domingo, 29 de enero de 2012

A.C. (28: El Pueblo Maldito)

El toro camina despacio, no le gusta caminar cuando ya ha caído la noche, pero cuando la sed obliga hay que beber. Se acerca al río sin dejar de mirar alrededor suyo; decididamente, hay algo en la noche que no le gusta nada, así que se mantiene alerta a pesar de que tan solo el silencio le rodea. Tal vez eso sea lo que le intranquiliza, no solo hay silencio. Hay demasiado silencio.
Observa con recelo la higuera huérfana de hojas cuya silueta se recorta en medio de la oscuridad. Un solitario cuervo, tan negro como él, le mira con dos ojos macabros e inexpresivos.
El morlaco aún mira de reojo a la pequeña ave cuando baja su cabeza hacia el agua y le da el primer sorbo a la gélida corriente. Cuando nota la frescura del líquido que atraviesa su garganta, sin embargo, se olvida de su miedo y se centra en el gozo de calmar su sed.
No se acuerda del cuervo hasta que sacia completamente su sed. Cuando vuelve su testa hacia la higuera, al cuervo de antes se le han sumado dos más, y otro que llega volando y se posa junto a sus compañeros.
El toro, el enorme animal al que temen los hombres, se siente intimidado al ver las ocho esferillas negras brillando en la noche y fijas en él. Pero ya no son ocho ojos. Ahora son diez. Y luego catorce. Y veintidós. Las ramas desnudas de la higuera pronto se visten de cuervos mientras el número de pajarracos no deja de crecer. De todas partes del horizonte acuden cuervos a observar impertérritos al poderoso toro desde la higuera.
El toro rasca con la pezuña en la hierba junto al río y mira con temor a los incontables pájaros. Escucha el crujir de las ramas del árbol bajo el peso de los que ya deben ser más de doscientos cuervos que lo observan en silencio.
Cuando el atemorizado animal decide que lo más prudente es retirarse a la carrera, uno de los cuervos, que tal vez era el primer ocupante de las ramas ahora abarrotadas de pájaros negros o tal vez no, como si hubiera leído su pensamiento, suelta un horripilante graznido, abre las alas y alza el vuelo hacia él.
Tras el primero, perfectamente coordinados, el resto de la monstruosa bandada repite el gesto y se abalanza sobre el imponente astado.
El toro muge, se agita y embiste, pero no logra deshacerse de su enemigo. Es como embestir la niebla. Pronto, está atrapado en una nube negra de plumas y picos que le hieren. La sangre empieza a manar de su hocico, de su lomo, de sus patas, de sus ojos... De todos los lugares donde los pequeños animalejos dejan su hiriente beso.
En pocos segundos el toro cae al suelo. Los cuervos le picotean el vientre mientras otro de ellos introduce su cabeza entera en la cuenca vacía y sangrante de lo que antes fuera su ojo derecho.
Pocos, muy pocos minutos después, los cuervos se separan de su objetivo. Casi nada queda ya del toro. En la mayor parte del cuerpo, los afilados picos han llegado hasta el hueso después de devorar la carne. Bajo los escasos jirones de piel que le quedan al ya cadáver del toro, los cuervos más afortunados se siguen dando un festín con sus entrañas.
Junto al río quedan el cadáver del toro y unos pocos cuervos con el pico ensangrentado. La sangre del toro, lentamente, avanza hacia el río.

martes, 10 de enero de 2012

A.C. (27: El precio de la traición)

El jinete se detuvo por unos instantes frente a las puertas de la ciudad. Donde debían estar los guardias, patrullando, no había nadie. La ciudad del Gran Río hubiera parecido desierta de no ser por el murmullo nervioso que procedía de su interior. Parecía que toda la ciudad, guerreros incluidos, se había reunido en la plaza central del poblado.
- Mejor -pensó el jinete, recolocando sobre su montura al cadáver envuelto en la sábana y espoleando de nuevo al caballo para dirigirse al interior del pueblo.
Fue Pagul, uno de los guardias, el primero que escuchó el golpeteo de los cascos del caballo acercándose. Siempre había tenido muy buen oído y, aunque la gente, intranquila, no dejaba de parlotear y chillar en medio del pueblo, él ya había escuchado al jinete cuando el sonido del alazán no era más audible que, quizá, sus propios latidos.
- ¡SILENCIO! -gritó el joven soldado, volviéndose hacia donde, un segundo después, apareció el jinete, cabalgando con velocidad, y obligando a apartarse a los ciudadanos para no ser arrollados por el pura sangre.
Lo que antes era griterío se convirtió en silencio, lo que era pelea se volvió calma, todos los presentes se quedaron callados, mirando al jinete con una mezcla de miedo y respeto. Y poco a poco, en un crescendo lento y casi armónico, los murmullos regresaron aunque, esta vez, el tono había cambiado.
Rayma, que estaba en su casa tratando de armar un petate con sus ropas para marcharse del poblado cuanto antes, se quedó extrañada al sentir aquel extraño y momentáneo instante de silencio silencio, pero no le dio más importancia hasta que, una vez regresaron los susurros y las voces, logró entender una palabra suelta. Sólo una palabra, pero la más importante, quizás...
Rayma salió a la carrera de la casa y se abrió paso a empujones entre la multitud. Lo primero que vio al llegar al círculo interior, donde la gente se mantenía aún a escasos metros del jinete con ese temor de los que no creen o no quieren creer lo que ven, fue el cadáver envuelto en la sábana blanca y las cintas negras.
Solo había prestado atención a una palabra, la misma que se escapó entre sus labios.
-Ajdet... -Entonces, alzó la vista y vio al jinete.
El corazón se le detuvo por un momento.