2015
Imaginarme de nuevo a Marisa
masturbándose ha hecho despertar viejas sensaciones en mi cuerpo. Se
me ha acelerado la respiración y la boca se me ha secado. Parece una
tontería, habida cuenta de todo lo que hicimos después de aquello,
pero aún ahora, al recordar esa noche, mi cuerpo responde como si
fuera aún aquel entonces.
Suspiro y dejo de nuevo la
primera foto de Marisa en la mesa, junto a las demás. Sin embargo,
no es como las demás. Esa primera foto, para mí, es tan especial
entre las otras como la propia Marisa lo es entre las demás mujeres
que he conocido a lo largo de la vida. Ninguna puede siquiera
acercarse a lo que ha significado mi alumna durante los años que la
tuve a mi lado.
Me preparo otro vaso de Chivas y
me enciendo un cigarrillo. El fulgor de la llama del mechero lo tinta
todo de un tono naranja, sobreponiéndose a la cetrina luz de la
lámpara que ilumina mi escritorio. El pequeño fuego saca extraños
matices de la piel de Marisa en las fotos, como invitándome a
recordar lo que pasó al día siguiente. El día de la mayor
explosión que jamás conociera aquel pueblo perdido. El día que por
fin cedí a las manipulaciones de mi particular Lolita e hicimos el
amor por primera vez.
*****
1984
Marisa y yo caminamos juntos
hacia el instituto. Durante el desayuno y la mayor parte del trayecto
me había mantenido en silencio, incapaz de sostenerle la mirada,
avergonzado no solo por haberme masturbado pensando en ella, sino por
haberme, de alguna manera, colado en sus gemidos más personales y
haberlos utilizado para alimentar mis ansias egoístas.
-Estás muy callado, Marcos.
¿Pasó algo anoche? -me preguntó la joven con una inocencia que no
sabía bien si era real o fingida.
-¿Eh? N-no -mentí-. Es solo
que me va a costar adaptarme a que vivas conmigo -mentí de nuevo.
Mi idea no era quedarme para
siempre con Marisa. Ni siquiera, como le había dicho a sus padres,
hasta que la chica cumpliera los dieciocho, pero eso no podía
decírselo a ella. Pensaba en hablar con Adolfo y Dolores una semana
después para arreglar las cosas y ver si el idiota de su padre
cambiaba su forma de comportarse con las mujeres de la casa, pero no
tuve tiempo.
Aquella misma tarde, mientras
Marisa hacía tiempo hablando con algunas amigas en el patio del
instituto esperando que yo terminara de corregir unos exámenes, una
explosión sacudió el pequeño pueblo y hasta el instituto se
removió desde sus cimientos. Parecía que el mismo Dios hubiera
caído de culo a dos calles de donde estábamos.
En cuanto escuché el estallido,
me asomé por la ventana y lo único que vi fue una enorme bocanada
de humo negro elevándose hacia el cielo. Miré hacia el patio pero
no vi a Marisa ni a ninguna de las otras dos compañeras de curso que
se habían quedado con ella.
Salí del colegio a la carrera,
y por el camino me topé con un montón de convecinos que, como yo,
acudían en masa a ver el espectáculo morboso que siempre suponía
la posibilidad de la Muerte, más aún en un pueblecito tranquilo
como aquel. Cuando llegué a atisbar el epicentro del desastre y
comprobé que era la casa de Marisa, algo se encogió dentro de mi
pecho y mi estómago. ¿Y si Marisa había decidido ir a hablar con
sus padres y la explosión la había encontrado dentro? ¿Y si el
borracho de su padre había decidido hacer volar la casa por los
aires con su mujer y su hija dentro? ¿Y si...? No pensaba en nadie
más. Me importaban menos que nada Adolfo, Dolores, o cualquier otro
vecino que pudiera haber estado de paso o de visita por la casa. Todo
en mi mente era Marisa.
Afortunadamente, flanqueada por
sus dos amigas, que no sabían muy bien qué hacer, y en primera
línea, estaba ella. La imagen de su cuerpo menudo, de espaldas a mí,
rodeado del halo anaranjado del incendio, como un ángel a las
puertas del infierno, me produjo un escalofrío que me recorrió toda
la espina dorsal.
-¡Marisa! ¿Estás bien? -Me
introduje entremedias de sus compañeras y me interpuse entre Marisa
y el fuego. La joven lo observaba todo con la mirada perdida, como si
realmente no estuviera allí- ¡Marisa!
La abracé con fuerza y me la
llevé de allí. No quería que mi pequeña alumna viera durante un
segundo más cómo ardía todo. No solo estaban sus padres dentro,
sino también todas sus cosas, todos sus recuerdos. Prácticamente
todo lo que había conocido hasta ese momento se calcinaba en esa
gran bola de fuego.
Pero, al menos, ella estaba bien
y era lo único que me importaba en ese momento.
-----
Llegamos a casa y Marisa aún no
daba impresión de responder a ningún estímulo. Empecé a asustarme
mientras ella observaba todo con gesto ausente. Casi me pareció que
las llamas se seguían reflejando en su mirada como si aún estuviera
frente al incendio. Estuve varios minutos intentando que respondiera
hasta que lo logré.
-¡Marisa! ¡Marisa, por favor!
¡Mírame! ¡Mírame a mí! -suplicaba.
-¿M-Marcos? -La chiquilla
pestañeó y fijó sus ojos en los míos.
-¡Sí! -exclamé aliviado,
antes de abrazarla con fuerza.
-¿Qué... qué les ha pasado?
Quiero decir... ¿Quién les ha hecho eso?
-Nadie, cariño. Nadie. Ha sido
un accidente. Seguro –dije antes de que empezase a llorar.
Le hice un chocolate caliente
para que se calmara un poco, y mientras tomaba el último sorbo
alguien llamó a la puerta. Abrí, pero no me esperaba aquel comité:
Don Servando, el Policía; Don
Bartolomé, el señor alcalde; una pareja de la Guardia Civil, que
imaginaba que habían venido del pueblo de al lado; y la señora
Federica, que supongo que sería la que les había indicado el camino
porque no tenía más cargo en el pueblo que el de ser la Cotilla
Mayor, título ganado con esfuerzo y honradez durante más de
cincuenta años de chismorreos y rumores.
Me dijeron que el incendio
estaba controlado, y que venían a hablar con Marisa. Habían
encontrado los cadáveres de sus padres en las ruinas calcinadas. Por
lo que habían dicho los bomberos que habían llegado del pueblo
vecino, el incendio había sido causado por una explosión de gas.
Hacía muy poco que el gas
natural había llegado a la localidad y parecía ser que Adolfo, en
una de sus borracheras, se había dejado algún fogón abierto
mientras Dolores dormía la siesta y él veía la televisión
distraído.
Tal vez, si Dolores hubiera
estado despierta, ella sí habría olido el gas y habría cerrado la
llave de paso, pero no su marido. El borracho de Adolfo no podría
haber olido más allá de su terrible hedor personal, mezcla de
sudor, cerveza e incluso vómito, y menos si, como todos los días,
se había metido entre pecho y espalda varias “Damm”. Eso era, al
menos, lo que decía el resto del pueblo. Yo, al contrario de ellos,
pensaba que la explosión habría sido provocada por Dolores, cansada
de recibir palos a diario y con el rencor acumulado de haber perdido
a su hija por culpa de su esposo.
-¿Para qué queréis hablar con
Marisa? -inquirí, antes de hacerlos pasar a la casa.
En resumidas cuentas, Jacinta,
la hermana de Dolores, ya había sido avisada de la catástrofe y
había aceptado quedarse con Marisa. Al día siguiente llegaría al
pueblo para hacerse cargo de los dos entierros y para llevarse a la
muchacha con ella.
-¿¡La tía Jacinta!? -se
quejó, amargamente, la joven- ¡No! No me hagáis eso, por favor.
Vive en una mierda de aldea en la que solo hay vacas -suplicó antes
de romper a llorar de nuevo.
-Lo sentimos, Marisa -dijo
conciliador el señor alcalde.
La joven, llorando, se levantó
y corrió hacia la habitación en la que había dormido. El portazo
sonó en toda la casa y uno de los guardias civiles hizo amago de
acercarse a donde estaba ella, pero lo impedí.
-Déjenla descansar. Lo
necesita.
Pude convencer a las autoridades
de que se marcharan, que permitieran a Marisa dormir esa noche en mi
casa y que, a cambio, yo conseguiría que aceptara irse con su tía.
Así yo también me quitaría de en medio la tentación de Marisa.
Una divina tentación.
Saber que solo tendría que
resistir una noche antes de que Marisa se marchara mejoró mi humor.
No me importaba, realmente, la muerte de Adolfo y Dolores. Eran dos
mierdas de perro menos en la suela del zapato del pueblo. Con
Jacinta, Marisa tendría la oportunidad de ser feliz que no había
tenido con sus propios padres.
-¿Se han ido ya?
Por la puerta de la habitación
apareció mi pequeña alumna, con los ojos ya secos.
-Sí. Estamos solos.
-Ya era hora –Marisa salió de
la habitación y se sentó en el sofá.
Su actitud me descuadró
completamente. Me miró y una sonrisa divertida afloró en su rostro.
-No vas a dejar que me manden
con mi tía, ¿verdad? –afirmó más que preguntó.
-Marisa… es tu representante
legal ahora que tus padres…
-No… ¡Tú no me puedes fallar
también! ¡Confiaba en ti! –suplicó la joven, mudando el rostro.
-Marisa… yo… -Me senté a su
lado e intenté tranquilizarla.
-No, haré lo que sea… por
favor… -rogó. La imagen de mi alumna desnuda en la puerta del baño
volvió con fuerza a mi mente.
-¡No! –Me rebelé ante mis
propios pensamientos-. Basta ya, Marisa. Basta de decir esas cosas.
Eres muy joven y tienes que obedecer. Y punto.
Marisa me miró y sus ojos, que
al principio me parecieron infantiles, tomaron una madurez repentina.
-Tienes razón. Lo siento –dijo,
finalmente, bajando la mirada.
-Venga… vamos a preparar la
cena –dije, para distender el ambiente.
Marisa asintió y me ayudó a
poner la mesa y cocinar, aunque no dijo una palabra más en toda la
noche hasta que se metió en la cama.
Estaba en mi cuarto, dando
vueltas en la cama sin poder dormir, cuando a mis oídos llegó de
nuevo un débil sonido de la habitación contigua. Es curioso, lo
primero que hice fue poner bocabajo, otra vez, el retrato de Amparo.
Pero no tardé en darme cuenta que el sonido no era el mismo que el
de la noche anterior. Era un gemido, sí, pero tras él llegó el
sollozo. Se me hizo un nudo en el estómago al darme cuenta de que, a
pocos metros de mí, Marisa lloraba.
Me acerqué a la habitación sin
atreverme a entrar. Nadie me había preparado para eso. ¿Cómo se
reconfortaba a una adolescente que lloraba por haber perdido a sus
padres? ¿Cómo se reconfortaba a nadie que hubiera perdido a sus
padres?
-¿Marisa? –Tomé aire y me
metí en el cuarto.
-¿Marcos? ¿Te he despertado?
Perdóname… -Se volvió hacia mí, con los ojitos hinchados,
intentando dejar de llorar, pero sin lograrlo.
-Ven.
Abrí los brazos, pensando que
nada le calmaría mejor que un abrazo. Marisa no se lo pensó mucho y
vino rápidamente hacia mí, vestida únicamente con unas braguitas y
una de mis camisolas. Nos estrechamos mutuamente entre nuestros
brazos y yo dejé que se desahogara.
-Por favor –rogó-. No me
dejes tú también. No permitas que se me lleven.
El alma se me partía en
pedazos. Marisa, mi alumna, la que durante dos años me había
observado con una sonrisa desde la segunda fila de mis clases, se
deshacía en lágrimas en mis brazos. Era abrumador lo que le había
pasado y en tan poco tiempo y yo solamente pensaba de forma egoísta
queriendo alejarla de mí, alejándola al tiempo de todo. De sus
amigos, de su colegio, de su pueblo…
Cuando pareció que todas las
lágrimas hubieron escapado de su cuerpo, la tumbé de nuevo en la
cama y la cubrí con la sábana. Ella parecía exhausta. La besé
cariñosamente en la frente y, al separarme, su mano agarró la mía.
-No te vayas aún. Quédate un
poco conmigo –pidió, y yo cedí a sus deseos.
Me tumbé junto a ella, encima
de las sábanas, mientras me daba la espalda y me pedía que la
abrazase. Por un momento, al encontrarme con la cara hundida en esa
melena azabache, me vino a la mente la imagen de mi esposa. No había
dormido con ninguna mujer desde su muerte, y en ese momento no me
podía sacar de la cabeza a mi querida Amparo, como si mi propia
mente pusiera su recuerdo como barrera entre yo y la alumna,
haciéndome ver que cualquier otro pensamiento sobre Marisa que no
supusiera verla como una niña perdida sería una completa traición
a mi difunta mujer.
Marisa me agarraba la mano con
la que la abrazaba y la mantenía sobre sus pechos, con lo que podía
notar sus latidos, fuertes, rápidos y constantes.
Mi mente resbalaba lentamente de
la fortaleza hacia la debilidad. La imagen de Amparo, Poderosa Reina
de Toda mi Vida y mi Amor Puro, iba contaminándose de las noches de
pasión que gozábamos, sobre todo los primeros años de casados.
Poco a poco, Marisa iba fundiéndose con Amparo hasta que mi cerebro
sustituía la cara de mi mujer por la suya.
No pude evitar que el aire
fresco me arrancara un escalofrío. El cuerpo de la adolescente sobre
la cama emanaba un calor dulce y prohibido que me estaba llamando. Me
metí bajo las sábanas, junto a ella, para esquivar el frío de la
noche. Ella se pegó más a mi pecho, con un ronroneo felino. Su pelo
seguía taponándome la vista y el aroma de su colonia, que se había
salvado del incendio gracias a su clase de educación física, me
inundaba las fosas nasales. Suspiré.
Marisa se acomodó aún más,
moviendo su trasero hasta que se frotó con mi polla. Mi cuerpo
respondió al momento. La respiración de mi alumna seguía pausada,
pero sus manos no soltaban la mía y yo notaba sus pechos bajo ella.
Mi polla iba creciendo por momentos, y Marisa, inconscientemente o
eso pensaba al menos, iba acomodándola entre sus nalgas prietas y
jóvenes con suaves movimientos de cadera. A mí sí que se me estaba
acelerando la respiración. Tenía que huir de allí pero Marisa no
soltaba mi mano y, por otra parte, yo tampoco quería. El calor del
cuerpo de mi joven alumna era reconfortante y excitante a la vez. Un
calor que me inundaba y comenzaba a nublarme la vista y el
entendimiento.
Mi mano cobró vida propia y,
apresada como estaba, amasó con suavidad uno de los senos de la
adolescente por encima de la camisola. Me pareció escuchar un
suspiro. El corazón me latía desbocado. Lentamente, llevada por las
manitas de Marisa, la mía fue descendiendo por su vientre, sintiendo
como si cada uno de los botones sobre los que pasaba fuera un escalón
más hacia el infierno. O quizás ya estaba en el infierno desde el
primer suspiro y ahora solo hacía que internarme más y más en él,
avanzando a un círculo interior del infierno con cada botón. Tras
el noveno, el Fausto de cinco dedos que recorría a Marisa se posó
sobre las braguitas, pero no encontró un monstruo rugiente, sino
todo lo contrario.
-Marisa… no… no podemos
hacer esto… -musité, sin convencimiento ya, puesto que mi mano ya
estaba presionando ligeramente en el hinchado coñito de mi alumna.
-Mmmmm –Marisa no respondía a
mis palabras. Respondía a mis dedos, que ya habían encontrado la
hendidura y jugaban con ella sobre la tela.
La humedad del sexo de Marisa
poco a poco fue anegando sus braguitas, mientras mi polla clamaba por
salir de una vez de los pantalones de mi pijama y unirse con esa
hembra que la aguardaba.
-No… Marisa… no debemos…
-la voz me temblaba. Cuando, con un dedo, aparté las braguitas a un
lado y pude palpar el corto vello púbico y la húmeda rajita de mi
alumna, un latigazo de conciencia me empujó a alejar la mano de
allí, pero Marisa misma me lo impidió.
Con sus manos mantuvo la mía
pegada a su coño y, lentamente, comencé a masturbarla, como si mi
propio cuerpo aceptara su derrota y se plegara a los deseos de la
adolescente.
Mis dedos resbalaban por la
empapada vulva, haciendo que Marisa comenzase a gemir quedamente.
Abrió un poco más sus piernas, favoreciendo mi movimiento, y en
respuesta colé un dedo en su interior y con él tracé círculos
buscando algo que no encontré.
-Marisa… Tú no… Tú ya…
La joven se dio la vuelta,
poniéndose bocarriba, y la luz de la luna hizo brillar su divertida
sonrisa.
-No es mi primera vez, Marcos.
No te quedes anticuado… casi todas mis compañeras ya no son
vírgenes –confesó.
-Pero… ¿Quién? ¿Cuándo?
Yo…
-Juan. Hace dos meses ya. Fui de
las últimas. Pero no me preguntes más… -dijo, y sus manos, que ya
habían abandonado a la mía porque ya no había posibilidad de que
escapase, imantada para siempre al coñito de mi alumna, se posaron
en mis mejillas y me acercaron a su boca.
El beso fue sensual, lento y muy
inexperto. Yo había perdido la práctica y ella nunca la había
tenido. Pero poco a poco, mi cuerpo fue respondiendo con movimientos
lentos y suaves. Primero fueron mis labios apresando ora su labio
inferior, ora el superior. Luego la lengua salió al encuentro de su
saliva mientras mi mano recuperaba la movilidad y continuaba las
caricias en el sexo de Marisa que, entremedias del beso, se le
escapaban gemiditos nasales que me hacían hervir de deseo.
Marisa pugnó con el elástico
de mis pantalones y, finalmente, consiguió liberar mi polla. Comenzó
a masturbarme con gestos torpes y cortos, procurando no hacerme daño.
El súbito calor de su manita sobre mi verga casi me lleva a correrme
directamente, pero pude contenerme mientras ella me seguía pajeando.
Aparté las sábanas y me
incorporé en la cama. Le desabroché la camisola y sus pechos,
pequeñas manzanas jugosas, aparecieron ante mis ojos.
-Marisa… ¿Estás preparada?
Como única respuesta, Marisa me
miró y volvió a sonreír. Me hice hueco entre sus piernas y las
abrió más para mostrarme su fruta prohibida, de la que iba a probar
enseguida.
Escupí en mi mano para
ensalivarme el glande. Toda ayuda que pudiera reunir para atravesar
aquel estrecho agujerito era bienvenida. Lo coloqué a la entrada de
su sexo y, antes de penetrarla, lo pasé varias veces de arriba abajo
por toda su sensible rajita, haciendo que un gemido y un involuntario
contraer de muslos denotaran su placer.
Con lentitud, me fui hundiendo
en Marisa mientras ella cerraba los ojitos y unía sus manos tras mi
nuca, abrazándose a mí.
-Aaahhh –se quejó un poco
cuando la penetré por completo y el placer absoluto se instaló en
mi polla.
-¿Te duele?
Me miró a los ojos y, muy
seria, negó con la cabeza.
Sus piernas se cerraron tras mi
cadera y noté como, con sus talones, me impelía a continuar.
Comencé el movimiento de vaivén, lentamente, disfrutando de cada
centímetro que mi verga se deslizaba en su coñito. Sus labios
buscaban los míos. Tardé unos segundos en acompasar el beso al ir y
venir de mis caderas. Cuando lo logré, creo que perdí consciencia
de qué era mi cuerpo y qué el de Marisa. Las terminaciones
nerviosas de todo mi ser latían desesperadas con cualquier roce de
piel con piel, de labio con labio, de polla con coño, de espalda con
uña, de mano con pecho…
Poco a poco notaba cómo mi
cuerpo, ya con voluntad propia y ajeno por completo a cualquier
dictado que quisiera imponerle, iba acelerando las embestidas sobre
el cuerpecito de Marisa, arrancándole jadeos y gemidos ahogados. Sus
piernas se desenlazaron tras de mí y se abrían cada vez más,
invitando y facilitando la cada vez mayor velocidad de mis
penetraciones. El colchón se quejaba; debajo de mí, el cuerpo de
Marisa botaba con cada una de mis embestidas; sus gemidos, ahora sí,
llenaban la habitación junto con mis jadeos.
Mi boca buscó su cuello
mientras ella musitaba mi nombre entre grititos de placer. Sus manos
dejaron de presionar mi espalda para subir al cabecero de la cama y
evitar que mis embestidas la hicieran chocar. Se agarró con fuerza a
los barrotes, envuelta en gemidos y sudor, mientras mi polla no
dejaba de bombear en su interior.
Noté cómo algo se tensaba
dentro de mí. La dulce presión de su coñito me estaba llevando al
paroxismo. Dejé de sostenerme en mis brazos para abrazarla mientras
mis caderas enloquecían. El calor me envolvió la mente, bajó por
mis pulmones, atravesó mi vientre y me estalló en la polla.
Sin embargo, no podía parar.
Mientras me corría en el interior de Marisa, regándola con mi
simiente, mis caderas continuaban su movimiento con enfebrecida
intensidad, no contentas con mi único placer egoísta, buscando y
finalmente encontrando el clímax de la joven, cuyas piernas se
contrajeron entre temblores mientras su coñito parecía querer
exprimir hasta la última gota de mis jugos.
Marisa gritó y me abrazó,
disfrutando su orgasmo mientras me derrumbaba sobre ella y, poco a
poco, iba tomando conciencia de lo que había hecho.
Podía notar su corazón
acelerado calmándose poco a poco, copiando al mío. Los cuerpos,
húmedos de sudor, parecían incapaces de separarse, sumidos en un
ambiente de sexo que, poco a poco, iba tomando la habitación Sin
embargo, una punzada de arrepentimiento se instalaba en mi garganta.
Me levanté y me senté sobre la
cama, dejando a Marisa tumbada, desnuda, disfrutando de los últimos
ramalazos de placer que, lentamente, iban abandonando su cuerpo.
-¿Te pasa algo, Marcos?
–preguntó mi alumna sin variar su postura.
-No, nada… duérmete –dije,
levantándome y saliendo de la estancia.
Me dirigí hacia la ventana del
comedor, y, al abrirla, el frío me azotó el cuerpo desnudo. No me
quejé. Me venía bien para rebajar la dureza de mi polla, que seguía
erecta. Una risa divertida asomó a mi rostro al imaginar que alguna
de mis vecinas aprovechase justo ese momento para salir a regar las
plantas y me viera allí, asomado a la ventana, desnudo, y con la
verga alzada. No obstante, la sonrisa se borró de mi cara al
retornar lentamente a la realidad.
¿Qué había hecho? Me había
follado a mi alumna y me había corrido en su interior. Eso había
hecho. Al día siguiente ella se marcharía y yo no quería que lo
hiciera. ¿Por qué no quería? ¿Cómo había caído tan fácil en
sus redes? Regresé a la habitación y la vi, tal y como la había
dejado. Desnuda, con la luz de la luna bañando su cuerpo joven y
haciendo brillar su piel en tonos azulados.
Estaba preciosa.
La iba a echar mucho de menos.
No recuerdo por qué hice lo que
hice. Solo sé que fui a mi habitación, busqué mi Polaroid y volví
al cuarto de Marisa con ella en las manos. Mientras dormía, enfoqué
y pulsé el botón. El flash inundó la habitación e,
instantáneamente, una fotografía fue saliendo de la cámara, como
una lengua burlona que quisiera jugar con Marisa.
Agité un poco la foto hasta que
fue tomando colores. Sonreí como un tonto contemplando la obra y
volví a la cama junto a mi pequeña alumna y amante.
-Marcos… -susurró.
-¿Sí?
-¿He salido guapa? –preguntó
con una sonrisa inocente.
Reí, dije que sí y la besé.
Nos dormimos abrazados como dos enamorados.
En ese instante supe que no iba
a dejarla marchar.
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