2015
Fotos, fotos, fotos…. Todo es
un maremágnum de instantáneas que me sumerge en un mundo pasado que
no había querido desempolvar hasta hoy. Mi vaso de “Chivas”
vuelve a estar vacío, pero ya me da igual. Estoy inmerso en esta
misión y ni siquiera sé si me dará tiempo a revisar todas las
fotografías antes de marcharme. Son las cinco de la mañana pero no
me importa porque sé que, aun intentándolo, no habría podido
dormir en toda la noche. Los nervios me lo habrían impedido. Así
que, en vez de pelearme con la almohada, he preferido abrir la Caja
De Pandora De Las Fotografías y reflotar todos los recuerdos que me
quedan de mi querida alumna.
Esta foto, de Marisa
masturbándose con un consolador naranja la tomé tres meses después
de que empezase a dormir en mi habitación. Esta, de ella
completamente desnuda en el bosque, siete meses después, en nuestro
viaje al norte de España. El Santo Camino de Santiago nunca fue
menos Santo. Esta fue posterior, de cuando terminó el último curso
de Bachiller ¿Quién iba a decirnos que nuestro tiempo en aquel
poblacho estaba a punto de acabarse?
Una nueva foto azota mi mirada.
Cualquiera diría que es una foto sin más, melancólica incluso. El
rostro de perfil de una mujer, pegado a la ventanilla de un autobús
mientras, tras el cristal, la lluvia cae sobre los campos del fondo.
La mujer mantiene los ojos entrecerrados, y sus dedos junto a la
boca, como si acabase de morderse las uñas. Un poderoso rubor cubre
sus mejillas y una fina película de sudor envuelve su sien.
Obviamente, esa mujer es Marisa. Nadie que viera la foto podría
adivinar que, en el mismo momento que la estaba tomando, con la otra
mano estaba masturbando a la joven hasta el orgasmo.
*****
1986
–No sé, Juancho, ¿No me
puedes dejar unos días que me lo piense?... Bueno… Vale, vale…
en un par de días te llamo y te digo.
–¿Quién era, Marcos?
–preguntó Marisa cuando colgué el teléfono.
–Juan Benito, un amigo de hace
años. Es profesor en la Universidad de Valencia y me ha ofrecido un
empleo.
–¿En serio? ¿De Catedrático?
–La joven dejó de prestar atención a la “caja tonta” y se
giró ilusionada. Su rostro emanaba candidez e inocencia.
Estallé en una sonora
carcajada.
–No, Marisa, no… para eso
hace falta algo más de experiencia. De profesor asociado. Resulta
que ha visto el libro que publiqué hace cuatro años y le ha
gustado, quiere que imparta Lectura Poética… pero no creo que
acepte.
–¿Oh, no? ¿Por qué? –Marisa
parecía sumamente decepcionada–Yo también he leído el libro. Es
precioso.
Cuatro años antes, tras la
muerte de Amparo, sumido en una horrible depresión, volqué todos
mis demonios en unas libretas en blanco que guardaba para cuando la
inspiración tuviera a bien visitarme. El resultado fueron ochenta y
cinco poemas caóticos, oscuros, y profundamente melancólicos que
hacían eco de mi soledad y mi dolor. Unos meses más tarde, tras
darles unos retoques y añadirles algunos otros poemas que escribí
cuando mi mujer aún vivía, se los entregué a un excompañero de
facultad que tenía un buen puesto en una editorial. El resultado fue
“Silencios y Voces y otros poemas de Marcos Solís Regueiro”, un
librillo compuesto por setenta y tres poesías (la Censura aún
imperante prohibió la publicación de algunos de los que los
acompañaban, sobre todo la de los más críticos con el sistema
establecido y los más candentes). El título del libro lo debía al
poema que lo encabezaba, una silva que escribí cuando Amparo estaba
ya en la fase final de su enfermedad.
También era mi difunta mujer el
motivo por el cual no quería volver a poner un pie en la
Universidad. Allí la conocí, cuando éramos dos jóvenes
estudiantes de Filología en medio de una dictadura que agonizaba.
Allí me enamoré de ella y de sus ideales. Allí la besé por
primera vez.
La última ocasión que había
estado en la facultad, fue precisamente con motivo de unas charlas
poéticas a las que me invitaron para hablar de aquel dichoso libro,
recién salido de la editorial, alabado por los críticos e ignorado
vilmente, como era de esperar, por las ventas. Esas charlas hubieron
de posponerse media hora porque el ponente, es decir, yo mismo,
estaba llorando a moco tendido en el baño, incapaz de sobreponerse a
esos pasillos por los que tiempo atrás paseaba con Amparo, esas
aulas en las que asistía a clases con Amparo, esos baños en los que
me encerraba con Amparo para follar… Todo en esa dichosa facultad
me recordaba a mi mujer y yo no podía con ello.
–No sé, Marisa. No me llama
la idea de volver a la facultad –dije por única contestación. No
iba a abrumar ahora a mi estudiante, a la que poco a poco y en la
intimidad me atrevía a ir llamando “pareja”, con el dolor
guardado por una mujer que no era ella.
–Yo creo que lo harías bien…
Has sido el mejor profesor que he tenido nunca… Y mis amigas dicen
lo mismo ¡Y eso que nos dabas cuatro asignaturas!
Me reí aunque dentro me quedaba
un poso de amargura. Era verdad. Durante los últimos tres años,
había sido el profesor de Marisa en Lengua, Latín, Griego e
Historia, pero finalmente ella había acabado B.U.P. y en unos meses
empezaría el C.O.U. Como resultado, yo ya no le daría clases, y eso
me reconcomía. Las horas lectivas no serían lo mismo sin su mirada
atenta y pícara desde la segunda fila, sin sus sonrisas esquivas
cuando nuestras miradas se juntaban, sin su voz melodiosa haciendo
alguna pregunta inoportuna… iba a echar mucho de menos estar en el
aula con ella.
–Pues por eso… ¿Qué iba a
hacer Violeta sin mí este año? –le dije para incordiar. Su amiga
Violeta había repetido el último curso de B.U.P. y al curso
siguiente volvería a darle las mismas cuatro asignaturas que les
había impartido. Marisa fingió enfurruñarse mientras me miraba de
soslayo.
–¿Ahora resulta que te gusta
más Violeta que yo? –bromeó.
–Nunca, pequeña… sabes que
soy solo tuyo –dije acercándome a ella y abrazándola por la
espalda.
–Pues yo no soy solo tuya…
-siguió con la broma ella, cruzándose de brazos mientras yo,
encendido, empezaba a darle besos en el cuello.
–¿Ah, no? ¿Y de quién eres
entonces? –Continué con mi desfile de besos y mis manos comenzaron
a acariciar sus pechos por encima de la ropa.
–Ah -suspiró-. Soy de todos…
no soy solo tuya –Marisa lo decía, siguiendo su rol aunque la
verdad fuera muy distinta. Estaba tan colgada de mí como yo de ella.
–Define todos… ¿Juan? ¿Ha
vuelto Juan a querer algo con mi pequeña diosa morena? –Los besos
saltaban del cuello a la oreja, y notaba cómo mi pequeña estudiante
se removía inquieta de placer.
–Ufff… Mmm… no me beses
así… me pone demasiado –se quejó Marisa, antes de responder a
mi pregunta-. Juan es un pichafloja y un niñato… después de
probarte a ti ya no tiene nada que hacer –musitó, mientras se
giraba para darme un beso desenfrenado.
Le saqué la escueta camiseta
veraniega que portaba. Me costó un poco al ser tan ajustada.
–Uff… creo que voy a poner
una nueva regla, te voy a impedir llevar ropa tan difícil de quitar
en casa… o mejor… te voy a impedir llevar cualquier tipo de ropa
en casa. Te quiero desnuda y dispuesta siempre para mí.
La idea, surgida de la mente
calenturienta de mi “yo” más excitado pareció agradar a Marisa.
Su respuesta fue agarrarme la cara y redoblar la intensidad de su
lúbrico beso.
A su camiseta le siguieron la
minifalda, el sostén y las braguitas. No quise que se quitase las
medias todavía. Siempre que estuvieran limpias, Marisa prefería
llevar sus medias del uniforme del colegio antes que los pantis que
tanto boom estaban teniendo, algo que me encantaba porque los
pantis eran un incordio de quitar.
Empujé a Marisa de nuevo sobre
el sofá, y ella se dejó caer con el rostro arrebolado por la
excitación. Físicamente no había cambiado demasiado en los últimos
dos años, desde que vivía conmigo. Quizás sus curvas se habían
terminado por definir hasta mostrarme toda la voluptuosidad de una
mujer adulta. Joven aún, pero ya adulta. Seguía con ese encanto
adolescente que jamás en su vida terminaría por perder, pero
rezumaba una femineidad completa por todos sus poros.
Marisa me miraba con el deseo
impregnado en los ojos, y me moría de ganas de plasmarla en ese
estado en una de mis fotos, pero mis ganas de follármela eran
superiores. Me desvestí en tiempo récord y me lancé sobre ella.
Hundí mi cara entre sus muslos y ella gimió al primer contacto de
mi lengua sobre su coñito.
–¿Me vas a decir de quién
eres entonces? –pregunté de nuevo, mientras ella trataba de
mantener la cordura en medio del cunnilingus.
–Ah… no… Yo… ah…
Sustituí la boca por los dedos
y a Marisa le encantó el cambio. El aumento en la cadencia y volumen
de sus gemiditos lo atestiguaba.
–Dímelo –Repetí mientras
mis dedos en su interior buscaban aquel punto que la hacía perder la
consciencia.
–Oh, Dios, no…
Mis dedos continuaban con ese
movimiento curvo, entrando y saliendo al tiempo que atacaban su punto
G. Añadí su clítoris como objetivo de mi ofensiva, teniendo que
usar ambas manos. Marisa se retorcía de placer y mi polla estaba
rogando por entrar en su cuerpo.
Me incorporé junto al sofá y
la orienté de nuevo hacia mí para poder penetrarla sin miramientos.
Aunque no era la posición más cómoda para ella, era la que mejor
acceso me permitía a su coñito sin tener que dejar de mirarla a los
ojos.
La agarré de los tobillos y la
abrí de piernas. El vello que cubría su sexo estaba perlado de
flujo. Sin soltarla, acerqué mi polla a su coño y ella misma la
encauzó a la entrada de su vagina. La primera embestida le arrancó
un grito de éxtasis. La segunda, una corriente de placer que
contrajo sus músculos, dándole una cálida y apretada bienvenida a
la verga que alojaba en su interior.
–¿De quién eres? –gruñía
yo, sin soltarle los tobillos, ayudándome en ello para hacer más
profundos los envites.
–Dios… Yo soy… yo no soy
de… ah…
Marisa estaba a punto de
correrse, y todo su cuerpo me lo estaba diciendo. Pero no quería que
lo hiciera. Al menos, no todavía. Una embestida algo más potente la
dejó atrapada entre mi cuerpo y el respaldo del sofá, con el cuello
haciendo un casi imposible ángulo en él.
–Dime de quién eres –escupí,
negándole cruelmente su clímax.
–Tuya… tuya… soy toda
tuya, Marcos… -respondió desesperada, buscando ella misma el
último empujón hacia su orgasmo con las caderas, sin conseguirlo
por culpa de la “llave” de la que era presa.
–¿De quién?
–Tuya, por Dios, Marcos, deja
que me corra.
Sonriendo con satisfacción,
reanudé mis empellones sobre Marisa hasta que, menos de veinte
segundos después, estallaba en un orgasmo que le tensó todos los
músculos de su cuerpo, notorios sobre todo en sus muslos, aun
cubiertos por las medias.
Tras recuperarse de su éxtasis
divino, la joven me obsequió con una suculenta felación que
exprimió hasta la última gota de semen de mis testículos.
Tras unos minutos de reposo en
el sofá, Marisa hizo amago de coger su ropa del suelo pero se lo
impedí.
–Te he dicho que no te voy a
permitir llevar esa ropa en casa.
Divertida por la propuesta,
Marisa soltó las prendas y se volvió a arrebujar en el sofá junto
a mí. No tardó en quedarse dormida, con la cabeza sobre mi muslo,
casi rozando mi polla.
Su rostro era la viva imagen de
la candidez cuando dormía, parecía ajena a este mundo, como un
ángel caído del cielo que intentase hacerse pasar por humano. Con
suavidad, acaricié su mejilla y, aún dormida, sonrió.
¡Dios, cómo iba a echar de
menos tenerla en clase!
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–Vamos, Padre Jorge, no creo
que sea tan difícil. Marisa va a coger Humanidades, y esa es
precisamente mi especialidad. No le pido que me dé cuatro
asignaturas, con una o dos me bastaría, y no tendría que dejar
B.U.P. Podría seguir dando clase a primero y tercero.
Sentados a la mesa del rincón
de uno de los bares del pueblo, mientras Marisa y sus amigas
charlaban fuera sentadas sobre un banco, yo trataba de convencer al
director del centro de que me permitiese dar clases a los alumnos del
Curso de Orientación Universitaria.
–Marcos… sabes que no es
posible… no vamos a variar todo el cuadro de profesores solo para
que estés dándole clases a tu hij… a Marisa.
El Padre Jorge, un adusto cura
que parecía extraído de un poema de Machado, tenía la voz que
cabía esperar de su cuerpo enjuto y su rostro severo. Tenía una voz
rasposa, grave, monótona, más apta para dar misas que para dar
clases, pero el cura había demostrado tener el carácter y la
paciencia para dirigir un instituto como el nuestro.
–Además… no deberías estar
tan encima de ella siempre. Porque no es tu hija de verdad –Me
pareció notar cierto reproche en las palabras del cura-. ¿Te
molesta si…? –dijo, sacándose un pitillo del bolsillo de su
sotana.
–No, adelante… ¿Pero a qué
se refiere usted con lo de que no es mi hija de verdad? ¿Qué más
da eso?
–Nada, Marcos, nada…
habladurías del pueblo. Se dice que no es lo mismo el amor que puede
sentir un padre hacia su hija que el que puede sentir un hombre a una
mujer menor que no es su hija. Más aún cuando ambos están tan
solos…
–Perdone, Padre. ¿Acaso está
insinuando que yo…?
–Oh, no, no, no -se excusó el
cura-… Por supuesto que yo no opino eso, pero ya sabes… la gente
es lenguaraz y comenta cosas… y modificar los horarios para que
puedas estar con Marisa podría verse de una forma diferente para
algunas personas.
–Ya… -Me removí inquieto en
el asiento. Así que por las callejas del pueblo ya danzaban los
cuchicheos sobre Marisa y yo. La verdad es que una muchacha que no
parecía mostrar ningún interés por los chicos de su edad viviendo
en la casa de un joven viudo, visto desde la perspectiva correcta,
podía parecer exactamente lo que era.
El Padre Jorge ya se había
encendido su cigarrillo y su cara se iba emborronando de vez en
cuando al exhalar el humo.
–Pero entonces, Padre Jorge…
también podríamos intercambiarnos las clases de Lengua. Yo en E.G.B
y usted en B.U.P. –dije, con una sonrisa maléfica en el rostro.
Desde que Marisa vivía conmigo, había ido notando una vena
impulsiva que tomaba de vez en cuando el control de mi boca. Como un
pequeño demonio aletargado que fuera alimentándose de la inocencia
o de la sensualidad de mi alumna, ganando más y más poder.
El sacerdote dio un respingo y
me miró como si viera al mismo Diablo. Un Diablo que entraba en su
mente y leía sus pensamientos más oscuros. Los rumores volaban en
el pueblo. Una mirada, un gesto, un segundo de diferencia eran
suficientes como para que alguien pensase “¿Y si...?”.
Obviamente, casi siempre eran rumores que poco o nada tenían que ver
con la verdad, pero que a un cura siquiera se le pudiera llegar a
relacionar con ciertas “apetencias” era algo muy grave que en mi
vida habría osado insinuar. Pero mi demonio interior no tenía las
mismas barreras que yo.
–¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué…?
–Ya sabe, Padre. La gente es
lenguaraz y comenta cosas…
La situación se acababa de
volver divertida. El Padre Jorge, pálido como la luna, trataba de
balbucir algo mientras yo sonreía y me encendía un cigarrillo. Por
supuesto que no pensaba darle clases a los niños de E.G.B. Estaba
muy a gusto con los adolescentes que, aunque rebeldes a veces,
poseían cierta madurez y estaban más educados que los impúberes
monstruitos de la General Básica.
–No se preocupe, Padre. Era
broma. No voy a dar clases en E.G.B. –dije al fin, levantándome de
mi asiento y saliendo hacia casa.
-----
–¿Qué ha pasado, Marcos? Has
desaparecido del bar. Ha tenido que ser Antonio el que me dijo que te
habías ido a casa.
Marisa se había ido
desvistiendo tras cerrar la puerta a medida que hablaba. Hacía solo
tres días que se había impuesto el nudismo en casa, pero ella lo
había acatado desde el primer momento. A mí aún había veces que
se me olvidaba.
–¡Eh! ¡No vale! ¡Estás
vestido! –se quejó la joven.
–Ya, ya… no he tenido tiempo
de desnudarme. Estaba hablando por teléfono.
–¿Con quién? –inquirió.
–Con Juan Benito, mi amigo de
la Universidad.
–¿Y…? –El rostro se le
iluminó a mi pequeña amante.
Sonreí.
–Nos vamos a vivir a Valencia.
Nos alquila un piso. Tendré que dar la asignatura a tres grupos,
pero...
El grito de Marisa me asustó en
un principio. Corrió hacia mí y se lanzó a mis brazos con tanta
fuerza que me tiró al suelo.
La sorpresa me inmovilizó
durante algunos segundos. No sabía las ganas que tenía realmente
Marisa de salir de aquel pueblo.
Aún estaba en mi particular
shock cuando la joven comenzó a maniobrar mi bragueta para sacarme
la polla.
En menos de un minuto, me estaba
follando con pasión.
-----
–Espera, espera, espera… ¡La
maleta roja!
Marisa entró de nuevo a casa y
cogió la maleta que hacía número cinco. Eso solamente hablando de
sus maletas; a mí me había bastado con un par y de un tamaño
mucho menos gigantesco. A pesar de ser pleno verano, la tarde había
encapotado el cielo y un aire fresco nos había obligado a llevarnos
puestas unas finas chaquetas de entretiempo para huir del frío.
–Vamos, Marisa… vamos a
perder el autobús –decía yo mientras avanzábamos por las
intrincadas callejas del pueblo.
–Aún queda mucho rato. No
llega hasta dentro de media hora… No sé por qué tanta prisa.
–Porque eres muy lenta –reí,
arrastrando tras de mí las dos maletas con ruedas “Rodelle” que
había tenido que comprar para la ocasión, mientras otras dos
maletas colgaban de mis hombros-. ¿Qué llevas aquí? ¿Piedras?
–Quejica… -Marisa sonrió y
frunció los labios, dibujando un mohín divertido-. ¿Ves? ¡Aún ni
ha llegado! –dijo cuando salimos a la Plaza Mayor del pueblo, que
parecía desierta.
–No tardará en llegar.
Marisa dejó caer sus maletas
frente a un banco de madera y se abalanzó a mi brazo para mirar la
hora que marcaba mi reloj.
–¡Faltan más de diez
minutos! ¿Ahora qué hacemos mientras esperamos?
Marisa me miraba con un gesto
alegre y juguetón que me empezaba a excitar. Obviamente, no había
tiempo de nada. O casi.
Me acerqué a ella y le susurré
algo en el oído. Ella me miró como si estuviera loco y luego sonrió
de forma traviesa. Miró hacia atrás y salió trotando hacia el
único bar de la plaza, con su faldita amplia revoloteando alrededor
de sus esbeltas piernas.
Cuando Marisa salió del bar, el
autobús ya estaba girando la esquina. El conductor bajó para
abrirnos el portón del compartimento para maletas, que casi llenamos
con nuestro equipaje. Afortunadamente, no mucha gente usaba esa
línea.
–¿Por qué has tardado tanto?
–pregunté, aunque la muchacha no dio más que la callada por
respuesta,
Nos sentamos en una de las
últimas filas, nos quitamos las chaquetas y las dejamos sobre
nuestros regazos. Marisa parecía nerviosa e ilusionada a la vez. Le
acaricié el rostro con el dorso de uno de mis dedos y tembló
inquieta.
–¿Has hecho lo que te he
dicho? –pregunté.
–Sabes que no sé decirte que
no a nada. Claro que lo he hecho.
–Buena chica
La besé en la mejilla. El
enorme vehículo avanzaba con dificultad entre las sinuosas
callejuelas que nos llevarían a la carretera principal y, de ahí,
en un viaje lleno de curvas y traqueteos, a una nueva y excitante
vida en la gran ciudad. Pero aún seguíamos en el pueblo y aunque ya
me importaba muy poco lo que pensaran esos paletos cotillas y
malpensados, no quería que mis antiguos alumnos tuvieran la certeza
de que estaba follándome a mi hija adoptiva. Prefería que siguieran
teniéndome en alta estima.
Pensé de pronto que tal vez sí
que me importaba algo lo que pensaran. Había pasado demasiado tiempo
en ese pueblo como para que no me hubiera calado algo de aquella
forma de aparentar más que de ser.
Marisa abrió las piernas bajo
su chaqueta, pero la ignoré por completo con una sonrisa. No, no
íbamos a empezar ya.
Saqué la cámara de fotos del
único petate que había subido conmigo al autobús, y que ahora
reposaba en la bandeja sobre nuestras cabezas. A medida que nos
íbamos alejando del pueblo, tomaba fotos de la sonriente pero
expectante Marisa y del paisaje vespertino que se veía al otro lado
del cristal. Tras tomar una última foto a través de la luna trasera
del autocar, en la que se veía el pueblo en el que había vivido los
últimos cuatro años reducido a unas manchitas blancas y marrones
perdidas entre la simetría irregular de los campos colindantes,
volví a mi asiento y, sin más, colé mi mano bajo el abrigo que
calentaba las rodillas de mi alumna. Marisa me miró con una sonrisa
y respondió abriendo de nuevo sus piernas y arremangándose
ligeramente la falda, hasta que esta subió de sus rodillas. Me
sorprendió la facilidad con que la joven se plegaba a mis deseos sin
discusión.
Las chaquetas ocultaban el
movimiento de mi mano y solo alguien que estuviera observándonos
fijamente durante largo tiempo hubiera adivinado qué era lo que
estaba haciendo. Afortunadamente, solo una pareja de ancianos en las
primeras filas y un tipo fornido y avejentado, seguramente un
jornalero que debía acudir a la capital, nos acompañaban en nuestro
viaje, además del conductor, y ninguno de todos parecía demasiado
interesado en nada que no fuera el largo camino de dos horas que nos
quedaba por delante.
En esos primeros instantes, me
conformaba con acariciar el muslo de mi alumna, acercándome
suavemente a su coñito y alejándome antes de tomar contacto con él,
a pesar de que Marisa abría sus piernas todo lo que le dejaba el
exiguo espacio del que disponía, empujando mi pierna con la suya,
deseando un avance mayor y más directo.
Sus manos reposaban sobre los
abrigos, engarfiándose en ellos con nerviosismo.
–¿Dónde las has dejado? –le
pregunté sin mirarla.
–¿Eh? –La joven pareció,
por un instante, confusa. Pero cuando mis dedos comenzaron a
acariciarle suavemente sus labios vaginales y, súbitamente, se
alejaron negándole el placer que apenas empezaba, respondió-.
A-aquí, en la chaqueta.
Echó mano a su abrigo pero la
detuve. Con parsimonia, y con la misma mano que había comenzado a
acariciarle, hurgué en el bolsillo de su chaquetita
Extraje las braguitas del
bolsillo y, ocultas en el interior de mi mano, hechas una diminuta
pelotita de tela arrugada, me las acerqué al rostro para olerlas.
–Marrano –me susurró ella,
fingiendo vergüenza.
–¿Yo? –Guardé las
braguitas en el bolsillo de mis pantalones y devolví mi mano a su
muslo-. Eres tú la que no lleva bragas –le espeté al oído,
mientras mi mano avanzaba lentamente por la cara interna de su pierna
hasta un calor que se hacía cada vez más evidente-. Te has subido a
un autobús sin braguitas, deseando que tu profesor te meta mano –esa
misma mano llegó a su destino, un coñito joven y hambriento que se
humedecía sin cesar-. ¿Y qué crees que va a pasar ahora? –Los
dedos empezaban su trabajo, subiendo y bajando por la tierna
hendidura, mojándose más a cada segundo, mientras Marisa cerraba
los ojos y se abandonaba a mis palabras y caricias– Yo te voy a
decir lo que va a pasar…
–Ah… -Marisa soltó un
gemidito cuando uno de mis dedos se coló en su anegado chochito.
–Va a pasar que te voy a
masturbar -La respiración de Marisa se aceleraba cada vez más,
aunque ella se esforzaba lo posible en no gemir para no ser
descubierta-. Voy a hacer que te corras aquí, delante de estos
desconocidos. Y si nos descubren...
–Por dios... –Los senos de
Marisa iban y venían bajo su camiseta, sus mejillas parecían de un
color rojo fuego pero ella seguía sin abrir los ojos ni cerrar lo
más mínimo sus piernas.
–Si nos descubren me va a dar
igual, voy a seguir pajeándote hasta que te corras como una cerda
para que todos vean qué puta te has vuelto.
No me reconocía. Era cierto
que, durante toda la relación, había sido yo el que había llevado
siempre la voz cantante y Marisa la que obedecía en todo, casi todo
lo contrario que había pasado durante mi matrimonio con Amparo. Pero
siempre lo había hecho desde una perspectiva de práctica devoción
absoluta hacia el cuerpo de mi joven amante. En ese momento, no
obstante, me encontraba susurrándole obscenidades al oído,
degradándola con apelativos como “puta” y “cerda” mientras
dos dedos míos se colaban hasta lo más profundo de su sexo.
–Dios mío… -A Marisa no
parecían desagradarle ni la situación ni mis palabras. Sus gemidos
ahogados, su respiración acelerada, su cara convertida en un poema a
la cachondez y el resto de su cuerpo así lo atestiguaban.
Su mano abandonó el abrigo para
posarse sobre mi paquete. Aunque mi polla era pura roca, y el simple
tacto de sus dedos a través de la tela de mis vaqueros me arrancó
un escalofrío de placer, la detuve.
El olor de su coño era cada vez
más notable, y no podía dejar que, además, se le sumara el olor de
mi semen amén de las manchas que me delatarían cuando bajáramos.
No, en ese viaje solo Marisa llegaría al orgasmo. A menos que los
abuelitos de la primera fila tuvieran una sorprendente vida secreta.
La joven se removió en un
preludio de lo que consideré que iba a ser su orgasmo, lo que
coincidió con la primera parada del autobús después de la de
nuestro pueblo.
Saqué mi mano de debajo de su
falda y Marisa me miró como si quisiera fulminarme. Yo simplemente
sonreí mientras los abuelitos descendían del autobús y subían
ocho personas más que fueron tomando sus respectivos asientos.
Tres de ellas avanzaron hasta
las últimas filas donde estábamos nosotros. Abracé a Marisa con la
misma mano que segundos antes estaba en su coño y la atraje más
hacia mí, para que apoyara su rostro contra mi hombro. Cuando el
hombre que se sentó dos filas detrás de nosotros pasó por nuestro
lado, no parecíamos más que un padre con su hija a punto de
dormirse sobre él. Nada más lejos de la realidad. Por encima del
hombro de Marisa, mi mano se posó sobre uno de sus pechos y lo
amasaba con suavidad, mientras la joven movía casi
imperceptiblemente sus caderas en círculo, como buscando una polla
que tomara hueco en su interior y que, de momento, no llegaba.
El hombre saludó con un leve
gesto de cabeza y se sentó justo dos asientos detrás de mi pareja.
Otro joven se sentó en la fila siguiente a la nuestra, pero al otro
lado del pasillo, y tres filas delante de mí una mujer tomó
asiento. En la parte delantera, una familia con dos niños y otro
anciano también se preparaban para el viaje.
El autocar arrancó de nuevo y
yo seguía amasando la teta de Marisa, esperando que bajara un poco
su nivel de excitación para continuar el juego. Ella, sin embargo,
parecía con más prisa, porque abandonó mi abrazo para apoyarse
sobre el cristal de la ventana mientras abría las piernas de nuevo,
invitándome a proseguir mis lascivos toqueteos.
Sin apresurarme, dejé caer mi
brazo sobre los abrigos mientras miraba disimuladamente por el
pasillo. Mi propia ansia me impelía a otorgarle a Marisa su orgasmo
ya, pero mi recién descubierto espíritu de dominación era más
fuerte y me hacía avanzar con desesperante lentitud. Desesperante
para Marisa y desesperante también para esa parte de mí más
primitiva e impulsiva que, notaba, poco a poco me iba abandonando.
Quizá se había quedado en el pueblo, sentada en la parada, mirando
a uno y otro lado esperando que llegasen Marisa y el autobús, sin
saber que su tiempo había acabado y que en Valencia no habría lugar
para ella, que su hueco lo ocupaba ahora la sensación de dominación.
Introduje de nuevo el brazo bajo
los abrigos. La falda continuaba arremangada hasta llegar a poco
menos de medio muslo, lo que me garantizaba de nuevo acceso fácil a
su sexo.
Al primer contacto de mi dedo
sobre sus sensibles labios, Marisa no pudo reprimir un gemidito de
placer.
El joven de la fila anterior a
la nuestra se giró al escucharlo. Reaccioné más rápidamente de lo
que puedo contar y coloqué mi mano libre sobre la frente de Marisa.
–¿Te encuentras bien? Parece
que tengas un poco de fiebre -No necesité hablar muy alto. Cuando
era joven, había participado en muchas obras de teatro con Amparo, y
había aprendido ciertos trucos para proyectar la voz. Había perdido
mucha práctica, pero recordaba lo suficiente como para que el chaval
me escuchase con nitidez y nadie más del autocar se percatara de la
escena.
–Sí, me encuentro muy
caliente... -balbució ella, con una sonrisa de medio lado y un
hilillo de voz mientras mi otra mano seguía su delicado y lascivo
juego sobre su coñito.
El joven desvió su mirada de
nuevo al lluvioso paisaje que aparecía tras su ventana y yo desvié
asimismo mis atenciones de nuevo hacia el sexo de la joven que me
acompañaba. Dos dedos se colaron de golpe en su interior y Marisa
dio un respingo.
–Siéntate más adelante,
recuéstate mejor a ver si se te pasa -susurré yo, más por seguir
el juego que porque nadie nos estuviera escuchando.
En aquel momento hubiera dado un
brazo para que el autocar fuera más moderno y los asientos se
pudieran reclinar, pero no era el caso y únicamente podía hacer que
Marisa se sentara en el extremo justo del asiento para dejarme un
acceso total a sus entrañas.
Cerciorándome de que nadie nos
estuviera viendo, colé la otra mano bajo su blusa y apresé uno de
sus jóvenes pechos. El pezón parecía querer arañarme la piel bajo
la tela de su sostén.
Redoblé los esfuerzos de la
mano que la pajeaba. Cualquier oído atento podría haber escuchado
el lúbrico chapoteo de unos dedos entrando y saliendo de un coño,
pero nadie parecía querer escuchar más allá de los ruidos del
autobús, de la lluvia en los cristales y de sus propias
conversaciones.
Marisa lamía y chupaba sus
dedos a falta de cualquier otro material que pudiera calmar o apagar
sus gemidos. Podía notar su corazón encabritado en su pecho, y su
coño latiendo alrededor de mis dedos. Sin dejar de masturbarla,
saqué la mano de su blusa y agarré la cámara sin que ella se diera
cuenta. Marisa era en ese instante un cuerpo incendiado cuyos cinco
sentidos estaban concentrados en su coño. Los ojos cerrados, dos
dedos apretados entre los dientes, la respiración ardiendo y
enloquecida, las piernas comenzando a temblar, su garganta apagando
gemidos como un único bombero apagaría un incendio forestal y de
pronto... un fogonazo inundó el autobús. Rodeada de luz y placer,
Marisa se tensó en un orgasmo intenso pero casi silencioso.
El repentino sonido del flash y
el posterior de la cámara habían solapado el débil gemido ahogado
de Marisa al correrse. También hicieron despertar del cansino
letargo del no menos cansino viaje a algunos de nuestros compañeros
más cercanos, que se giraron únicamente para ver cómo un padre
orgulloso mostraba a su hija una foto en la que la había cogido
desprevenida. Nadie que nos hubiera visto ni nadie que viera la foto
más tarde hubiera podido ver más allá de las facciones suaves de
Marisa, del marco de la lluvia a su alrededor, del brillo del cristal
y de los avejentados detalles del autobús. Nadie hubiera podido
adivinar que había capturado la instantánea de un orgasmo.
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