sábado, 9 de julio de 2011

A.C. (Capítulo Uno: El Gran Jefe)

El Gran Jefe Agaúr volvió a golpear. Y otra vez. Y otra. Y otra. Sus brazos parecían nadar en rojo, cubiertos como estaban por completo de la sangre de sus enemigos. Después de 53 heridas, 8 de ellas mortales, estaba harto de hacer morder el polvo a esos jóvenes casi imberbes con los que Gabdo se había presentado a la batalla. Aquello era prácticamente un suicidio.

Un suicidio y una falta de respeto.

La batalla estaba decidida. Estaba decidida casi desde el inicio, cuando Agaúr tumbó a un enemigo de un solo puñetazo con su brazo izquierdo mientras ensartaba a otro con la lanza de la mano derecha. Dos enemigos en un segundo. Incluso Rocnar, que llevaba años siendo su mano derecha, su mejor amigo y el único hombre que podía hacerle sombra luchando, había tenido que alabar tremenda demostración de fuerza y destreza. Ahora, tanto el grupo comandado por Rocnar como el que llevaba Agaúr (dividir en dos grupos las fuerzas había sido un acierto, sus hombres se coordinaban mejor en grupos pequeños), iban avanzando casi sin resistencia hacia los últimos guerreros de Gabdo.

Gabdo había heredado el mandato del Poblado del Valle Bajo al morir su suegro, sólo dos lunas después de haberse casado con Rayma, la hija mayor del antiguo Jefe. Toda una suerte para el muchacho. Mala suerte, pero suerte al fin y al cabo. Las relaciones entre los pueblos habían sido tensas durante generaciones y al final la guerra había terminado por estallar.

En cambio, Agaúr llevaba casi veinte inviernos al mando de la gente del Gran Río. Cuando Arald, su padre, le coronó, Agaúr no era más que un joven recién entrado en la madurez, pero Arald sufría una enfermedad (o una maldición como muchos quisieron creer), que le debilitaba cada vez a mayor velocidad, ya había perdido la fuerza de sus manos y estaba aquejado de incontrolables temblores. Quizá fue eso lo que precipitó la coronación de Agaúr. Pronto, en dos inviernos más, su hijo Ajeto tendría la misma edad que él cuando llegó al mando y podría empezar a delegar responsabilidades en el joven. Pero, mientras tanto, era sólo un niño que le esperaba en casa.

Pensar en su padre y en la imagen de su hijo aguardándole, imbuyó a Agaúr de nuevas fuerzas. Pudo reconocer el rostro de Gabdo entre sus hombres y avanzó hacia él a grandes pasos. Gabdo no rehuyó el encuentro; consideraba a Agaúr un viejo decrépito y confiaba en su fuerza juvenil contra la mayor experiencia de su rival. Las piedras de sus armas cortas chocaron. El joven Jefe del Pueblo del Valle cayó al suelo, sorprendido por la mayor fuerza de Agaúr, que rió y permitió que se levantara para seguir luchando.

Gabdo atacó y Agaúr repelió todos y cada uno de los envites sin dificultad. Sólo entonces entendió el más joven de los dos hasta dónde llegaba la fuerza del Gran Jefe del Pueblo del Gran Río. Gabdo intentó hacer valer su rapidez, pero Agaúr parecía prever sus movimientos. Así, repelió un nuevo ataque del joven y aprovechó para atacarle el hombro. El lacerante dolor hizo a Gabdo soltar el arma y Agaúr se enfureció. ¿Cómo podía un inútil así, alguien que es incapaz de mantener su arma en la mano, pensar que podría vencer a los guerreros del Pueblo del Gran Río? Finalmente, el Jefe empujó con la pierna a su rival, que cayó al suelo, y alzó su lanza para acabar con su rival desarmado.

No pudo. Lo que iba a ser el poderoso grito de guerra del Gran Jefe, se convirtió en una bocanada de sangre que brotó de su boca. Del pecho de Agaúr asomaba la punta de una gruesa flecha de madera.

- Co...bar...des...- Musitó Agaúr entre la nube sanguinolenta que escupían sus labios.

- ¡AGAÚR!- Rocnar había visto cómo la flecha se clavaba en el cuerpo de su Jefe, y buscó con la mirada al tirador. Alguien se movía entre los árboles, perdiéndose en la espesura.


En algún momento de su vida, Arald le había confesado a un entonces joven Agaúr que una vez estuvo a punto de morir tras el ataque de un oso. El viejo jefe, gravemente herido, cubierto de sangre de la cabeza a los pies y con una enorme herida en el vientre por la que amenazaban escaparse sus vísceras, yacía sobre el cadáver del enorme oso al que había conseguido dar muerte cuando toda su vida comenzó a desfilar ante sus ojos, como si los recuerdos volvieran para mostrarle todo lo que había hecho y que así él mismo, antes de morir, decidiera si su vida había sido satisfactoria. Durante largo tiempo pudo ver travesuras infantiles que pensaba que había olvidado, las primeras aventuras adolescentes, las mujeres con las que yació, los hijos que concibió, los hombres contra los que luchó, cada una de las casas que construyó o los animales que cazó. Al menos, eso le contó a su hijo. Finalmente, un compañero de Arald lo encontró y lo llevó al poblado donde pudieron sanarlo, aunque tardó toda una luna en volver a caminar y toda la vida en recuperarse.

Agaúr, sin embargo, supo al momento que no iba a tener tanta suerte como su padre. Por su mente sólo pasaban los momentos estrictamente más importantes, y eso quizás significaba que los dioses habían previsto para él mucho menos tiempo de agonía y pronto estaría muerto. Y aunque su existencia tardó sólo cinco segundos en apagarse completamente, durante ese tiempo el Gran Jefe recordó el momento de su vida en que su padre le contó aquella historia con el oso, el instante en el que aceptó la Vara de Mando del poblado, el nacimiento de su hijo Ajdet, el de su pequeña hija Ayna, a la que ya no vería nunca hacerse una mujer y, por último, retrocedió al momento en que yació por primera vez con su esposa Sera.

*****

En su mente moribunda apareció con absoluta definición el cuerpo adolescente de la joven Sera. Poco más que una niña, de pequeños pechos que con el tiempo y los hijos se engrandecerían, de cuerpo casi sin rastro de vello. Y frente a ella, el joven príncipe Agaúr. Un joven recién entrado en la madurez sobre el que poco a poco empezaban a caer las responsabilidades (y los privilegios) de quien va a heredar el trono de todo un Pueblo.

- ¿Te duele?- Sera acarició suavemente el brazo derecho de Agaúr. Una herida aún sin cicatrizar latía en él. Agaúr apretó los dientes. Le dolía mucho, pero no pensaba dejar que nadie se enterara de ello. Aquella herida era prueba de su victoria, la victoria que había conseguido sobre Rocnar, jugándose ambos el premio de la mano de la hermosa Sera. Su amigo había luchado bien, pero al final había conseguido desarmarlo e inmovilizarlo contra el suelo. Le había costado sudor y sangre y, ahora, después de la fiesta, del matrimonio ante los dioses, de las bendiciones de todo el pueblo, iba a cobrarse su premio.

- Túmbate.- ordenó Agaúr, y su reciente esposa obedeció. Sera sentía cómo le temblaba el cuerpo de expectación. Recordó brevemente cuando fue desvirgada, el dolor que sintió, pero también el placer que llegó después, y se puso nerviosa.

La joven, recostada en el lecho de paja, fijó su mirada en la de su esposo y abrió las piernas. A la luz de la fogata que calentaba su nueva casa, las sombras y el incipiente vello oscurecían su sexo. Aún así, Agaúr no vaciló. La cubrió con su cuerpo y dirigió su polla hacia el cálido agujero de su esposa.

- Ay…- suspiró ella. La verga era demasiado grande o su sexo demasiado pequeño todavía.

Viendo el dolor, Agaúr retiró su herramienta de la entrada al hermoso cuerpo de Sera y comenzó a acariciarla con sus manos. Sus dedos descendieron rápidamente por el vientre de la joven y comenzaron a frotar el sexo de Sera, que dejó escapar un gemido entre sus labios.
Un dedo de Agaúr, y luego otro, se introdujeron en el cuerpo de Sera, embebiéndose de su humedad creciente y ensanchando el agujero. Aunque lo intentaba, la joven esposa no podía mantener los ojos abiertos, simplemente los cerraba, se mordía el labio y se dejaba hacer ante esas caricias animadas, vigorosas y, aunque inexpertas, muy placenteras.

Un grito de placer se le atravesó a Sera en la garganta. Agaúr sonrió y determinó que el estrecho coñito de Sera ya podría albergar su verga. Así fue. En la primera arremetida, la polla del futuro jefe se introdujo hasta el fondo de la joven, que clavó sus uñas en la espalda de Agaúr con un gemido de gozo profundo.

Sera besó el cuello de su esposo, animándole a continuar moviéndose, y el joven príncipe así lo hizo. “Busca el placer de tu esposa, no el tuyo, sólo así engendrarás hijos sanos y fuertes” le había dicho su padre poco tiempo atrás, y Agaúr, como siempre, se esforzó por hacer caso a su progenitor. Si notaba que ante algún movimiento concreto, o alguna caricia, o algún beso, su esposa mostraba más placer que de común, intentaba repetirla una y otra vez hasta que la muchacha estuviera saciada.

Los dos rodaron por las pieles de ciervo sobre las que dormían. Ahora Sera estaba arriba y comenzó a cabalgar a Agaúr, subiendo y bajando sobre la verga que latía y se hundía en sus entrañas.

A la vista del heredero del trono quedaron los suculentos pechos de la joven, con pezones finos y erectos a los que él se encargó de dar cobijo en su boca, llevado quizá por un ancestral impulso de supervivencia y alimentación. La muchacha empezó a gemir sonoramente. Trataba de moverse sobre la verga de su esposo pero tenía cierta torpeza que le impedía poder disfrutar de la penetración por completo. Sólo conseguía excitarse más y más, pero sin llegar a ese orgasmo que tan pocas veces había probado pero que tanto le gustaba. Sus piernas comenzaban a cansarse de mantener tanta tensión, lo que la hizo tener que cambiar su postura. Se colocó en cuclillas sin dejar de empalarse por la tiesa verga de Agaúr, y empezó, prácticamente, a saltar sobre ella. Las penetraciones eran ahora más profundas, pero la postura de su esposo, encorvado sobre ella, le dificultaba el movimiento.

- Espera un momento.- susurró el joven guerrero al oído de Sera y, abrazándola, se dejó caer hacia atrás.

El sexo de su mujer quedaba ahora a escasos centímetros de su glande así que, marcando el camino con su mano, introdujo la polla sin problemas.

Entonces, comenzó la locura.

Las caderas de Agaúr empezaron a moverse frenéticamente en el cuerpo de Sera, entrando y saliendo de su coño, la polla del joven había adquirido una rapidez asombrosa, y Sera no pudo más que, al notar el calor de su sexo convertirse en todo un incendio, abrir la boca, cerrar los ojos y apretar más fuerte con sus dedos en los hombros de Agaúr. Aquello era maravilloso. Y lo sintió venir…

El orgasmo azotó a Sera desde los dedos de los pies hasta el último pelo de su cabeza. Se tensó violentamente y comenzó a estremecerse y a proferir cortos gemiditos de placer que excitaron aún más si cabe a Agaúr e hicieron que continuara su delirante metisaca hasta que él mismo se unió a su esposa en ese goce silencioso del orgasmo adolescente.

Una sobre el otro, sudando, agotados y satisfechos, se besaron durante varios minutos. Agaúr estaba a punto de dormirse cuando sintió que Sera estaba masturbándole suavemente, buscando una nueva erección que se produjo casi de inmediato.

Con una sonrisa, su esposa volvió a montarlo…

*****

Agaúr esputó un nuevo cuajarón de sangre. Su mundo se acababa. Sin embargo, agradecía a los dioses que le hubieran dejado revivir el momento más magnífico de su vida, cuando tomó por primera vez el cuerpo de la mujer que durante tanto tiempo había amado.

Cuando Rocnar llegó a él, su amigo y Gran Jefe del pueblo del Gran Río había pasado ya a la otra vida, envuelto en sangre y con una sonrisa en el rostro.

- ¡Malditos cobardes!- berreó el guerrero, al ver cómo su amigo abandonaba su mundo.

- ¡Retirada! ¡Retirada! ¡Retirada!- Gritó Gabdo, y los jóvenes guerreros del Valle Bajo cogieron sus armas y emprendieron la huida.

- ¡A por ellos! ¡A por los cobardes!- gritó uno de los guerreros más jóvenes del Gran Río.

Sin embargo, algo no le cuadraba a Rocnar. Un hombre que huye no se para a recoger su arma. Y menos aún todo un grupo de hombres que huyen. A menos que estuviera planeado desde un principio.

- ¡¡¡QUIETOOOOS!!!- gritó Rocnar.- ¡QUIETOS! ¡NO LOS SIGÁIS! ¡ES UNA TRAMPA!

Gabdo se detuvo igual que los hombres del Gran Río. Muerto Agaúr, no pensaba que entre sus enemigos hubiera alguien lo suficientemente listo como para adivinar su estrategia.

Pero lo había habido. El segundo al mando, Rocnar, había demostrado por qué había sido la mano derecha del Gran Jefe durante tanto tiempo. Gabdo maldijo y su grito de rabia llenó todos los prados de alrededor. No había nada que hacer. Se había jugado el todo por el todo y había perdido ante un enemigo más poderoso. La estratagema que había ayudado a confeccionar no había sido suficiente para engañar a los guerreros del Gran Río, que ahora tenían a su disposición los muchos cuerpos de los que habían sido vecinos del Valle Bajo. Jóvenes sin experiencia en la lucha que habían dado su vida por un plan frustrado.

Los guerreros de Gabdo se mantuvieron a distancia de los enemigos, maldiciendo por lo bajo su mala suerte, mientras veían cómo los hombres de Rocnar agarraban los cadáveres de sus compañeros caídos y los amontonaban uno sobre otro. El propio Rocnar se adelantó varios metros entre el montón de cadáveres enemigos y los rivales fugados y alzó algo en su mano derecha.

Era una antorcha.

Lágrimas de rabia y pena se asomaron a los ojos de Gabdo. Sus hombres se indignaron e hicieron ademán de atacar, pero su Jefe los detuvo.

- Lo único que conseguiríais sería uniros a ellos.- volvamos al pueblo.

Los hombres del Valle Bajo estaban destrozados. Habían visto morir a muchos de los suyos y todo a cambio de qué ¿De tres bajas entre el bando enemigo? Cierto que uno de ellos era el Gran Jefe Agaúr, pero una vida no suple veinte por muy importante que sea.


Continuará...

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