2015
Sonrío y miro por la ventana. Amanece.
Amanece que no es poco. Llevo toda la noche navegando entre fotos de
la mujer más importante de mi vida. Ahora lo sé. Fue, y es, más
importante para mí de lo que fue mi esposa. Amparo fue la parte más
importante de mi vida durante más de diez años, pero Marisa fue mi
vida por completo durante otros diez. Me enciendo un nuevo cigarrillo
y saco del montón de fotos una de las últimas que se ha colado
entre las antiguas. Marisa mira a cámara, sentada en el suelo con su
coñito, pulcramente depilado, expuesto al ojo muerto de la
“Polaroid” mientras un collar de perro rodea su cuello. La
mujer-perra saca la lengua obscenamente, y sus pechos se muestran en
todo su esplendor, firmes y no muy grandes, pero completamente
excitantes.
Tuerzo el gesto mientras trato de
recordar el lugar que le corresponde a esa foto. Pasaron demasiadas
cosas entre esa foto y el punto en que han quedado mis pensamientos,
pero el momento en que supe que algún día le haría una foto como
esa fue justo después de mudarnos a nuestra nueva casa. No
inmortalicé ese preciso momento del collar hasta años después,
pero la frase que Marisa pronunció en los días posteriores a
nuestra mudanza todavía resuena en mi cabeza como la sagrada
revelación de algún dios oscuro y poderoso.
“¿Tengo que ponerme un collar de
perro y dormir a tus pies para que entiendas que voy a estar cada
noche contigo, aprendiendo lo que me quieras enseñar?”
No habría sido necesario, pero lo
hizo.
*****
1986
Cuando llegamos a Valencia, había
dejado de llover pero la tarde mantenía ese aire gris y húmedo que
lo hacía todo más triste.
Veinticinco minutos después de pisar
el suelo de la estación, nos encontrábamos con mi amigo Juan Benito
en la puerta.
–Joder, macho, pensaba que no
llegabas. ¿Se ha retrasado mucho el autobús?
–Un poco -mentí, mirando de reojo a
Marisa, que sonrió divertida y bajó la mirada avergonzada, en un
gesto que, para quien la conociera como yo, hubiera sido muy
esclarecedor.
Afortunadamente, Juan Benito todavía
no conocía a mi muchacha, por lo que no pudo interpretar ese gesto
como que después de bajar del autobús, Marisa, olvidándose de las
maletas, me había llevado casi a rastras hasta los baños, me había
metido en un cubículo y, tras bajarme los pantalones y ponerme la
polla dura como una roca con una estupenda felación, me había
follado como una fiera en el reducido espacio del que disponíamos.
Todo eso había dicho en una simple
mirada.
Sin más, seguimos a Juan Benito con
nuestras maletas (rescatadas cuando el conductor ya iba a llevarlas
directas a la oficina de objetos perdidos) a su coche y nos dirigimos
a nuestra nueva vida en la gran ciudad.
-----
–Como te dije, un pisazo increíble.
Nueva construcción, ático-dúplex, las mejores calidades.
–Juan... -El entusiasmo de mi amigo
en su descripción de la que sería mi nueva casa empezaba a
sobrepasar los límites de mi paciencia. Después del largo y
agotador viaje, y de follarme a Marisa en los baños de la estación,
tan solo quería tumbarme en mi casa y descansar.
–Dos habitaciones arriba; dos baños,
uno arriba y otro abajo; cocina americana, que se lleva ahora mucho,
salón comedor espacioso -Juan Benito me ignoraba, supuse que
deliberadamente, mientras continuaba avanzando por el piso inferior,
y señalando a diestro y siniestro.
–Juan...
–Tienes todos los muebles y
electrodomésticos y...
–Juan, Juan, Juan, ¡Juan! -grité ya
exasperado.
–¿Qué? -Por fin pareció salir de
su estado de euforia y regresar al mundo de los cuerdos.
–Que te pones muy pesado -interrumpió
Marisa, tan alegre y oportunamente que en ningún momento pensé en
reprenderla por la falta de respeto.
–Vaya con la niña... la gatita tiene
zarpas, ¿eh? -respondió Juan, levantándole la barbilla con el
índice a Marisa.
–¡Miau! -replicó ella, a medio
camino entre el divertimento y la burla.
De pronto, vi algo en los ojos de Juan
que no me gustó, aunque realmente fue el sentimiento que en mí
despertó esa mirada lo que no me gustó. No eran celos al ver el
deseo nacer en mi amigo. No. Era algo más profundo, más primitivo y
visceral. Era el odio de un macho hacia otro macho que tentaba a su
hembra, y el miedo a perderla. Diez mil años antes, no habría
tenido nada que hacer contra Juan. Él era más joven, más atractivo
a pesar de la incipiente barriga cervecera que estaba criando y,
además, su trabajo en la Universidad y su puesto como asesor de
Cultura en el Ayuntamiento, le habían granjeado un poder adquisitivo
ante el que no podía hacer nada. En resumen, Juan Benito era
superior a mí en todo.
En añadidura, él no sabía la
relación que me unía con Marisa, y pensaba que únicamente era mi
hija adoptiva, así que, por mucho cariño o respeto que Juan me
tuviera, lo conocía suficiente como para saber que ese tipo de
relación no iba a ser impedimento para que Juan “atacara”. Me lo
veía venir “Me conoces, Marcos, ¿Con quién iba a estar mejor tu
niña que conmigo?”.
“Con una hiena, Juan, con una hiena”.
–Bueno, ¿Dónde os dejo las maletas?
La voz de mi amigo me sacó de mi
ensimismamiento. Sin darme cuenta, habíamos subido las escaleras y
nos hallábamos en el piso de arriba. Una ventana en el lateral
iluminaba el extraño rellano que daba entrada al pasillo por el que
se accedía a las habitaciones y el baño.
–¿Eh? ¡Ah, sí! Deja esas que
llevas en la habitación de la derecha, que será la de Marisa.
Convivir con Marisa me había conferido
una pequeña suerte de sexto sentido. Era como una pequeña
sensación, un picor en la nuca, un estremecimiento. Sin verla, sin
necesidad siquiera de estar en la misma estancia que ella, podía
intuir y acertar cómo se sentía en ese momento.
Gracias a esa intuición noté que el
aire se tornaba denso, y un escalofrío me recorrió la espalda como
si la temperatura de la habitación hubiese descendido unos grados de
repente. Sabía que aquello pasaría tras esa frase, pero en mi
ensoñación anterior había caído en la cuenta de algo que
cambiaría, para siempre, mi relación con Marisa. Lo que no pude
imaginar en ese momento fue la forma en la que lo haría.
No necesité mirar a mi alumna para
saber que la había ofendido. La había traído a la ciudad con la
promesa de poder vivir libremente nuestro amor y, a la primera
oportunidad, la había traicionado volviéndola a relegar a un lugar
que no era en mi cama, a mi lado, sino apartada en otra habitación,
como si fuéramos un padre y una hija más.
-----
Desde que Juan hubo salido de nuestra
nueva casa, Marisa no había respondido más que con escuetos
monosílabos a todos mis intentos de sacar una conversación. Se
había pasado varias horas en su habitación, organizando su ropa en
el armario en estricto silencio, aunque había mantenido la regla de
ir desnuda que teníamos en la casa del pueblo. Yo mismo también iba
desnudo, pensando que, tal vez, lo tomase como un acto de contrición
que me permitiera hablar con ella. No había sido así.
Tras una cena ligera, en la que todos
mis intentos de dialogar con Marisa habían resultado igual de
infructuosos, la joven había acabado por marcharse a su habitación
con un lacónico “buenas noches”, dejándome a solas con mis
pensamientos.
Ni siquiera en el inquieto silencio de
mi habitación, con el leve murmullo del tráfico de fondo, podía
pensar en otra cosa que no fuera ella. Estaba dando vueltas en la
cama cuando, de repente, como invocada por mis erráticas
divagaciones, el cuerpo de Marisa se dibujó bajo el dintel de la
puerta del cuarto.
–Marisa... ¿Qué tal? Justo estaba
pensando en ti y... -Callé sin saber cómo continuar, tal vez
paralizado por la inexpresiva cara que mantenía y que podía
adivinar aún en la penumbra de la noche–¿Te gusta la casa?
Sin decir nada, la joven se acercó a
mi cama, seria como un fantasma, y se inclinó sobre mi cuerpo. Sin
mediar palabra, se metió mi pene flácido en la boca y su lengua
comenzó a trabajar sobre él.
–Marisa... Espera... Quiero hablar
contigo antes.
La muchacha, sin embargo, hizo caso
omiso a mis palabras mientras mi verga empezaba su perezoso
despertar. No tardó en lograr que apuntara al cielo, tiesa, caliente
y reluciente de su saliva.
Todo mi cuerpo parecía haber perdido
su capacidad de movimiento, como presa de un hechizo mudo invocado
por Marisa.
–Ma-Marisa... para... por favor.
Ella siguió sin obedecerme y se colocó
a horcajadas sobre mí. Agarró mi polla con una mano y fue bajando
hasta empalarse en mi tranca. Solo un suspiro salió de su cuerpo en
el momento que mi ariete la atravesaba.
–Oh, Marisa... yo... yo... -intenté
balbucir algo mientras notaba que el resto de mi cuerpo ya se había
plegado a las acciones de mi alumna.
Los músculos de su coño habían
aprendido durante años las debilidades de mi polla, y en ese momento
estaba explotando todo el potencial de todas y cada una de ellas. Sin
embargo, ni un gemido, ni un suspiro, ni un jadeo en la normalmente
expresiva Marisa. Me estaba follando, sí, pero lo hacía con
resentimiento y negándome lo que más me excitaba, su voz tomada de
placer mientras follábamos.
–Para, Marisa -Mi boca escupía
palabras que mi cuerpo era incapaz de ratificar. Mis manos seguían
inertes sobre la cama, inmunes a mi intención de apartarla de mí.
Tras unas cuantas débiles intentonas
de que Marisa se doblegara al poder de mis palabras, no pude más que
abandonarme al intenso placer que su coño me ofrecía. Era un muñeco
inerte, rendido a sus manipulaciones, incapaz de defenderme de las
atenciones de ese cuerpo que tanto me excitaba.
La muchacha continuaba cabalgándome,
esforzándose por acallar sus gemidos, jadeos y suspiros. Sin
embargo, la humedad de sus entrañas, la erección de sus pezones y
el sudor que comenzaba a cubrirle el cuerpo me daban cuenta del nivel
de excitación al que también ella estaba.
No tardé en correrme. En cuanto sintió
el río de semen inundando su más gozosa cavidad, Marisa se
desacopló de mí y se marchó a su cuarto sin una sola palabra.
Rendido y tendido quedé en mi cama,
con el cerebro trabajando a galope para intentar desentrañar las
intenciones de la mujer que acababa de follarme reduciendo el acto
sexual a todo lo que yo siempre intenté evitar. Un mero acto
mecánico.
*****
Desperté extrañamente descansado. La
noche me había servido para poner en orden todas mis ideas y trazar
un plan para retomar la convivencia con mi alumna. Tenía que hablar
con Marisa antes de que todo aquello terminara por explotarnos en la
cara, si es que no lo había hecho ya y ahora únicamente estaba
comprobando el alcance de la onda expansiva.
Fui a la cocina y me encontré a Marisa
desayunando, desnuda. Mi verga hizo amago de responder a la hermosa
imagen pero me concentré en lo que tenía que decir.
–Maris...
–Perdona. Ya te dejo solo -me
interrumpió ella, cogiendo su taza y levantándose de la mesa.
–Siéntate -ordené viendo cómo
dejaba la taza sobre la bancada y se dirigía a la puerta-. Marisa
¡Siéntate! -repetí casi con violencia, cerrando la puerta para que
no pudiera salir.
Tras mirarme sorprendida unos
instantes, esbozó una sonrisa condescendiente y dijo con tono de
burla:
–Sí, mi señor.
Tomé asiento frente a ella y organicé
mentalmente lo que había estado pensando desde que Juan Benito me
hiciera darme cuenta de lo que estaba haciendo con Marisa.
–Marisa. En ningún momento pienses
que no te amo. Lo hago, y con locura. Te quiero tanto, que no puedo
dejar que esta relación enferma siga más allá.
Ella parpadeó y agitó la cabeza,
desconcertada.
–No digas nada -continué-. Déjame
explicarme primero. Eras mi alumna, y eres mi hija adoptiva. Por
supuesto que para mí significas más que eso, y nadie va a
entenderlo así más que tú y yo. ¿Por qué quieres estar conmigo?
Yo te diré por qué -dije sin dejarla responder-. Ves en mí al
salvador, la persona que te sacó de un hogar donde no hacías más
que sufrir y te empezó a dar una buena vida. Pero ya no me debes
nada. Nunca me has debido nada.
–Es más que eso, yo...
–Calla, por favor. Déjame
explicarme. Al principio creí que la ciudad sería muy diferente al
pueblo, que aquí podríamos vivir nuestro amor sin que nadie pensara
mal de nosotros, pero me he dado cuenta de que no va a cambiar la
percepción de la gente, lo único, tal vez, la forma de percibirlo.
Allí podríamos ser unos depravados, o algo que alguna abuela
relacione con el Diablo. Aquí, simplemente seremos dos personas con
problemas psicológicos. A ti te dirán que tienes complejo de
Electra, a mí, que soy un pedófilo, un abusador, o lo que quieran
decirme. Todos se equivocan, pero no somos nadie para luchar contra
el resto del mundo. Tarde o temprano conseguirían que nos
sintiéramos culpables de esta relación, la presión acabaría
venciéndonos, y cuando llegue el día que te sientas culpable de
quererme, yo me querré morir. Imagino que algo parecido podrías
sentir tú, pero no lo sé. Eres más fuerte que yo, eso lo sé, pero
no quiero ni imaginarme qué pasaría el día que te quieras morir
por mi culpa. No podría con eso.
No podía mantener a mi joven amante en
mis lascivas redes el resto de mi vida. Se merecía algo más.
Alguien que la amara tanto como yo pero que no pensara en follársela
nada más verla. Alguien que le ofreciese una relación normal, una
vida normal, una convivencia normal.
–Pero... -Marisa había asistido
impertérrita a mi discurso, y poco a poco notaba que mis palabras
iban haciendo mella en su persona–Pero podemos seguir escondiendo
lo nuestro. Igual que en el pueblo, solo que aquí.
–No, Marisa. Has crecido. Puede
entenderse que a una niña no le guste salir con niños, pero no que
a una joven no le interesen los hombres. Sería sospechoso. Tienes
que hacer una vida normal y yo no debería ser parte de ella más que
como figura paterna. Además, no quiero obligarte más a tener que
esconder lo que sientes, a que si un chico te empieza a gustar no
puedas salir con él porque estás conmigo y no puedas explicarle el
porqué.
Tras unos segundos de silencio, en los
que la muchacha parecía en dificultades para asimilar todo lo que yo
había dicho, finalmente habló.
–Pero puedo llevar una vida normal
fuera de casa y otra aquí. Eso sí puedo hacerlo. Si un chico me
gusta, no serás un obstáculo. Sí un listón muy alto a superar,
pero no un obstáculo -añadió con una sonrisa alegre-. Pero no
quiero separarme un centímetro de ti, Marcos. Me lo has enseñado
todo de mi cuerpo, has sido mi maestro mucho más de lo que te
imaginas, y quiero que lo sigas siendo.
–Marisa... esto no es...
–Calla. Yo quiero estar contigo
-añadió, recalcando el “quiero”-. Entiendo lo que dices y que
nuestra relación sea demasiado complicada para defenderla. Tal vez
tengas razón. Pero no tenemos porque acabar así. Siempre serás mi
maestro, mi primer maestro, por muchos chicos que conozca y que
traiga a casa.
–No sé si soportaré que traigas
muchachos a casa si por las noches estás conmigo -respondí
divertido.
–Si me quieres, lo harás. Porque,
tal y como lo explicas, esta es la única solución para seguir junto
a ti.
–Pe-pero... -Ahora me tocó a mí
balbucir mientras asimilaba la idea de Marisa, que de pronto parecía
mucho mejor que todas y cada una de las que habían cruzado por mi
cabeza.
–Hagamos un trato, ¿Vale? Una vida
fuera y otra aquí dentro. Fuera soy de la sociedad. Aquí dentro soy
toda tuya.
–Marisa, no creo que sepas lo que
estás diciendo.
–¿Tengo que ponerme un collar de
perro y dormir a tus pies para que entiendas que voy a estar cada
noche contigo, aprendiendo lo que me quieras enseñar?
La imagen tocó alguna tecla en mi
cerebro. Me sorprendió la dureza que mi polla alcanzó bajo la mesa
en tan pocos segundos. Cuando sentí el pie de Marisa subir por mi
pierna, no pude negarme a su solución. Cuando alcanzó mi polla,
supe que, aunque se pusiera un collar de perro, aunque la paseara
desnuda a cuatro patas por toda la casa llevándola con una correa,
aunque la atara a la cama y le hiciera todas las diabluras que se me
ocurriesen, aunque le hiciese todo eso y más, supe que ella era mi
dueña por el resto de mi vida.
–¿Hay trato? -inquirió la joven aún
masajeándome la polla suavemente con su pie.
Si había alguna voz en mi cerebro que
se negara al plan de Marisa, las dulces caricias de su pie no me
permitían escucharla. Solo oía voces que me animaban, como si en la
guerra entre el ángel y el demonio de mi conciencia, el ángel se
hubiera marchado de vacaciones y el demonio hubiera aprovechado para
hacer una fiesta con cientos de sus congéneres.
Finalmente, yo y mis demonios nos
levantamos y rodeamos la mesa en dirección a Marisa.
Hice girar su silla, que rayó el suelo
con las patas, hasta tener a mi alumna de frente, sonriente y
lasciva. Aún sentada, abrió sus piernas enseñándome su sexo
escondido bajo su vello púbico, y la imagen fue suficiente para
terminar de desterrar cualquier reticencia que pudiera haber en mi
cuerpo, si es que aún había alguna que la perversa sensualidad de
Marisa no hubiera desvanecido.
La besé con pasión mientras la
agarraba por la cintura y la levantaba en vilo. Ella rió excitada y
se dejó caer de espaldas a la mesa, sin cerrar las piernas, entre
las que aguardaba, húmedo y ardiente, el primer plato del día.
Me lancé a su sexo como un hambriento
ante un suculento manjar. Mi lengua buceó en sus entrañas,
arrancándole suspiros y gemidos con sabor amargo y excitante.
–¡Sí, Marcos, sí! -gritó ella,
presa de la cachondez, mientras estrujaba sus pechos reducidos por la
postura. Su sexo rezumaba flujo que caía por mi garganta, y mi
lengua pasaba de la entrada de su vagina a su clítoris con rapidez.
Me detuve a punto de causarle el primer
orgasmo, aunque Marisa no emitió queja alguna. Me miró a los ojos
con los suyos inundados de lujuria y se inclinó para agarrarme de la
polla y dirigirla a su interior.
Por un momento pensé en dejarme caer
sobre ella y follarla salvajemente, pero no estaba seguro de que la
mesa de la cocina aguantara nuestro peso conjunto. Estaba
acostumbrada a soportar poco más que tazas de desayuno y alguna cena
ligera, y dos cuerpos adultos imaginé que serían demasiado para sus
enclenques patas. Esperaba que pudiera resistir solamente uno, el de
Marisa.
La agarré del culo para ponerlo sobre
el borde de la mesa y embestí con fuerza. El grito de Marisa fue
sorpresa, goce y dolor a partes iguales.
–Despacito... -rogó, convertida su
voz en un murmullo excitado y excitante.
Cada envite sobre su cuerpo hacía
chirriar las patas de la mesa sobre el suelo y era una rubrica más
en la firma del contrato verbal que habíamos aceptado. Dentro de
casa sería mía y de mis demonios y al cruzar la puerta acabaría el
falso poder que tenía sobre ella. Dentro de casa, mía; fuera de
casa, suya propia. Al contrario que mi polla, que dentro de su cuerpo
era absolutamente propiedad de Marisa, que la masajeaba con todos los
músculos internos de los que podía hacerse cargo, y solamente fuera
de su sexo tenía yo algo de potestad sobre mi propio miembro.
Pero mi potestad empujaba de nuevo
hacia aquel interior cálido una y otra vez, magnificando las
sensaciones de ambos cuerpos.
Mientras Marisa se aferraba con fuerza
del borde de la madera para que mis embestidas no se la llevaran, yo
alcé sus piernas con las manos, colocándolas sobre mis hombros para
permitirme seguir viendo su cara sensual, tomada de placer. Ella no
me miraba. Cerraba los ojos y se abandonaba a las sensaciones de su
coño, mientras, de vez en cuando, profería mi nombre vestido de
gemido.
Las patas de la mesa no dejaban de
arrastrarse con cada golpe, y supuse que mi vecino de abajo empezaría
a cagarse en nuestras muelas, pero poco me importaba. Todo mi mundo
en ese momento llegaba hasta la puerta de mi casa y no más allá, y
se iba concentrando más a cada instante. Con cada gemido de Marisa,
con cada penetración en su sexo, la realidad iba reduciéndose. Era
tan pequeña como la cocina cuando me incliné para meterme su pezón
en la boca, y pocos segundos después, cuando desde lo más profundo
de mis testículos comenzaba a gestarse un orgasmo brutal, la
realidad no era más grande que el coño de mi alumna. Toda mi
existencia quedó concentrada en aquella cavidad ardorosa y anegada
de flujo que estrujaba mi miembro.
Marisa se corrió y su sexo amenazó
con exprimirme hasta la última gota de semen. Todo su interior se
tensó y su sexo abrazó mi polla con la fuerza de una boa
constrictor, como si quisiera succionarme a su interior. En el último
momento, aprovechando el instante de relajación posterior a su
orgasmo, salí de su cuerpo para eyacular encima de ella, manchándole
vientre, pechos y pubis de mi semen.
Sonreí, cansado pero divertido, viendo
mi obra.
Ahí estaba mi blanca firma sobre el
documento más hermoso que cualquier escriba pudiera haber imaginado
jamás.
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