lunes, 29 de agosto de 2011

A.C. (12: La iniciación de Malda)

Cuando Ajdet, junto con los otro trece guerreros, los veinticinco hombres del bosque y su nueva adquisición llegaron al poblado, el Gran Río se preparaba para la comida del mediodía.

El olor a carne cocinada se elevaba por el aire y actuaba a modo de canto de sirena para los cansados y hambrientos guerreros.

- Vaya... has organizado muy bien esto en mi ausencia.- Dijo Ajdet a Rayma.

- ¿Acaso lo dudabas, Pequeño Ciervo?- respondió confiada la mujer, aunque el apelativo hizo que Ajdet recordara, de pronto, más cosas de las que hubiera deseado.

- Jamás vuelvas a llamarme así, Rayma. Nunca en tu vida.

- P-perdón, Ajdet. No sabía que te molestara tanto.

- No importa.

- ¿Quién es ella?- Preguntó la esposa señalando a la desnuda mujer que acompañaba a su marido, con las manos aún atadas. No podía entenderlo, jamás en su vida le había dolido tanto ver a un hombre con otra mujer que no fuera ella. Sin embargo, Ajdet tenía a su alrededor una especie de aura, una suerte de fuerza de atracción que lo hacía irresistiblemente único.

- ¿Ella? Sólo un regalito... ¿Has visto a Zuyda?

- Creo que está durmiendo. Con su trabajo, sólo en estos momentos es cuando puede descansar.

- Perfecto.

*****

Los fuertes golpes en la puerta despertaron finalmente a la joven curandera del pueblo. Se levantó, cansada e irritada, y se arrastró pesadamente hacia la puerta.

- Maldita sea... ni siquiera ahora puedo dormir...- gruñó la mujer. Sin embargo, cuando abrió la puerta, se encontró con una visita inesperada.- ¡Ajdet! ¡Qué alegría verte!

Aunque la rubia chamán mostraba unas ojeras evidentes por su falta de sueño, la sonrisa al ver al hombre que le descubrió todo un nuevo mundo de sensaciones le iluminó el rostro.

- ¿Qué tal, Zuyda? Últimamente te veo muy cansada.

- Oh... no... bueno, sí... pero para ti siempre tengo un hueco.

Ajdet sonrió. Se sabía atractivo, pero el éxito que estaba teniendo últimamente con absolutamente todas las mujeres le sorprendía incluso a él.

- ¿Acaso no vas a preguntar quién es ella?

Zuyda observó a la mujer que acompañaba al Gran Jefe. Ni siquiera se había percatado de que estaba allí, desde que abrió la puerta solamente se había fijado en Ajdet. Como casi todas las mujeres que conocía, había caído de lleno en el influjo del hijo de Agaúr, y estaba casi segura que esa joven morena, desnuda y maniatada, que iba detrás del Gran Jefe como un perro faldero era, efectivamente, otra más de las hembras hechizadas por la profunda mirada del joven.

- ¿Y quién es?

- Tu nueva aprendiz.

domingo, 28 de agosto de 2011

A.C. (11: Los Horrores de la Guerra)

Los Hombres del Bosque llegaron, como prometieron, junto con el primer amanecer tras la luna llena, y el Gran Jefe ya estaba esperándolos tras la muralla recién levantada. Cada vez veía más cercano su sueño de un imperio más allá de los cuatro horizontes. Ajdet tenía pensado sus próximos pasos durante las dos siguientes lunas, tras las que quería tener al menos cinco poblados más bajo su control. Si atacaba el Valle Alto y el Pueblo del Gallo con sus nuevos guerreros en sus filas, demostrando hasta qué punto llegaban sus fuerzas, estaba seguro de que el Pueblo Azul se rendiría sin tener que derramar una gota de sangre, dándole a su naciente imperio una salida al mar y, con ella, también al comercio con los mercaderes de tierras lejanas. Luego, expandirse hacia el norte o hacia el sur dependería solamente del tiempo.

La llegada de sus nuevos guerreros fue como agua de mayo para las ambiciones de Ajdet. Los hombres del Valle Alto habían entrado en la mina de la que el pueblo del Gran Río extraía el cobre, deseosos de producir ellos mismos ese metal que tantas posibilidades ofrecía, pero provocando una pequeña reyerta con su gente que no acabó más que con unos pocos heridos entre los mineros. Ofensa suficiente para ser el primer pueblo que invadiera tras el Valle Bajo.

El Gran Jefe del Gran Río se había visto obligado a colocar dos turnos con un par de guerreros bien equipados para vigilar su preciado metal y disuadir a los hombres del Valle Alto de volver a esquilmar sus recursos. Ahora, con los salvajes a sus órdenes, todo se arreglaría.

- ¡Ethú!- llamó Ajdet al líder de los Hombres del Bosque mientras éstos investigaban sus cabañas. Como tan sólo iban a usarlas para dormir, Ajdet había decidido poner seis camas grandes en cada morada, sabedor de que los salvajes no se quejarían. Así, lograba colocar a todos sus nuevos pobladores en escasas ocho viviendas. Ahora que la muralla estaba a punto de terminarse, el espacio dentro de la ciudad era un tesoro que no debía malgastar.

- Dime, Gran Jefe Ajdet.

- Prepara a tus hombres. Esta noche, para festejar vuestra incorporación, conquistaremos la primera villa. Tendréis todas las mujeres que queráis.

- ¡Fabuloso! Pero mi gente prefiere usar al menos de momento sus viejas armas, no se sienten cómodos con tus brillantes cuchillos.

Ajdet asintió. Los "brillantes cuchillos" no eran más que las espadas de bronce que el joven les había entregado para que se fueran preparando. Si los nuevos preferían luchar con sus viejas armas, que así fuera, no en vano esas armas habían sesgado más vidas de las que era sensato recordar.

*****

Caía la noche. Catorce guerreros del pueblo del Gran Río, doce del Valle Bajo, entre ellos Rocnar, y los veintiséis Hombres del Bosque llegaron a las afueras del pueblo del Valle Alto. Todos sonreían sabiendo que la victoria era casi segura. Superaban en número y en fuerza a los pobladores de la villa, y aparte contaban con el factor sorpresa.

Con los invasores amparados en la oscuridad del ocaso, los hombres del Valle Alto no notaron que los atacantes se acercaban hasta que fue demasiado tarde.

- ¡LOS HOMBRES DEL BOSQUE! ¡VIENEN LOS HOMBRES DEL BOSQUE!- gritó uno de los jóvenes del Valle Alto, corriendo por en medio del poblado, tras ver a los guerreros que encabezaban la tropa, con la mitad del cuerpo brillando a la luz anaranjada de las hogueras y la otra aparentemente en la oscuridad, como si fueran criaturas hechas de fuego y de noche, recién surgidas de las pesadillas más oscuras de un loco.
Los hombres del Valle Alto agarraron sus armas y salieron de las casas, tan sólo para encontrarse a aquellos salvajes destrozando a sus vecinos.
Los Hombres del Bosque saltaban como fieras sobre sus víctimas, apuñalándolos con burdas hojas de sílex o directamente reventando sus cabezas con gruesas rocas. Tras ellos, unas decenas de hombres armados con espadas les seguían.

- ¡Ajdet, amigo!- gritó uno de los pobladores del Valle Alto.- ¿Has venido a ayudarn...?

Jamás acabó la frase. La afilada espada del Gran Jefe le rebanó la cabeza de un solo sesgo. La sangre salió a borbotones y tiñó de rojizo la cara y la armadura de Ajdet, que enseñaba los dientes con la misma sonrisa macabra que exhibían los Hombres del Bosque cuando asaltaban a un nuevo enemigo para, una vez muerto, con sus toscas armas o con sus propias manos, abrirle el pecho y extraerle el corazón, que mordían y tragaban como si del plato más exquisito se tratase.

La batalla continuaba y los defensores iban cayendo uno tras otro, aplastados por la fuerza y la ferocidad de sus rivales.

Ajdet observó a su alrededor. Él y sus hombres habían perdido completamente el control. No existía ya el enemigo. Lo único que quedaba de ello era un grupo de hombres aterrados, que huían despavoridos o trataban de esconderse en el interior de sus casas y, sin embargo, sus guerreros seguían sedientos de sangre, asesinando sin contemplaciones a cualquiera que tuvieran delante, tiñéndose todos ellos del rojizo líquido vital de sus víctimas.

- ¡DETENEOS! ¡QUIETOS! ¡YA ES SUFICIENTE, POR TODOS LOS DIOSES!

El grito de Ajdet, en un primer momento, pareció pasar desapercibido en medio del fragor de la batalla, pero poco a poco todos los invasores fueron parando y observando el desolado paisaje que tenían alrededor, como si despertaran de un profundo sueño. Algunos de los salvajes tuvieron que ser detenidos por sus propios compañeros, después de estar largos minutos golpeando y apuñalando lo que ya sólo era un sanguinolento cadáver.

martes, 23 de agosto de 2011

A.C. (10: Los Hombres del Bosque)

Lo había ido postergando durante demasiados días, pero ya no podía dejarlo pasar ni una jornada más. Ajdet estaba decidido, era el momento.

- ¿Tienes la armadura?

Rutde mostró su sonrisa más amplia. Estaba seguro de que Ajdet quedaría encantado con su trabajo. Había estado ocupado durante todo el día anterior en preparar la cota de bronce que Ajdet le había encargado.

- Perfecta.- dijo el Gran Jefe, tomándola en sus manos.- ayúdame a ponérmela, que tengo algo importante que hacer.

*****

La gente del pueblo del Gran Río quedó asombrada al ver salir a Ajdet de la herrería con su brillante armadura. Parecía un héroe de leyenda, o quizás un dios.

Sin perder un solo minuto más, envainó su espada en la funda de cuero y, atravesando la muralla aún a medio construir, se internó en el bosque. Nadie sabía muy bien en qué punto de la espesura se escondían los Hombres del Bosque. Formaban una tribu nómada que prefería vivir como los Antiguos, guareciéndose en bosques o cuevas y viviendo de la caza o los frutos que recogían de la naturaleza. Sin embargo, en algunos inviernos en que escaseaba la caza, no era inusual verlos saquear los rebaños de los pueblos cercanos y, cuando lo hacían, lo mejor era no interponerse en su camino. Su fuerza, velocidad y crueldad eran bien conocidas y, muchas veces, habían acabado con la vida de todos los hombres del poblado en cuestión. Hombres adultos, bien armados, y con el terreno a su favor, no habían tenido nada que hacer contra esos salvajes. Tras matar a los hombres, las más veces se quedaban en el poblado para violar a las mujeres y a las niñas, sin importarles edad ni condición física.

Ajdet avanzaba por el bosque con su armadura que, aunque resultaba incómoda y pesada, sería la única opción de sobrevivir si las cosas se torcían. La espesura estaba llena de sonidos, y el joven jefe del Gran
Río creía reconocer detrás de cada uno de ellos a los Hombres del Bosque, escondidos tras los árboles, observándolo, espiándolo, pensando si era un enemigo al que habría que atacar o, por el contrario, sería mejor esperar a enterarse de qué es lo que quería.

Un jabalí le salió al paso a Ajdet, pero el joven no se inmutó. Sabía que, si no se le provocaba, el animal no atacaría a alguien más grande que él. El jabalí se quedó observando fijamente a Ajdet, calibrando fuerzas, pero una vez que parecía haber decidido marcharse a otros parajes más tranquilos, una flecha se clavó violentamente en la cabeza del animal, entrando por el ojo y alojándose en su cerebro, causando una muerte instantánea.

Entonces sí, Ajdet desenfundó su espada y dio una vuelta sobre sí mismo. Seguía sin ver a nadie, pero estaba claro que había sido uno de esos hombres del bosque los que habían acabado con el puerco.

De pronto, como si se hubiera materializado como por arte de magia con un leve sonido, uno de ellos apareció tras Adjet, que se volvió hacia él, espada en ristre. Sin embargo, otros cuatro sonidos idénticos al primero hicieron desistir al jefe del Gran Río, que envainó su espada mientras veía al sexto hombre caer grácilmente tras saltar del árbol en que estaba apostado. El sonido que había escuchado Ajdet no era más que el de los pies de los hombres tomando contacto con el suelo. Los salvajes iban prácticamente desnudos, pero su piel estaba decorada por completo con motivos azules y naranjas, que les daba un aspecto feroz y extraño, como de seres de otro mundo.

- Hola, amigos. Quería hablar con vosotros.

jueves, 18 de agosto de 2011

A.C. (9: Una Nueva Mujer)

La muerte de Gabdo, y el consiguiente vasallaje del pueblo del Valle Bajo enardecieron el espíritu de Ajdet, pero sus ambiciones iban más allá. Durante los últimos años habían ido llegando noticias de que al sur, donde la tierra acababa y sólo a lo lejos se divisaba otra tierra que era objeto de leyendas y fantásticas historias, se estaba formando un gran imperio y el Gran Jefe quería poder hacerle frente si sus ambiciones y las del otro reino se cruzaban.

Lo primero que hizo fue ordenar la construcción de una enorme vivienda nueva para él y su familia, con varias habitaciones, un patio interior y una sala para que el joven Jefe pudiera entrenar sus habilidades con las nuevas espadas de Rutde, amén de mandar levantar una gigantesca muralla de piedras a doscientos pasos del poblado, lo suficiente para permitir el crecimiento entremuros.

- Mañana saldré para hablar con los Hombres del Bosque. Los quiero en mi bando.- le decía Ajdet a Rayma, los dos tendidos sobre el lecho, después de hacer el amor.

- ¡AJDET!- el grito alertó a la pareja, que se levantó y corrió hacia la puerta.

- ¿Qué pasa?- preguntó el jefe, desnudo todavía, en la entrada de su casa.

Hacia ellos llegaba corriendo Sera, con las lágrimas brotando de sus ojos.

- Es Pula, se puso de parto y...

Rayma colocó una túnica sobre Ajdet, para cubrir su desnudez.

- Ve. Te necesitan.

sábado, 13 de agosto de 2011

A.C. (8: Pequeño Ciervo)

Ajdet estaba molesto. Durante años, Ayna había sido simplemente una molestia, un ente extraño que vivía en su misma casa, que le robaba la atención de sus padres y que no servía para nada. Ahora, se había convertido en una mujer, quizás demasiado pronto, porque nada en su cuerpo hacía presagiar el cambio que iba a sufrir en pocos inviernos. Si sus pechos no empezaban a crecer, y sus caderas a redondearse, ningún hombre se interesaría por ella. Por otra parte, tampoco era demasiado guapa, había heredado la nariz aguileña de su padre y su pelo rubio y enmarañado. Ajdet esperaba equivocarse y que alguno de sus convecinos se fijara en su hermana pronto y la sacara de su vida.

- ¡Gran Jefe!- el grito sacó al joven de sus divagaciones. Cuando se volvió, vio un hombre que venía corriendo hacia él. Lo reconoció a la primera: era uno de los hombres que Rocnar se había llevado a la misión. Intentó no ilusionarse hasta recibir una respuesta satisfactoria, pero no pudo evitar ponerse nervioso.

- Lo tenemos.- dijo el recién llegado cuando llegó junto al Jefe, doblándose sobre sí mismo y recuperando la respiración.

- ¡Sí!- Ajdet no pudo evitarlo, el grito salió de lo más profundo de su ser. Con aquello terminaba el vía crucis particular que había mantenido para poder cerrar su control sobre el pueblo del Valle Bajo. Con la sonrisa aún en los labios, tomó el camino hacia la herrería de Rutde. Mientras caminaba, comenzó a recordar.

*****

- ¡Por aquí, Pequeño Ciervo!- Ajdet odiaba que le llamara así. Dentro de unos inviernos, el año que le sacaba su compañero de juegos no se notaría, aunque por el momento, el joven hijo de Agaúr sabía que su amigo podía vencerle sin mucho esfuerzo, así que se resignaba a atender por ese nombre.

El pequeño Ajdet no hacía mucho tiempo, siquiera una estación, que había entrado en la adolescencia, y en su amigo había encontrado un espejo en el que reflejarse fuera del ambiente restrictivo de su familia.

- Es por aquí... reconozco el riachuelo...- dijo el más mayor de los dos.

Desde hacía muchas lunas, tres días después de cada luna llena, los dos amigos corrían casi quince quilómetros para encontrarse con unos de los muchachos de los pueblos de la costa, y éste les contaba las historias que los mercaderes extranjeros le transmitían de tierras lejanas, donde reyes con vestiduras de metal gobernaban pueblos tan grandes que cubrían los cuatro horizontes, y se creaban artefactos sorprendentes, grandes inventos que auguraban una era dorada para los hombres.

- Cuando yo sea Jefe de mi pueblo, crearé un imperio tan grande o más como el de esos reyes. ¿Sabes, Gran Ciervo?- decía Ajdet, casi siempre que enfilaban el camino de vuelta.

En su fuero interno, el otro joven envidiaba al hijo de Agaúr. Tarde o temprano, él llegaría a ser el Gran Jefe de su pueblo. Él no tenía esa suerte, siendo como era de una de las familias peor consideradas en su pueblo.

- Espera un momento, Pequeño Ciervo.- poco a poco, habían ido acercándose a sus pueblos de origen, y ahora estaban cerca del río que los bordeaba.

- ¿Qué pasa?

- Mira.

lunes, 8 de agosto de 2011

A.C. (7: Alguien que me ame)

Los días en el pueblo del Gran Río pasaban lentos. Ajdet intentaba trabajar de sol a sol lo máximo posible para no pensar en la promesa que había hecho a los ancianos del pueblo del Valle Bajo. Una promesa de la que dependía la verdadera conquista del pueblo de Gabdo.

Rutde hacía un par de días que había llegado y se había metido de lleno en la faena de la fabricación de armas de bronce. El cobre y el estaño extraídos de las minas cercanas se convertían en puro arte en las manos del herrero, que se instaló en lo que antes fuera el templo, y pronto el sonido del metal y el calor de la fragua sustituyeron a los cánticos y al aroma a hierbas. Zuyda se había mudado a la primera nueva casa fabricada por los constructores designados por Ajdet, que pronto se convirtió en la casa más transitada por los hombres jóvenes del pueblo.

Ahora, además de ser la curandera del pueblo, Zuyda era también el coño obediente de todos los hombres necesitados de sexo o de los muchachos que buscaban lecciones de cómo complacer a una mujer en la cama. Aunque los más jóvenes duraban más bien poco ante una mujer hecha y derecha como Zuyda, a la chamán le maravillaba la capacidad de recuperación que tenían los adolescentes, con los que podía hacer el amor varias veces en media hora.

*****

La noche había caído sobre el poblado. Sera caminaba con la vista fija en el cielo, donde la Luna había empezado a crecer después de un par de noches de descanso, en las que había dejado el negro cielo completamente huérfano de su luz. Decidió que ya había esperado demasiado tiempo para asegurarse y buscó a Ajdet por el poblado. Los vecinos le dijeron que se había ido a descansar junto con la joven Rayma nada más acabar su cena.

La madre del Jefe sintió un pinchazo en su orgullo. Aunque le encantaba hacer el amor con los dos, ya hacía muchas noches que no follaban madre e hijo solos. Parecía ser que Ajdet había terminado por preferir a la ex-esposa de Gabdo antes que a ella.

- Bien, a ver a quién prefiere después de saber la sorpresa que le tengo preparada a mi hijo.

miércoles, 3 de agosto de 2011

A.C. (6: El adiós de los dioses)

La comida iba viento en popa, los vecinos admiraban cada vez más a su líder. Sus ideas, explicadas como sólo Ajdet sabía hacerlo, encandilaban a todos. Seguro que estaba empezando un momento de prosperidad y expansión para el pueblo del Gran Río.

Las dos esposas del Gran Jefe se enorgullecían de su hombre, y lo cubrían de besos y caricias, tanto que hasta el propio Adjet se calentó y buscó con sus dedos la entrepierna de Rayma, que siseó de placer al sentir la sensual caricia, sin importarle que el resto del pueblo le pudiera ver.

- Te recuerdo, Ajdet, que aún debes ofrecerle un sacrificio a los dioses para agradecerles tu puesto y rogarles por un buen futuro.- intervino Zuyda, la chamán del pueblo, interrumpiendo al Jefe y haciendo que el resto de vecinos contuvieran la respiración. Aunque no estaba prohibido llamarlo por su nombre de pila, era de uso común referirse al jefe del poblado como Gran Jefe. Estaba claro que la mujer hubiera preferido que su tío Rocnar hubiera sido el nuevo líder del pueblo, y no ese niñato creído de Ajdet.

- Zuyda, no voy a llevar a cabo ese sacrificio. Los dioses no lo necesitan ni nosotros tampoco.- respondió el joven líder sin alzar la voz.

Un escalofrío de sorpresa recorrió a todos los habitantes, e incluso se llegó a escuchar un gemido de horror de alguna mujer. Ajdet estaba ninguneando a los dioses que los protegían.

La chamán, por su parte, más que sorprenderse, se irritó notablemente. Se levantó violentamente del suelo y la rabia subió a su rostro, enrojeciéndolo. Muchos de los vecinos se alejaron con celeridad tanto de ella como de Ajdet. Si la chamán lanzaba algún encantamiento, no querían resultar ellos salpicados por el mismo. Además, Ajdet también había demostrado, al dominar al toro el día de la prueba, que también él tenía poderes más allá de lo meramente humano. Tan sólo Sera y Rayma se mantuvieron inamovibles, aunque la primera de ellas miraba a su hijo igual de sorprendida que el resto de los vecinos.

Tal vez el recordar la Prueba del Toro fue lo que hizo que Zuyda callara lo que queria gritar y se marchara del círculo donde todos comían o, al menos, lo hacían antes del enfrentamiento.

- Vamos, sentaros, aún queda mucha carne que acabarnos. Comed sin miedo.- intentó calmar los ánimos Ajdet. Sonreía sabiendo que había ganado la primera batalla, aunque, de todas las personas del pueblo, Zuyda era quizás la más peligrosa y difícil de vencer definitivamente.