2015
Miro con detenimiento una de las
pocas fotografías en las que Marisa aparece vestida y en la calle.
Ella, abrazada a su tía Jacinta, sonríe a la cámara mientras, al
fondo, aguarda el autobús que alejaría a ambas para siempre, puesto
que después del entierro de los padres de mi alumna, ni Jacinta
volvió a interesarse por Marisa, ni la joven quiso volver a saber
nada más de “aquella pueblerina que la desnudaba con la mirada”.
En la foto, Marisa viste un grueso abrigo desabrochado por cuya
abertura se divisa el suéter y el escote que insinúa sus pequeños
senos. La bufanda, el gorro y unos pantalones largos completan su
invernal atuendo. Jacinta, en cambio, lleva una simple camisa vieja y
una falda de tubo que esconden sus irreconocibles formas, si bien es
cierto que su complexión no es muy dada a las curvas, sino que más
bien tiende al cuadrado con sus anchos hombros y sus caderonas
rectas. Sus ojos se desvían hacia su sobrina sin prestar atención
ninguna al objetivo de la cámara.
Siempre creí que eran
imaginaciones de Marisa, pero cuanto más observo la foto, la mirada
de la rústica granjera parece con más ganas de querer colarse por
el casto escote de su sobrina.
Realmente, la imagen de aquella
regia pueblerina amando a un hombre, además de ser algo grotesca,
también resultaba poco más que absurda. Quizás hubiera estado
mejor con una mujer. Pero en aquella época, había que ser muy
valiente o muy abierto para atreverse a hacer algo así. Dos
aptitudes de las que Jacinta carecía completamente, y que no
necesitaba tampoco para su sosegada vida en la aldea, rodeada de
gallinas y demás animales de corral, sin mayores preocupaciones que
rezar para que el pedrisco no acabara con su pequeña cosecha de
nabos y patatas.
Dos aptitudes aquellas, la
valentía y la capacidad de mantener una mente abierta, que, sin
embargo, su sobrina poseía en abundancia tal y como me demostró en
los diez años posteriores a ese día.
Recordar a Jacinta es recordar
el momento en que no solamente Marisa pasó a formar parte de mi
vida, sino que legalmente pasó a formar parte de mi familia.
*****
1984
Al día siguiente de la fatídica
explosión, llegó la tía Jacinta. No engañaba a nadie. Era una
mujer de pueblo, gruesa, robusta, de brazos y piernas rechonchos y
con cara de malas pulgas. Como si la naturaleza le hubiera otorgado
toda la fortaleza que le había negado a Dolores. Pero también se
notaba que quería a su sobrina y que estaba muy afectada por la
muerte de su hermana y su cuñado.
–Señora Jacinta -El alcalde
había insistido en estar presente durante la reunión. Estaba claro
que aquella explosión era lo más interesante que nunca había
ocurrido en el pueblo y el político no quería perderse nada de lo
relacionado con ella-, este es Don Marcos, ya sabe… el profesor de
la escuela. Ha cuidado toda la noche de Marisa después de lo
ocurrido… ya sabe…
Me removí casi
imperceptiblemente en mi silla. Solo Marisa, atenta a cualquier
movimiento mío, lo notó y sonrió pícaramente. No podía evitar un
sentimiento de culpa.
–¿A qué colegio la llevará?
–interrumpí al alcalde, sabedor de que su verborrea podía llegar
a límites insoportables si se le permitía seguir hablando.
–¿Cómo? No… no lo sé…
en el pueblo no… ¿Tú quieres estudiar más, Marisa? –preguntó
la mujer.
–Claro… quiero terminar
B.U.P. y luego estudiar C.O.U., quiero ir a la universidad.
–Ya… pero… eres...
–Jacinta calló. Sabía que lo que estaba a punto de decir le
causaría un problema, al menos por mi parte. Aún había muy pocas
mujeres en la universidad y, para gente como Jacinta, estas estaban
muy mal vistas. La robusta mujer pertenecía aún a una sociedad que
sentía que el lugar de la mujer era en el interior de las casas.
–¿A qué instituto la
llevaría usted? –Hinqué más el dedo en la llaga. Si había
alguna posibilidad de que Marisa se quedase conmigo, debía apelar a
su derecho a una educación.
–Pues… el más cercano…
creo… está por ahí en Torrente y… yo creo… pero…
–¿A qué distancia está su
casa de Torrente? –Seguía recostado en la silla, acosando a
preguntas a la pobre de Jacinta que, de pronto, se sentía como un
barquito de papel en medio de una tormenta.
–Pues… creo… no sé…
como a cinco cuerdas estaba… creo… más o menos.
–¿Cinco cuerdas? Eso son como
treinta quilómetros, ¿no? ¿Cómo llevaría a Marisa al colegio?
¿Tiene coche?
–¿Eh? Pues… No, no… no
tengo ni tractora siquiera. Pero creo que el autocar a Torrente pasa
por al lado del pueblo… creo…
La estrategia se tambaleó. Yo
ya sabía, porque Marisa me lo había dicho, que Jacinta no tenía
ningún medio de locomoción. Pero desconocía la existencia de ese
autocar. Afortunadamente, mi alumna salió en mi ayuda. O en la suya
propia.
–Pero tía… El autobús de
Torrente pasa cada cinco horas. Tendría que salir de casa con el de
las seis y media de la mañana y volver con el de las nueve. ¿No
tendría ningún compañero en el pueblo? A lo mejor sus padres
podrían llevarnos a los dos.
La cara de Jacinta empalideció.
–No creo –respondió
secamente.
–¿Cómo puede estar tan
segura?
–Somos… somos quince vecinos
en el pueblo. Los conozco a todos y no hay ningún crío.
–¿Disculpe? –Me levanté
fingiendo indignación-. ¿Me está diciendo que piensa llevar a
Marisa a una aldea en la que tendrá que estar más de 8 horas al día
entre esperar al autobús y viajes, y que no tendrá ni un amigo en
todo el pueblo? Lo siento, Don Bartolomé, pero no puedo permitir que
Marisa acabe viviendo en ese pueblo. Sería destrozar su futuro.
¿Piensa usted que una muchacha podría aguantar ese tipo de vida?
El alcalde no sabía qué decir.
Cosa extraña. El parlanchín político se había quedado sin
palabras y no hacía más que mirar sucesivamente a Marisa, a Jacinta
y a mí.
–No te preocupes, Marcos –dijo
Marisa, siguiendo el guion que habíamos practicado-. En vez de
pasarme medio día en la estación, puedo empezar a trabajar en la
granja de mi tía. Tal vez más adelante pueda volver a estudiar.
Su ensayada cara de resignación
lo decía todo y causó el efecto que pretendía en Bartolomé.
–Creo que yo tampoco debería
permitir esto, doña Jacinta. Marisa es una alumna ejemplar y puede
aspirar a mucho. Si usted decidiera venirse aquí al pueblo para que
la niña pueda continuar su vida… Podríamos mirar de habilitarle
alguna casa.
Marisa y yo nos miramos. Aquello
no lo habíamos pensado. Obviamente, nos podríamos seguir viendo,
pero la presencia de Jacinta lo haría todo muco más complicado.
Demasiado.
–¿Qué?
¿Meterme yo en este pueblo? ¿Y qué hago con la granja? ¿Con mis
animalitos? ¿Con mis huertos? ¿Va a ir usté
a cuidarlos? ¿Sabría hacerlo? –Asombroso. La pasión con la que
Jacinta hablaba de su granja era tan fuerte que había borrado
cualquier rastro de vacilación de su voz. No gastaba, sin embargo,
la misma pasión para hablar de su sobrina. Afortunadamente, acababa
de echar por tierra la propuesta de Don Bartolomé. Tan solo quedaba
una salida.
El silencio se abrió paso entre
los cuatro. Hasta que, finalmente, Marisa habló.
–¿Y si me quedase en casa de
Marcos? Me conoce de hace muchos años y me sabrá cuidar, al menos
hasta que cumpla los dieciocho. Y es la persona que más se preocupa
por mi educación.
Tras unos segundos de deliberada
demora, como si en realidad estuviese pensándome muy seriamente mi
respuesta, acepté la idea de Marisa. Jacinta, aliviada por no tener
que preocuparse de una atractiva adolescente con ideas modernas,
apoyó alegremente la moción y el señor alcalde, tras pensarlo unos
instantes, también decidió que era la mejor salida y dijo que
aceleraría en lo posible el tema de la acogida. Obviamente, luego
iría diciendo que la idea había sido suya y que había salvado a la
prometedora Marisa de una vida rodeada por vacas y gallinas, pero qué
más daba mientras el resultado siguiera siendo el mismo, que la
adolescente se quedara a vivir en mi casa.
-----
–Te noto raro, Marcos…
–¿Eh?
Era verdad, llevaba toda la
noche barruntando para mí. Hacía ya un par de meses que Marisa
vivía conmigo y poco a poco ya me había acostumbrado a ir viéndola
en casa, a preparar juntos comida y cena y a ayudarla con los
deberes. Aún así, me seguía negando a que durmiera en mi cama, a
pesar de que gran parte de las noches visitaba su habitación y
hacíamos el amor con una extraña mezcla de cariño, pasión y, al
menos por mi parte, remordimientos. No podía evitar el sentimiento
de culpa que me azotaba después de follar con la joven. Quitando de
la primera noche, cuando me ofreció su cuerpo desnudo a cambio de
quedarse en mi casa, no había habido de su parte ninguna señal
explícita más de que realmente quisiera acostarse conmigo, siempre
era yo el que la buscaba y acudía a su cama en busca de su calor
prohibido y adolescente.
–Marisa –musité-… ¿Si te
pregunto algo, me responderás con sinceridad?
Como tantas otras noches,
acabábamos de hacer el amor y ella se quedaba abrazada a mí,
mientras yo parecía buscar en el techo las respuestas que mi
atribulada mente era incapaz de proporcionarme.
–Claro, Marcos. Lo que
quieras.
Las palabras se aturullaban en
mi mente, quizás sabedoras de que podían acabar con esa ardiente
relación que nos unía cuando mi polla decidía que había pasado
demasiado tiempo fuera de su cuerpo y me impelía a buscarla en su
cama.
–¿En serio quieres hacer el
amor conmigo? ¿O lo haces porque te crees en deuda conmigo por vivir
aquí? Porque si es así, te digo desde ya que me perdones por ser
tan imbécil.
–¡Marcos! ¿Por qué me dices
eso? ¡Claro que quiero foll… hacer el amor contigo! Eres guapo, me
cuidas como nadie, me quieres y te quiero… No puedo pedir más. Me
encanta hacer el amor contigo… además… disfruto muchísimo.
Cuando… cuando lo hacía con Juan no lograba llegar al orgasmo, él
solía acabar antes, y además no lo disfrutaba tanto como contigo.
–Ya, bueno… entonces… ¿Por
qué no me dices cuando te apetece? Me siento como un acosador que se
aprovecha de ti cuando quiere y…
–No sé, Marcos –me
interrumpió-. No sé cómo va esto, yo soy la mujer, y claro que hay
veces que quiero y no vienes, pero tú eres el que sabe de esto y no
sé cómo decírtelo… Me muero por dormir siempre contigo, pero no
quiero que pienses mal de mí, por eso te espero…
Miré a Marisa con ternura. Se
expresaba condenadamente bien. Ahora lo entendía mejor, éramos dos
enamorados pero a veces se me olvidaba que Marisa era simplemente una
adolescente que carecía de experiencia en relaciones.
–Lo que no entiendo es por qué
te gusto tanto –dije, más en broma que en serio.
Marisa sonrió vergonzosa y
hundió su cabeza en mi torso.
–Ya te lo he dicho… me
cuidas como a una reina, y además… eres muy guapo ¿No te lo ha
dicho nadie?
Sonreí. Sinceramente, desde la
muerte de mi mujer Amparo, no, nadie lo había hecho.
–Pues últimamente, a
excepción de mi madre… nadie más, la verdad –respondí
jocosamente. Me arrepentí por un instante de lo que había dicho, no
en vano hacía menos de tres meses que la madre de mi alumna había
fallecido, pero Marisa no se fijó o no quiso fijarse en eso.
–Pues lo eres. Le gustas a
casi todas mis compañeras… Violeta dice que eres ideal y que si
fuera ella la que viviese contigo, no te dejaría salir de la cama.
Menos mal que nadie sabe lo nuestro, si no, se moriría de envidia
–rió mi alumna.
Pensé en Violeta, una compañera
de clase de Marisa, pecosa y pelirroja, algo feúcha pero con cierto
aire de picardía salvaje que llevaba de calle a muchos de los chicos
del pueblo. Era más joven que Marisa, puesto que el padre de mi
ahora hija adoptiva había matriculado a su hija en el colegio un año
tarde, por lo que todas sus compañeras eran menores. Sin embargo,
Violeta había crecido rápido, espigada y desgarbada, y con mucha
rebeldía incontenida, lo que le granjeaba problemas en el colegio y
en casa, pero muchas amistades fuera de ambos.
–¿Ah, sí? Vaya con
Violetita…
–Marcos…
–¿Sí? –Ante el silencio de
la joven y su giro de cabeza para no mirarme a los ojos, me vi
obligado a repetir la pregunta– ¿Sí?
–Enséñame a ser mujer -dijo,
finalmente, con un hilo de voz, muerta de vergüenza.
–¿Qué?
–Sí, enséñame a hacerte
gozar… No sé, tú siempre me dedicas mucho tiempo, me acaricias,
me… me… me comes el coño –escupió con mucho esfuerzo-… y
yo… yo solo me sé abrir de piernas y dejar que me folles… Quiero
hacerte lo mismo que tú me haces.
Sonreí mientras mi polla daba
una cabezada, como animada por las palabras de Marisa y previendo lo
que iba a pasar a continuación. Asentí y dije:
–Bésame.
No se lo pensó. Se lanzó hacia
mí y juntó sus labios con los míos con desesperación.
–Despacio –pude musitar.
Obedeció al instante. Los besos
se volvieron suaves, densos, cálidos… se abandonó al cálido
ósculo mientras mi verga se alzaba llamándola.
–Baja por mi cuerpo,
besándome.
Marisa lo hizo. Repitió en mi
cuerpo lo que tantas veces había hecho yo en el suyo. Me besó en la
barbilla, descendió con besitos rápidos y seguidos por mi cuello y,
al llegar a mi torso, se desvió hacia uno de mis pezones. Suspiré.
Me encantaba el roce de su lengua con mi areola. Tras ensalivarme
bien el pezón, aplicó el mismo tratamiento al otro y siguió
bajando por el vello de mi vientre. Su barbilla chocó con mi polla y
se lanzó hacia ella.
–Tranquila –le dije en un
suspiro-. No hay prisa… Sigue besando los alrededores.
Hizo caso y bordeó el erecto
ariete que ansiaba sus caricias. Me vino a la cabeza, repentinamente,
la imagen de Violeta. Imaginé su cara de niña mala hundiéndose en
mi vello púbico, como lo hacía en ese momento Marisa.
–¿Así? –preguntó
Violeta-Marisa tras darme un beso y un largo lengüetazo en mi
escroto.
Mi jadeo y la aceleración de mi
respiración respondieron por mí.
–Métete uno en la boca
–ordené, y mi doble alumna obedeció como han de hacerlo las
buenas chicas. Apresó uno de mis cojones entre los labios y lo chupó
con cuidado. Repitió luego las caricias en el otro para terminar
jugando con la lengua sobre la piel de mis testículos.
–Mmmm… muy bien, así
–murmuré.
Igual que hacía yo con Marisa,
su dedo se internó entre mis nalgas y acarició mi esfínter.
Suspiré agradecido. Amparo solía follarme el culo sin miramientos
mientras yo me la follaba a ella. Habíamos sido dos supervivientes
de una época salvaje. Fuimos dos paladines del amor libre mientras
buscábamos la arena bajo el asfalto de la ciudad y gritábamos
aquello de prohibido prohibir. Habíamos probado muchas cosas en
aquellos maravillosos años de finales de los sesenta y principios de
los setenta, y nunca nos arrepentimos de nada.
Marisa no se atrevió a meter su
dedo. Siguió solo acariciando mientras su lengua pasaba de mis
cojones a mi polla lentamente.
Con parsimonia, tal como le
había ido indicando durante los últimos minutos, la boca de la rara
mezcolanza de mi mujer y mis dos alumnas que mi mente formaba, fue
subiendo por el agradecido ariete que latía como si el corazón se
hubiera mudado bajo el glande.
–Abre la boca –dije, aunque
Marisa ya lo había hecho y se preparaba para engullir mi verga-.
Mucho cuidado con los dientes –advertí.
Marisa-Violeta-Amparo hizo un
círculo perfecto con sus labios y descendió su cabeza haciendo que
mi polla entrase en su boca. Un escalofrío de placer me recorrió
enteramente. Marisa era una gran alumna en todo cuanto emprendía.
Con lentitud, fue subiendo de
nuevo tras meterse poco más de la mitad de mi polla.
–Usa la lengua en el frenillo.
Un amago de orgasmo me sacudió
cuando mi joven felatriz obedeció. Posé mis manos en la nuca para
dirigir con suavidad el movimiento de Marisa y ella se acopló a mis
deseos. Su dedo había abandonado el trabajo en mi culo para apoyarse
mejor sobre su pierna, pero en cuanto se acomodó a la velocidad que
yo le imprimía, su mano decidió por iniciativa propia cubrir ese
espacio en la base de mi pene que su boca no se atrevía a alcanzar.
–Muy bien… lo estás
haciendo muy bien.
Su otra mano, sobre la que se
estaba apoyando, también varió su cometido, buscando la humedad de
su coñito, y haciendo que el peso que hasta el momento soportaba
descansase sobre la que me agarraba la polla, añadiendo una presión
ligeramente incómoda.
–No te masturbes – le mandé,
más por mi comodidad que por la sensación de dominancia, y acto
seguido la mano volvió a su situación inicial. Tenía que reconocer
que me gustaba su total predisposición a la obediencia.
–Dlo cien –empezó a
comentar con mi glande aún dentro de su boca-… Lo siento –se
disculpó finalmente, sacándose mi polla y volviendo inmediatamente
a su labor.
La boca de mi joven alumna iba
ganando rápidamente experiencia y habilidad, la lengua se volvía
más atrevida y tomaba acertadamente mis suspiros y ligeros temblores
como el indicador de goce que eran.
Poco a poco, notaba esa espina
tomando forma en mis cojones, preparada para salir en torrente por mi
verga.
–Sí.. Voy a correrme, Marisa…
mmm… si no quieres que…
Marisa continuó chupando con
más saña, esperando las andanadas de semen que, como había
previsto, no tardaron en producirse acompañadas de un gemido gutural
por mi parte. Intentó tragar como pudo, pero la copiosidad de la
corrida hicieron que se atragantara, tosiera, y un reguero de semen
se le escurriera de entre los labios hasta acabar manchando la funda
del colchón.
–Perdona –se disculpó
mientras se limpiaba la barbilla con el dorso de la mano-. Creí que
podría tragarlo todo.
–No pidas perdón. Lo has
hecho perfecto, Marisa –la consolé, aún sudando-. Ahora te voy a
devolver el favor, que no aguantaré una tercera corrida.
–No… quiero que descanses
Marcos -replicó.
–Pero te mereces un orgasmo
por lo que me has hecho gozar…
Ella me miró directamente a los
ojos, sin saber qué responderme. Hasta que se me ocurrió la
solución.
–Mastúrbate para mí
entonces.
Marisa tembló de excitación
durante un instante.
–¿Aquí? ¿Contigo delante?
–Claro –respondí mientras
me incorporaba sobre el lecho.
La jovencita asintió y se tumbó
frente a mí. Podía hasta oler su sexo empapado desde donde estaba,
mientras ella comenzaba a acariciarse.
Coló de golpe dos dedos en su
coñito y gimió una mezcla de molestia y éxtasis. Tras unos pocos
segundos de calentamiento, comenzó a pajearse furiosamente, haciendo
que sus dedos entrasen y saliesen de la húmeda abertura. Su otra
mano se internó bajo su cuerpo y con un dedo empezó a trazar
pequeños círculos sobre su culito, haciendo que su ano palpitase
mientras continuaba el metisaca en su coñito. La habitación pronto
se llenó de sus gemidos. Algunas semanas antes le había dicho que
me encantaba oírla gemir y ahora ya no se cortaba un pelo a la hora
de demostrar su placer.
El dedo sobre su culito avanzó
un poco más y se introdujo unos centímetros en su esfínter con un
gemido. Sus caderas se empezaron a mover como si tuvieran vida
propia, mientras exponía su coñito juvenil a mi vista.
Los dedos continuaban su
trabajo; Marisa continuaba gimiendo. Cerró las piernas y se colocó
de lado para facilitarle el trabajo al dedo que le hurgaba la
retaguardia. Desde mi posición, podía ver sus tres apéndices
entrando y saliendo de sus dos agujeritos. Marisa gemía y gozaba,
gozaba y gemía.
–Ummm… ¿Te… ahh… te
gusta lo que ves? –murmuró entre jadeos.
–Me encanta.
Al primer dedo de su culo se le
sumó enseguida otro. Aún no había probado con ella el sexo anal,
pero estaba seguro de que no tardaría en hacerlo, y algo se removió
en mi interior ante ese pensamiento.
–Ay Dios… Me voy a… oh…
me… me… me…
No dijo nada más. Abrió y
cerró los ojos como la boca de un pez fuera del agua mientras la
suya propia se abría en un grito mudo que no necesitaba palabras
para exponer lo que estaba pasando. Por un instante, mientras su
cuerpo entero se contraía, sus dedos quedaron apresados en su
interior, al tiempo que en sus piernas se marcaba la momentánea
tensión del clímax.
Masturbándose para mí por sus
dos agujeritos, Marisa se corría.
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