Mi nombre es
Jaime, Jaime Vargas. Como tantos otros, les quiero contar una historia. La
única diferencia es que esta es mi historia. La primera, la que me marcó, la
que me hizo, quizá, ser como soy. Como no sé por dónde empezar, lo haré desde el principio, que es por donde
suelen comenzar estas cosas.
Pasé los
primeros años de mi vida en el peor barrio de la peor ciudad del mundo. Todas
las ciudades son la peor del mundo si vives en el peor barrio, allí donde la
ley de la navaja es más universal incluso que la de la gravedad y donde, en
cada esquina, te puedes encontrar gente, experta en la primera, pero que te
puede vender algo para creerte que escapas de la segunda.
Yo no fui un
niño feliz. O sí. Tampoco puedo aseverarlo al ciento por ciento. En aquel tiempo
puede que lo creyera, pero visto con la perspectiva que me dieron los años, no
pude serlo. Ningún niño puede ser feliz viviendo prácticamente encerrado en
casa, a consecuencia de tener una madre agorafóbica que reflejaba sus propios
temores en el menudo cuerpo de su hijo. Nada hay más cruel que cargar sobre los
hombros de un infante los miedos y sueños de sus progenitores y, para mi madre,
la calle era el miedo, el peligro, la decadencia, el Diablo mismo convertido en
gente y asfalto, solo entre las tristes paredes del hogar podía uno estar a
salvo de su poder, y con esas férreas convicciones me criaba… o hacía que otros
me criasen. Pero eso es otro cuento.
Sin embargo,
para mí la calle no era ese demonio que me querían hacer aparentar. Como para
cualquier niño de seis años, lo prohibido era lo que más curiosidad me causaba
y crecí imprimiéndole a la calle una cierta tonalidad fantástica, que
significaba libertad y diversión, justo lo que no tenía dentro de mi casa. Así,
cada mañana, cuando el universitario que me daba clases particulares se
marchaba y mi madre se quedaba dormitando viendo el televisor, única ventana al
mundo que parecía interesarle, yo me escabullía a sus espaldas y salía al
balcón a observar la ajetreada vida urbana que me era negada.