2015
Doy la vuelta a la siguiente
foto nada más verla para alejarla de mi vista, su simple visión me
causa una punzada de dolor profundo en las entrañas. Es increíble
cómo, después de tantos años, aquellas imágenes de la vieja
“Polaroid” son capaces de removerme tantos sentimientos y tan de
golpe. Le doy un largo trago a mi “Chivas” antes de proseguir con
mi intención de revisar todas y cada una de las fotografías para
desenmarañar los recuerdos que durante tanto tiempo he mantenido en
mi cabeza, ocultos pero latentes.
Miento si digo que llevo veinte
años sin pensar en Marisa, puesto que lo he ido haciendo casi a
diario durante las dos últimas décadas. Pero la impresión que me
causan las instantáneas, y la cantidad de detalles que son capaces
de hacerme evocar, empiezan a ser agobiantes.
Aún siento los mismos
remordimientos e incluso las mismas dudas que sentía en aquellos
momentos con el mero acto de revisar las fotos.
Tomo aire antes de girar de
nuevo la fotografía que todavía sostengo entre mis manos, como
intentando recabar todo el valor posible para enfrentarme de nuevo a
ella y a los recuerdos de, posiblemente, la peor noche de mi vida
junto a Marisa.
Trago saliva y vuelvo
mentalmente a aquella noche en la que mi alumna me hizo entender que
había empezado un viaje que no terminaría nunca. En la foto, una
Marisa seria y con el rastro de una lágrima seca en su mejilla mira
a cámara con una mezcla de odio y temor mientras, desnuda, se abraza
a sus rodillas protegiéndose del dolor que alguien le ha causado.
Alguien que era yo. El pelo le cubre parte de la cara y la cámara
saca un diabólico reflejo rojo en el único ojo que muestra. Es la
pura imagen de la furia y del miedo.
*****
1985
–Marisa, me has decepcionado.
Este examen es una birria. Creía que habías estudiado bien.
Tras toda la tarde corrigiendo
los exámenes finales de mis alumnos en mi habitación, entré en el
salón-comedor con el examen de Marisa en la mano. Era cierto. Las
respuestas de Marisa estaban plagadas de inexactitudes, falta de
esfuerzo y, lo que más me enfadaba y sorprendía a la vez, faltas de
ortografía.
–¿Qué?
Mi alumna estaba poniendo la
mesa, ya preparándose para cenar, y, al volver la cabeza hacia mí,
la melena le tapó la mitad del rostro, dándole un aspecto
perturbador por infantil y lúgubre al mismo tiempo.
–¡Ah! ¿El de Lengua, verdad?
–dijo-. Sí, no me salió del todo bien –confesó, colocándose
el pelo con un leve gesto de mano, haciendo gala de una seguridad y
una femineidad que le sumaron varios años a su aspecto.
–¿Y? ¿Eso es todo? ¿Esa es
tu defensa?
–Bueno, Marcos, no voy a
llorar. Ponme un cinco, por favor, y el año que viene te prometo que
me esfuerzo para sacar un notable mínimo. ¿Vale?
La actitud de Marisa me impactó.
Era la primera vez que trataba de sacar ventaja de forma tan
descarada de su situación de “hija adoptiva” del profesor.
–Te voy a suspender, Marisa.
Recuperarás en septiembre. –repliqué.
–¿Cómo? P-pero en septiembre
no corriges tú los exámenes…
–Te debería dar lo mismo. No
te iba a aprobar si no estudias.
–¡Marcos! ¡No me hagas
estudiar durante el verano! ¡No quiero!
–Haber hecho mejor el examen…
Marisa tembló. Casi podía ver
los engranajes corriendo a toda velocidad dentro de su cabecita. De
pronto, pareció encontrar una salida.
Me miró fijamente y avanzó
hacia mí con cierta sensualidad torpe. Sacó pecho haciendo que sus
tetitas firmes se hicieran notar.
–Venga, Marcos… estoy seguro
que algo podré hacer para que me apruebes…
Escuchar el deliberado tono
sexual de su voz me arrancó un escalofrío de excitación. Tuve
claro que no podría terminar sobreponiéndome si la dejaba
continuar.
–Estate quieta, Marisa. No
estoy para juegos –le respondí, imprimiéndole a mi voz todo el
matiz de seriedad del que era capaz en ese momento en que mi verga
comenzaba a pugnar por el control de mi cuerpo.
–Vamos, señor profesor…
seguro que puedo subir unas décimas de nota con un trabajo oral…
¿Verdad? –dijo, arrodillándose ante mí y comenzando a maniobrar
con el botón de mis tejanos.
–Estate quieta, Marisa
–repetí-. No sigas.
Sin embargo, no conseguía que
mi cuerpo respondiese igual que mi boca. Seguía allí plantado, con
el examen suspendido en la mano derecha y mirando cómo mi alumna
extraía con suavidad mi polla a medio camino de la erección. Sin
embargo, la actitud de Marisa y su descarado intento por dominarme a
través de los instintos con el agravante de su seguridad por
lograrlo, me enfurecían hasta más no poder. Que pensara que sería
una simple marioneta en sus manos solamente por lo que ella guardaba
para mí entre sus piernas era un insulto a mi persona. Mi ética
personal pudiera ser que llevase mucho tiempo trastocada por Marisa,
pero en ningún momento había tratado de influir en mi ética
profesional de ese modo. Que pensase que iba a ser tan fácil
doblegarme decía mucho de la imagen que mi alumna tenía de mí, y
nada bueno. Una imagen que, error tras error, había ido
proporcionándole yo mismo.
–Creo que su amiguito me
quiere poner un cinco, señor profesor.
–Para, Marisa –A medida que
mi polla iba ganando dureza en sus manos, también crecía mi rabia.
Una rabia oscura y visceral, que me iba subiendo por la garganta-.
Para.
–¿O tal vez un seis?
Marisa abrió la boca y sus
labios rozaron mi glande. Sin embargo, mi ira agriaba el placer que
me causaba, hasta que un fuego devastador, con más parte de bilis
que de semen, tomó el control que había perdido de mis brazos.
–¡Que pares te he dicho!
Con la mano izquierda tomé la
cabeza de la joven y la alejé con fuerza. Desequilibrada por el
empujón, Marisa cayó hacia atrás, apoyándose en los codos antes
de que fuera su nuca la que golpease en el suelo. Se quedó en esa
postura durante unos segundos, mirándome con los ojos como platos.
–Levántate y siéntate a la
mesa –gruñí mientras volvía a abrocharme los pantalones.
Tras unos instantes de
indecisión, se incorporó y se sentó en una silla rápidamente.
Puse los platos en la mesa sin
intercambiar una palabra con ella, que no levantó la vista durante
toda la cena, imagino que avergonzada por su actitud previa. Había
tenido que estallar de ira, pero había logrado demostrarle a Marisa
que yo no era una polla con patas. Sí, le hacía el amor, pero
también era su profesor y su tutor. Quería lo mejor para ella y eso
conllevaba mantenerme firme en mi estatus y no permitir que jugara
conmigo tal y como había intentado minutos antes.
–¿Has acabado? –Tras veinte
minutos de silencio sepulcral, en los que Marisa no había probado
más que unas pocas cucharadas de su cena sin atreverse a cruzar una
sola mirada conmigo, me atreví a hablar.
–Psse… -musitó, con una voz
prácticamente inaudible.
–No te he oído, Marisa.
¿Además de olvidarte de escribir, te has olvidado de hablar?
–Sí. He acabado. –respondió
claramente esta vez.
–Recoge tu plato y a la cama.
Sin replicar, ni levantar la
vista del suelo, Marisa recogió su plato y su vaso, los dejó en el
fregadero y se marchó a su habitación sin mediar palabra.
Mientras terminaba de limpiar
los platos, solo hacía que pensar en ella, y lo mismo me ocurrió al
tumbarme en mi cama. La imagen de mi mano empujando al suelo a la
joven, y su mirada de perplejidad posterior, continuaban
martilleándome en la cabeza, haciéndome sentir un cruel
maltratador.
No cesaba de dar vueltas sobre
el colchón... la culpa por mi actitud, la rabia por la de Marisa…
todo se juntaba en mi mente para impedirme conciliar el sueño. Sin
poder resistir un minuto más tumbado, me levanté y me dirigí a la
habitación de mi alumna.
No sabía qué haría una vez
cruzara el umbral de su puerta. No sabía si la castigaría, si me
lanzaría a sus pies para que me perdonase o si simplemente me
metería bajo sus sábanas y me la follaría. No tenía nada pensado.
Mentira. A decir verdad había
pensado en todas las opciones y en cada uno de sus múltiples
resultados, y aún así no sabía qué opción nos beneficiaría más.
–Marisa, despierta –le dije,
paralizado ante su puerta abierta.
Ella yacía tumbada de lado,
cubierta por una vieja sábana y dándome la espalda.
–No estoy dormida –respondió
su voz llorosa.
Estuvimos unos segundos en
silencio. Yo allí, de pie, vestido únicamente con unos calzones
viejos y ella acostada en la cama, sin volverse. Iba a decirle algo,
pero se me adelantó.
–Perdona –dijo, intentando
mantener serenidad en la voz-. Suspéndeme. Me lo merezco.
–Marisa, yo…
–No, no debí haber intentado
que me aprobases así. No te quiero por eso, y no quiero que jamás
puedas llegar a pensar que es así. Me equivoqué. Si crees que
merezco suspender, hazlo, por favor. No intentaré... condicionarte.
–Mírame –ordené, inquieto
por tener que escucharla sin ver su rostro.
Tras un instante de duda, Marisa
se dio la vuelta. La sábana resbaló por su cuerpo, dejando a la
vista su torso desnudo. Pero no reparé en ello más que por un
instante, mi mirada subió de nuevo y me centré en su cara, marcada
por rastros de lágrimas secas. No pude contener mi culpa y avancé
hasta su cama, sequé sus ojitos con mis pulgares y la besé.
El beso quería ser casto, dulce
y consolador, pero el cuerpo de Marisa siempre tuvo un efecto
devastador en mí, La simple suavidad de su piel, el especial y
aterciopelado calor que emanaba su cuerpecito, el aroma embriagador
de su cuello… todo en ella hacía que me excitase. Las lenguas
comenzaron a despertar, primero la suya, luego la mía. Los labios se
abrieron y sus manos buscaron mi nuca, como si quisiera hundirme
hacia ella, hacerme entrar en su cuerpo y ser un solo ente para lo
que restase de eternidad.
Por un instante, cruzó mi
cabeza su imagen intentando desabrocharme los pantalones para ganarse
un aprobado. Fue solo una imagen momentánea, menos de un segundo,
pero lo suficiente como para despertar una parte de mi mente que
estaba aletargada. La parte oscura. La parte que buscaba recuperar el
rango de macho alfa.
No fue lo que vino después, no.
Fue ese maldito beso pasional el que lo cambió todo en mi interior.
No puedo dejar de pensar lo distinta que hubiera sido nuestra vida si
Marisa se hubiera conformado con un beso casto y conciliador y no
aquel maremágnum de pasión desatada que despertó a todos los
dragones dormidos que yacían en mi interior.
–Date la vuelta. –gruñí
con una voz ronca, impropia en mí.
–¿Cómo? –Perdida en el
beso, Marisa no parecía haber prestado atención a lo que dije, y
solo quería seguir uniendo su saliva con la mía.
–Date la vuelta. –repetí,
con una sonrisa que, según ella me dijo después, solo había visto
en las ilustraciones de Caperucita Roja. Sí, yo era el Lobo y ella
mi Caperucita tierna e inocente.
Me dio la espalda, arrodillada
sobre la cama y completamente desnuda, y con un débil empujón con
un dedo, la hice vencerse hacia delante. A cuatro patas, me enseñaba
en su descarada rotundidad la curva de sus nalgas prietas. Bajo
ellas, asomaba la sonrosada abertura de su sexo, pero ese no era mi
objetivo, ya no.
Abrí sus nalgas con ambas manos
y pasé la lengua por su apretado ano. Un estremecimiento de sorpresa
recorrió su cuerpo.
–Marcos… oh, Dios…
-murmuró ella.
Mi lengua pasó de su ano a su
sexo y viceversa. El sabor acre y amargo de ambos agujeritos se
mezclaba en mi boca. Dejó caer su cabeza sobre el colchón y sus
manos sustituyeron a las mías manteniendo su culito abierto.
Acaricié su clítoris y sus labios hinchados mientras su respiración
comenzaba a agitarse.
–Mmm… sigue, por f…
-gimió, más por agradarme a mí que por verdadero placer.
–Cállate. –la interrumpí,
de forma algo brusca. En ese momento no necesitaba su voz, en ese
momento solo quería su culo.
–¿Eh? ¿Dónde…? –preguntó
de pronto Marisa, al notar cómo me alejaba.
–Mantén esa postura –le
dije desde la puerta de la habitación al verla allí, postrada,
mostrándome su culo en toda la grandiosa expresión de la palabra.
No tardé mucho. Ir a la cocina
y volver. La muchacha había obedecido y continuaba ahí, abriendo su
culo a mi vista, llamando ya a mi polla para que entrara, pero aún
no era tiempo.
Me arrodillé tras ella y pasé
mi mano por su sexo. Estaba empapado. Su rajita latió con el tacto
de mis dedos a medida que iba subiendo hacia su más prohibido
agujerito.
Marisa tembló mientras yo
untaba en la quebrada de sus nalgas una sustancia fría y pastosa.
–¿Qué es eso? –inquirió.
–Calla… -Fue mi única
respuesta.
Diez años antes, la que
entonces solo era mi novia Amparo y yo, cruzábamos la frontera en
nuestro viejo Symca 1000 con destino a un pequeño cine francés. La
censura había prohibido “El último tango en París” en España,
pero eso no iba a ser óbice para que disfrutásemos de la película.
Allí, en la fila diecisiete de
una atestada sala de cine del sur de Francia, mientras Marlon Brando
hablaba francés y untaba mantequilla en el culo de una aterrorizada
Maria Schneider, Amparo metía mano en mis pantalones y comenzaba a
masturbarme lentamente con una sonrisa perversa en el rostro.
En ese momento, con Marisa ante
mí con el ano bien cubierto de la dorada y resbaladiza sustancia, me
sentía el Gran Brando, un ser enorme, por encima del bien y del mal,
que iba a gozar de lo lindo con el cuerpecito joven de su alumna
predilecta.
–Ay, Dios -murmuró Marisa
mientras mi dedo corazón, cubierto de mantequilla, se iba colando
falange a falange en su culo-. Con cuidado, por favor, Marcos… no
me hagas daño, por favor… -pidió, aunque yo estaba muy lejos de
sus palabras.
Yo no estaba allí, yo estaba en
el año setenta y tres, en una sala de cine francesa, dentro de la
pantalla, murmurando palabras en francés al oído de Maria
Schneider.
El dedo entró con suavidad y
salió lentamente, mientras notaba cómo las piernas de mi alumna se
contraían espasmódicamente a medio camino de la excitación y el
miedo.
Quizás hubiera tenido que
preparar un poco más el culito de la joven, haber agrandado el
agujerito con otro dedo más para dejarlo a punto para mi polla, pero
mi cuerpo no aguantaba más las ansias por profanar ese joven, oscuro
y virginal orificio.
–No me hagas daño, por favor…
-imploró Marisa, mientras escuchaba cómo me desnudaba.
Impregné mi polla,
tremendamente erecta, de mantequilla y la dirigí al oscuro orificio.
–No me hagas daño… -repetía
la muchacha con una asiduidad que me estaba empezando a resultar
cansina.
Introduje la punta de mi verga
entre sus nalgas y comencé a empujar. Su pequeño agujerito hizo el
amago de abrirse pero tras los primeros milímetros pareció llegar a
su límite.
–Aaaayy… -se quejó Marisa,
intentando echarse hacia delante para huir del tieso bálano que
amenazaba con perforarle las entrañas.
–¡Ven aquí, coño! –Rabioso,
la agarré de las caderas y empujé. Ya no era yo. Ni siquiera el
gran Marlon. Había retrocedido hasta volver a convertirme en el Lobo
de Caperucita, un carnívoro irredento, un animal solo preocupado por
sus impulsos primarios.
Mi verga avanzó un par de
centímetros antes de que Marisa rasgara el silencio de la noche con
un grito que, seguro, algún vecino escucharía.
–¡¡¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOO!!!
Sorprendido por el repentino
chillido, solté a la joven, y ella aprovechó para escaparse de mi
alcance, gateando desesperadamente por la cama hasta sentarse sobre
la almohada, con la espalda sobre el cabecero.
–No… perdona, cariño… No
me lo tomes en cuenta, perdóname… -dije intentando tranquilizarla
desesperadamente para que regresara al punto donde, en ese momento,
pensaba que pertenecía: Delante de mi polla-. ¿Quieres una foto?
¿Una foto como las que siempre te hago? Vamos… mírame… mírame…
sonríe.
Cogí la cámara que estaba
sobre la mesa y enfoqué a Marisa. No varió su postura. Sus ojos
medio cubiertos por su melena azabache brillaban de furia. El flash
inundó la habitación y el sonido de la foto saliendo de la cámara
le siguió.
–¡Te dije que no me hicieras
daño! –escupió, comenzando a llorar- ¡Si me vuelves a hacer daño
te juro que te prendo fuego! ¡Y me importa una mierda que no tengas
gas!
Una bomba nuclear acababa de
caer dentro de mi cabeza. Brando regresó a su filme del setenta y
tres. El Lobo huyó de mi cuerpo y volvió gimoteando al cuento de
donde nunca debió haber salido, y solo quedó el hombre. El hombre
desnudo, ridículo y temeroso. Miré a Marisa como si fuera la
primera vez que la veía. Allí seguía. Desnuda, sentada, abrazada a
sus rodillas, con el pelo cubriéndole casi por completo la cara y
mirándome de reojo mientras comenzaba a llorar entre el dolor y la
rabia. Una niña perdida en un mundo demasiado duro, donde nadie le
había facilitado nada.
–Marisa, yo… -Alargué la
mano para tocarla, pero Marisa se removió como si estuviera
electrificada y se arrebujó más sobre ella misma.
De repente hice algo que me
sorprendió incluso a mí. Me lancé sobre ella y abracé su cuerpo
mientras intentaba zafarse con todas sus ganas, pero se quedó
paralizada al notar como yo también comenzaba a sollozar como un
bebé.
–Perdóname, Marisa,
perdóname... –lloriqueé mientras la abrazaba intentando
reconfortarla. A ella, y a mí mismo.
Le pedía perdón no solo por
hacerle daño, sino por no haberme dado cuenta de lo que le pasaba en
todo el tiempo que había sido mi alumna.
No pasaba por mi mente ni por un
momento el culpabilizar a Marisa de la muerte de sus padres.
Seguramente habría entrado en su casa, abierto el fogón de la
cocina, bloqueado las salidas de gas y salido mientras su madre
dormía y su padre, borracho como siempre, fingía ver la tele sin
enterarse de nada. Solo era cuestión de que Adolfo se encendiese su
puro vespertino para que la casa volase por los aires como había
hecho. Ambos se lo merecían por la vida que le habían dado a la
chica.
–Perdóname –repetí,
queriendo únicamente que la joven mujer no me considerase, ni por
asomo, algo parecido a su padre.
Marisa se rindió a mi abrazo y,
lentamente, sus brazos también se entrelazaron a tras mi espalda.
–¿M-me sigues queriendo?
–preguntó tímidamente.- ¿A pesar de lo que he hecho?
–Por supuesto. Por y para
siempre, pequeña. Siempre y siempre y siempre.
–¿Me harás daño?
–No, por supuesto que no.
Perdóname, cariño.
La besé en el pelo. En la
frente. En la sien. Dejé que apoyara su cabeza sobre mi pecho
durante unos segundos y, finalmente, me miró y me besó en los
labios. Mi cuerpo se relajó mientras ella poco a poco se inclinaba
sobre mí. Me tumbé boca arriba y fue trepando por mi cuerpo. Agarró
mi polla y la condujo al interior de su sexo. Los dos respondimos con
un suspiro que pareció elevar la temperatura de la estancia en unos
cuantos grados.
Comenzó a cabalgarme
lentamente, mientras apoyaba sus manos sobre mi pecho. De pronto,
Marisa vio sobre la cama su foto, la que acababa de hacerle unos
instantes antes. La cogió y, tras mirarla con cierta condescendencia
que me recordó a mi Amparo, sonrió y la tiró al suelo.
Se dobló sobre mí y me besó
en la boca. Con delicadeza, sacó mi polla de su sexo a pesar de mi
muda queja.
Cuando se separó de mis labios,
vi que sonreía cándidamente mientras se acercaba a la mesita de
noche sin separar una de sus manos de mi verga, pajeándome con
suavidad.
Marisa cogió la tarrina de
mantequilla que había dejado abierta y, tras coger una cantidad nada
desdeñable con dos dedos, comenzó a untármela en la polla.
–Marisa… no hace falta…
Sin responder más que con sus
actos, y tras dejarme el pene bien embadurnado, cogió la manteca
restante y se la untó ella misma entre sus nalgas. Hecho esto, se
colocó sobre mí, dirigió mi polla a su ano y fue descendiendo
suave, muy suavemente, mientras yo suspiraba de placer.
Ante mí, con sus piernas
abiertas, su coñito ofreciéndose a mi lujuriosa mirada, y el vello
púbico manchado de marcas amarillentas de los restos de mantequilla,
Marisa se empalaba poco a poco por el culo.
–Au… -fue lo único que
salió de su garganta cuando todo mi glande entró por su puerta
trasera. La dulce presión de su culito sobre la punta de mi polla
estuvo a punto de hacer que me corriese al momento, pero pude
resistir haciendo acopio de toda mi fortaleza mental.
Tras unos milímetros más, la
joven dio un respingo y comenzó a ascender tan lentamente como había
bajado. Cuando volvió a notar mi glande en su ano, a punto de salir,
volvió a bajar aumentando esta vez la distancia en unos centímetros,
haciendo que su recto se acostumbrara poco a poco al nuevo invasor.
Repitió un par de veces más la
jugada hasta que notó que sus nalgas rozaban con mi vello púbico.
Mirándome a los ojos, y engarfiando sus dedos sobre mi pecho, se
dejó caer.
Gimió Marisa entre el dolor y
el placer. Gemí yo entre el placer y una nueva sensación, más allá
del primero, que me envolvía. Ya no éramos el Lobo y Caperucita, ni
Paul y Jeanne hablando en francés. Éramos Marcos y Marisa follando
por el culo.
Comenzó a cabalgarme con
dificultad, tratando de encontrar una posición adecuada para ser
penetrada por su agujero más prohibido. Yo solo podía acariciar sus
pequeños pechos perfectos, semiesferas blandas, cálidas y dulces
que temblaban entre mis dedos.
–Sí, Marisa… Fóllame
–rogué mientras ella lo hacía.
Su recto apretaba mi polla con
fuerza mientras ella comenzaba a gemir y jadear, ya amoldado su
cuerpo a la nueva penetración y sintiendo ese goce extraño y
prohibido que iba calentando sus entrañas.
Mientras la seguía sodomizando,
mi mano derecha bajó de su pecho hasta que, tras internarse por la
espesa selva de su vello púbico encontró la anegada hendidura de su
sexo. Me acoplé a su vaivén y, con el pulgar, busqué su clítoris
mientras ella se estremecía.
Marisa aprendió a mover sus
músculos para añadir más placer a su follada, lo que consiguió
que yo ya no pudiese evitar, ni aún echando mano de mi fortaleza
mental ni de la de todos los Poderes del Universo, correrme como si
no existiera un mañana.
Con un gemido sordo, eyaculé en
el culo de Marisa mientras ella seguía con su masaje interno sobre
mi polla, mirándome con una sonrisa pícara y dulce como solo mi
querida alumna podía hacerlo.
Cuando eché todo el resto, la
obligué a desacoplarse y a sentarse sobre mi boca para comerle el
coño como se merecía después de ese regalo que me había hecho. Un
poco de mi semen me cayó sobre la barbilla, pero no me importaba.
Metí mi lengua en su sexo como si quisiera bebérmela entera. Lamí
su clítoris con cariño y con desesperación, mientras sus gemidos
iban subiendo de volumen.
–Te quiero, Marcos –murmuró,
antes de explotar en un húmedo orgasmo sobre mi cara.
Cuando recuperamos la
respiración, displicentemente me limpió la polla con un par de
pañuelos mientras yo secaba con suavidad su joven coño y limpiaba
el semen de su culito.
–Levántate –le dije
mientras yo hacía lo propio.
–¿Adónde vamos? –preguntó.
Los dos, desnudos, cogidos de la
mano, fuimos a mi cuarto.
–A partir de ahora dormirás
conmigo, Marisa. Yo también te quiero. No sabes cuánto.
Debía ser verdad para olvidar
por completo que la atractiva y dulce niña acababa de confesarme
haber asesinado a sus padres.
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