran Jefe)

El Gran Jefe Agaúr volvió a golpear. Y otra vez. Y otra. Y otra. Sus brazos parecían nadar en rojo, cubiertos como estaban por completo de la sangre de sus enemigos. Después de 53 heridas, 8 de ellas mortales, estaba harto de hacer morder el polvo a esos jóvenes casi imberbes con los que Gabdo se había presentado a la batalla. Aquello era prácticamente un suicidio.

Un suicidio y una falta de respeto.

La batalla estaba decidida. Estaba decidida casi desde el inicio, cuando Agaúr tumbó a un enemigo de un solo puñetazo con su brazo izquierdo mientras ensartaba a otro con la lanza de la mano derecha. Dos enemigos en un segundo. Incluso Rocnar, que llevaba años siendo su mano derecha, su mejor amigo y el único hombre que podía hacerle sombra luchando, había tenido que alabar tremenda demostración de fuerza y destreza. Ahora, tanto el grupo comandado por Rocnar como el que llevaba Agaúr (dividir en dos grupos las fuerzas había sido un acierto, sus hombres se coordinaban mejor en grupos pequeños), iban avanzando casi sin resistencia hacia los últimos guerreros de Gabdo.

Gabdo había heredado el mandato del Poblado del Valle Bajo al morir su suegro, sólo dos lunas después de haberse casado con Rayma, la hija mayor del antiguo Jefe. Toda una suerte para el muchacho. Mala suerte, pero suerte al fin y al cabo. Las relaciones entre los pueblos habían sido tensas durante generaciones y al final la guerra había terminado por estallar.

En cambio, Agaúr llevaba casi veinte inviernos al mando de la gente del Gran Río. Cuando Arald, su padre, le coronó, Agaúr no era más que un joven recién entrado en la madurez, pero Arald sufría una enfermedad (o una maldición como muchos quisieron creer), que le debilitaba cada vez a mayor velocidad, ya había perdido la fuerza de sus manos y estaba aquejado de incontrolables temblores. Quizá fue eso lo que precipitó la coronación de Agaúr. Pronto, en dos inviernos más, su hijo Ajeto tendría la misma edad que él cuando llegó al mando y podría empezar a delegar responsabilidades en el joven. Pero, mientras tanto, era sólo un niño que le esperaba en casa.

Pensar en su padre y en la imagen de su hijo aguardándole, imbuyó a Agaúr de nuevas fuerzas. Pudo reconocer el rostro de Gabdo entre sus hombres y avanzó hacia él a grandes pasos. Gabdo no rehuyó el encuentro; consideraba a Agaúr un viejo decrépito y confiaba en su fuerza juvenil contra la mayor experiencia de su rival. Las piedras de sus armas cortas chocaron. El joven Jefe del Pueblo del Valle cayó al suelo, sorprendido por la mayor fuerza de Agaúr, que rió y permitió que se levantara para seguir luchando.

Gabdo atacó y Agaúr repelió todos y cada uno de los envites sin dificultad. Sólo entonces entendió el más joven de los dos hasta dónde llegaba la fuerza del Gran Jefe del Pueblo del Gran Río. Gabdo intentó hacer valer su rapidez, pero Agaúr parecía prever sus movimientos. Así, repelió un nuevo ataque del joven y aprovechó para atacarle el hombro. El lacerante dolor hizo a Gabdo soltar el arma y Agaúr se enfureció. ¿Cómo podía un inútil así, alguien que es incapaz de mantener su arma en la mano, pensar que podría vencer a los guerreros del Pueblo del Gran Río? Finalmente, el Jefe empujó con la pierna a su rival, que cayó al suelo, y alzó su lanza para acabar con su rival desarmado.

No pudo. Lo que iba a ser el poderoso grito de guerra del Gran Jefe, se convirtió en una bocanada de sangre que brotó de su boca. Del pecho de Agaúr asomaba la punta de una gruesa flecha de madera.

- Co...bar...des...- Musitó Agaúr entre la nube sanguinolenta que escupían sus labios.

- ¡AGAÚR!- Rocnar había visto cómo la flecha se clavaba en el cuerpo de su Jefe, y buscó con la mirada al tirador. Alguien se movía entre los árboles, perdiéndose en la espesura.

martes, 7 de junio de 2011

Noche de suerte

Seis y media de la tarde, última silla del rincón más oscuro del tugurio más sórdido de la ciudad más bizarra, una cerveza sobre la mesa y los errores cometidos repitiéndose una y otra vez en mi cabeza.

- ¡Nacho! ¡Otra!- grité sin separar la vista de la foto que tenía en la mano. En ella, una chica rubia, guapa y alegre besaba la mejilla de un hombre parecido a mí. Un hombre que no tenía mi barba descuidada de una semana, ni el pelo grasiento y despeinado como yo, ni ojeras bajo los ojos, ni esa palidez insana que me había dado el comer mal durante los últimos siete días. Pero la mayor diferencia estaba en la sonrisa: Él sonreía. Yo no lo hacía desde que esa misma chica rubia, guapa y alegre me había abandonado una semana atrás, y me había ido convirtiendo del joven vivaz de la foto, en la sombra triste que era en ese instante. Por si fuera poco, una nueva entrevista de trabajo había acabado ese día con otro “Le llamaremos” de los que nunca se cumplían y yo empezaba a estar harto de todo.

La puerta del garito se abrió. Las últimas luces anaranjadas de la tarde se colaron por el hueco enmarcando una enorme silueta que me hizo estremecer.

- ¿Mecheros, papel?- dijo el recién entrado, con un marcado acento.

- Otro puto negro que intenta vender esa mierda de baratijas.- Maldije en voz baja mientras el enorme vendedor se acercaba. En su mirada se podía adivinar cierta petición de ayuda, una desesperación sorda y apagada de que alguien le comprara algo para que su familia pudiera comer esa noche, pero no era mi problema. Al menos no lo era hasta que se volvió hacia mí y su mirada se transformó. Ya no había rastro de ese patetismo.

- Tú seguro que necesitas algo.- Dijo el negro, mirándome fijamente a la cara. Podría superar fácilmente el metro noventa de estatura, y el blanco de sus ojos contrastaba demasiado con la oscuridad de su rostro.

jueves, 13 de enero de 2011

Sola

Doña Isabel Salazar, señora de Martínez, treinta y nueve años que parecen diez menos a base de bisturí y escalpelo, despierta entre las sábanas de seda de su lecho marital.

Y está sola.

Está sola porque los pensamientos, por muchos e intensos que sean, no son compañía válida. Al menos no en la mañana de un sábado cualquiera, cuando los comercios menos activos cierran, el sol brilla en lo alto, y el tiempo invita a dar un paseo por el parque o el club de golf del brazo de la persona amada y con los hijos correteando alrededor.

Pero Doña Isabel Salazar de Martínez, a quien, al menos durante esta historia, llamaré simplemente Isabel, no porque la pobre mujer rica no merezca apellidos ni epítetos, que los merece porque mucho ha sacrificado para tenerlos, sino por una simple economía de palabras que algunos lectores seguro agradecen. Pero Isabel, como decía, no tiene a sus hijos cerca, estando éstos en un internado a muchos, muchos quilómetros de la lujosa urbanización donde vive ella con su marido. Y tampoco podríamos llamar a su marido “persona amada”, al menos no desde hace muchos años, por lo que a Isabel no le queda más remedio que levantarse y tumbarse en la piscina o ver la televisión mientras el reloj corre, pasatiempo este último que no entiende de clases.

Cuando Isabel, al incorporarse, ve la visa de su marido encima de la mesa, junto a una nota que dice: “Cómprate algo bonito. Te quiero”, y tiene ganas de gritar. Gritar alto, muy alto, hasta que su grito se eleve al cielo, viaje por toda la ciudad y perfore las ventanas del hotel donde, seguramente, su marido esté follándose a su secretaria porque eso es lo que realmente significa esa nota. Cuánto desearía que al menos por una vez, ese cabrón tuviera el valor de ponerle en una de esas notitas la pura y dura verdad: “Isabel, tengo remordimientos porque cuando despiertes seguramente estaré trajinándome a mi secretaria, así que te dejo la tarjeta de crédito para que mates mi culpa haciendo una de esas compras impulsivas tuyas que dejan temblando la cuenta corriente.”

Pero Isabel no grita. Con el tiempo ha aprendido a callárselo todo, a guardarse los gritos y las emociones bien hondo, que no es propio de una dama de alta alcurnia andar gritando como una loca ni montar el espectáculo por muy justificado que esté.
La mujer se levanta de la cama completamente desnuda tal y como se acostó, esperando inocentemente que su marido, al llegar, la despertara y le diera un poco de ese amor que va esparciendo entre sus amantes. Camina ella hacia el cuarto de baño y, al pasar frente al primoroso espejo, observa su cuerpo.

Su cara, limpia de cualquier arruga de la edad. Sus pechos, enormes pechos que bien costaron su peso en oro, hasta ponerlos al tamaño que su marido quería. Y digo bien, “costaron”, porque valer, la verdad es que han valido para bien poco. Sigue su despistado paseo por su cuerpo y llega al vientre. “¿Hoy que tocan, otras dos horas de aerobic en el gimnasio para estar radiante para tu marido?” piensa, con un amago de sonrisa cínica. Su sexo es un sexo más, cubierto de un vello púbico espeso y rizado como tantos otros, pero tal vez hambriento como ninguno. Se coloca de perfil para ver que el aeróbic también hace efecto en sus glúteos. Finalmente, observa sus piernas. Las tensa y ve perfilarse los músculos en ella. No muy marcados, es verdad, pero llenos de energía malgastada. Sin más, sacude la cabeza, esconde una lágrima y se mete en la ducha-hidromasaje del baño.

Con el tiempo, ha aprendido a controlar los chorros de agua. Isabel cierra los ojos y sonríe cuando dirige uno entre los labios de su sexo.