domingo, 26 de julio de 2015

Fotos de mi puta (2): Adolescente dormida y desnuda

2015
Imaginarme de nuevo a Marisa masturbándose ha hecho despertar viejas sensaciones en mi cuerpo. Se me ha acelerado la respiración y la boca se me ha secado. Parece una tontería, habida cuenta de todo lo que hicimos después de aquello, pero aún ahora, al recordar esa noche, mi cuerpo responde como si fuera aún aquel entonces.
Suspiro y dejo de nuevo la primera foto de Marisa en la mesa, junto a las demás. Sin embargo, no es como las demás. Esa primera foto, para mí, es tan especial entre las otras como la propia Marisa lo es entre las demás mujeres que he conocido a lo largo de la vida. Ninguna puede siquiera acercarse a lo que ha significado mi alumna durante los años que la tuve a mi lado.
Me preparo otro vaso de Chivas y me enciendo un cigarrillo. El fulgor de la llama del mechero lo tinta todo de un tono naranja, sobreponiéndose a la cetrina luz de la lámpara que ilumina mi escritorio. El pequeño fuego saca extraños matices de la piel de Marisa en las fotos, como invitándome a recordar lo que pasó al día siguiente. El día de la mayor explosión que jamás conociera aquel pueblo perdido. El día que por fin cedí a las manipulaciones de mi particular Lolita e hicimos el amor por primera vez.
Allí fuera deja de llover lentamente y mis recuerdos resurgen en mitad de la madrugada.
*****
1984
Marisa y yo caminamos juntos hacia el instituto. Durante el desayuno y la mayor parte del trayecto me había mantenido en silencio, incapaz de sostenerle la mirada, avergonzado no solo por haberme masturbado pensando en ella, sino por haberme, de alguna manera, colado en sus gemidos más personales y haberlos utilizado para alimentar mis ansias egoístas.
-Estás muy callado, Marcos. ¿Pasó algo anoche? -me preguntó la joven con una inocencia que no sabía bien si era real o fingida.
-¿Eh? N-no -mentí-. Es solo que me va a costar adaptarme a que vivas conmigo -mentí de nuevo.
Mi idea no era quedarme para siempre con Marisa. Ni siquiera, como le había dicho a sus padres, hasta que la chica cumpliera los dieciocho, pero eso no podía decírselo a ella. Pensaba en hablar con Adolfo y Dolores una semana después para arreglar las cosas y ver si el idiota de su padre cambiaba su forma de comportarse con las mujeres de la casa, pero no tuve tiempo.
Aquella misma tarde, mientras Marisa hacía tiempo hablando con algunas amigas en el patio del instituto esperando que yo terminara de corregir unos exámenes, una explosión sacudió el pequeño pueblo y hasta el instituto se removió desde sus cimientos. Parecía que el mismo Dios hubiera caído de culo a dos calles de donde estábamos.
En cuanto escuché el estallido, me asomé por la ventana y lo único que vi fue una enorme bocanada de humo negro elevándose hacia el cielo. Miré hacia el patio pero no vi a Marisa ni a ninguna de las otras dos compañeras de curso que se habían quedado con ella.
Salí del colegio a la carrera, y por el camino me topé con un montón de convecinos que, como yo, acudían en masa a ver el espectáculo morboso que siempre suponía la posibilidad de la Muerte, más aún en un pueblecito tranquilo como aquel. Cuando llegué a atisbar el epicentro del desastre y comprobé que era la casa de Marisa, algo se encogió dentro de mi pecho y mi estómago. ¿Y si Marisa había decidido ir a hablar con sus padres y la explosión la había encontrado dentro? ¿Y si el borracho de su padre había decidido hacer volar la casa por los aires con su mujer y su hija dentro? ¿Y si...? No pensaba en nadie más. Me importaban menos que nada Adolfo, Dolores, o cualquier otro vecino que pudiera haber estado de paso o de visita por la casa. Todo en mi mente era Marisa.
Afortunadamente, flanqueada por sus dos amigas, que no sabían muy bien qué hacer, y en primera línea, estaba ella. La imagen de su cuerpo menudo, de espaldas a mí, rodeado del halo anaranjado del incendio, como un ángel a las puertas del infierno, me produjo un escalofrío que me recorrió toda la espina dorsal.
-¡Marisa! ¿Estás bien? -Me introduje entremedias de sus compañeras y me interpuse entre Marisa y el fuego. La joven lo observaba todo con la mirada perdida, como si realmente no estuviera allí- ¡Marisa!
La abracé con fuerza y me la llevé de allí. No quería que mi pequeña alumna viera durante un segundo más cómo ardía todo. No solo estaban sus padres dentro, sino también todas sus cosas, todos sus recuerdos. Prácticamente todo lo que había conocido hasta ese momento se calcinaba en esa gran bola de fuego.
Pero, al menos, ella estaba bien y era lo único que me importaba en ese momento.
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Llegamos a casa y Marisa aún no daba impresión de responder a ningún estímulo. Empecé a asustarme mientras ella observaba todo con gesto ausente. Casi me pareció que las llamas se seguían reflejando en su mirada como si aún estuviera frente al incendio. Estuve varios minutos intentando que respondiera hasta que lo logré.
-¡Marisa! ¡Marisa, por favor! ¡Mírame! ¡Mírame a mí! -suplicaba.
-¿M-Marcos? -La chiquilla pestañeó y fijó sus ojos en los míos.
-¡Sí! -exclamé aliviado, antes de abrazarla con fuerza.
-¿Qué... qué les ha pasado? Quiero decir... ¿Quién les ha hecho eso?
-Nadie, cariño. Nadie. Ha sido un accidente. Seguro –dije antes de que empezase a llorar.
Le hice un chocolate caliente para que se calmara un poco, y mientras tomaba el último sorbo alguien llamó a la puerta. Abrí, pero no me esperaba aquel comité:
Don Servando, el Policía; Don Bartolomé, el señor alcalde; una pareja de la Guardia Civil, que imaginaba que habían venido del pueblo de al lado; y la señora Federica, que supongo que sería la que les había indicado el camino porque no tenía más cargo en el pueblo que el de ser la Cotilla Mayor, título ganado con esfuerzo y honradez durante más de cincuenta años de chismorreos y rumores.
Me dijeron que el incendio estaba controlado, y que venían a hablar con Marisa. Habían encontrado los cadáveres de sus padres en las ruinas calcinadas. Por lo que habían dicho los bomberos que habían llegado del pueblo vecino, el incendio había sido causado por una explosión de gas.
Hacía muy poco que el gas natural había llegado a la localidad y parecía ser que Adolfo, en una de sus borracheras, se había dejado algún fogón abierto mientras Dolores dormía la siesta y él veía la televisión distraído.
Tal vez, si Dolores hubiera estado despierta, ella sí habría olido el gas y habría cerrado la llave de paso, pero no su marido. El borracho de Adolfo no podría haber olido más allá de su terrible hedor personal, mezcla de sudor, cerveza e incluso vómito, y menos si, como todos los días, se había metido entre pecho y espalda varias “Damm”. Eso era, al menos, lo que decía el resto del pueblo. Yo, al contrario de ellos, pensaba que la explosión habría sido provocada por Dolores, cansada de recibir palos a diario y con el rencor acumulado de haber perdido a su hija por culpa de su esposo.
-¿Para qué queréis hablar con Marisa? -inquirí, antes de hacerlos pasar a la casa.
En resumidas cuentas, Jacinta, la hermana de Dolores, ya había sido avisada de la catástrofe y había aceptado quedarse con Marisa. Al día siguiente llegaría al pueblo para hacerse cargo de los dos entierros y para llevarse a la muchacha con ella.
-¿¡La tía Jacinta!? -se quejó, amargamente, la joven- ¡No! No me hagáis eso, por favor. Vive en una mierda de aldea en la que solo hay vacas -suplicó antes de romper a llorar de nuevo.
-Lo sentimos, Marisa -dijo conciliador el señor alcalde.
La joven, llorando, se levantó y corrió hacia la habitación en la que había dormido. El portazo sonó en toda la casa y uno de los guardias civiles hizo amago de acercarse a donde estaba ella, pero lo impedí.
-Déjenla descansar. Lo necesita.
Pude convencer a las autoridades de que se marcharan, que permitieran a Marisa dormir esa noche en mi casa y que, a cambio, yo conseguiría que aceptara irse con su tía. Así yo también me quitaría de en medio la tentación de Marisa.
Una divina tentación.
Saber que solo tendría que resistir una noche antes de que Marisa se marchara mejoró mi humor. No me importaba, realmente, la muerte de Adolfo y Dolores. Eran dos mierdas de perro menos en la suela del zapato del pueblo. Con Jacinta, Marisa tendría la oportunidad de ser feliz que no había tenido con sus propios padres.
-¿Se han ido ya?
Por la puerta de la habitación apareció mi pequeña alumna, con los ojos ya secos.
-Sí. Estamos solos.
-Ya era hora –Marisa salió de la habitación y se sentó en el sofá.
Su actitud me descuadró completamente. Me miró y una sonrisa divertida afloró en su rostro.
-No vas a dejar que me manden con mi tía, ¿verdad? –afirmó más que preguntó.
-Marisa… es tu representante legal ahora que tus padres…
-No… ¡Tú no me puedes fallar también! ¡Confiaba en ti! –suplicó la joven, mudando el rostro.
-Marisa… yo… -Me senté a su lado e intenté tranquilizarla.
-No, haré lo que sea… por favor… -rogó. La imagen de mi alumna desnuda en la puerta del baño volvió con fuerza a mi mente.
-¡No! –Me rebelé ante mis propios pensamientos-. Basta ya, Marisa. Basta de decir esas cosas. Eres muy joven y tienes que obedecer. Y punto.
Marisa me miró y sus ojos, que al principio me parecieron infantiles, tomaron una madurez repentina.
-Tienes razón. Lo siento –dijo, finalmente, bajando la mirada.
-Venga… vamos a preparar la cena –dije, para distender el ambiente.
Marisa asintió y me ayudó a poner la mesa y cocinar, aunque no dijo una palabra más en toda la noche hasta que se metió en la cama.
Estaba en mi cuarto, dando vueltas en la cama sin poder dormir, cuando a mis oídos llegó de nuevo un débil sonido de la habitación contigua. Es curioso, lo primero que hice fue poner bocabajo, otra vez, el retrato de Amparo. Pero no tardé en darme cuenta que el sonido no era el mismo que el de la noche anterior. Era un gemido, sí, pero tras él llegó el sollozo. Se me hizo un nudo en el estómago al darme cuenta de que, a pocos metros de mí, Marisa lloraba.
Me acerqué a la habitación sin atreverme a entrar. Nadie me había preparado para eso. ¿Cómo se reconfortaba a una adolescente que lloraba por haber perdido a sus padres? ¿Cómo se reconfortaba a nadie que hubiera perdido a sus padres?
-¿Marisa? –Tomé aire y me metí en el cuarto.
-¿Marcos? ¿Te he despertado? Perdóname… -Se volvió hacia mí, con los ojitos hinchados, intentando dejar de llorar, pero sin lograrlo.
-Ven.
Abrí los brazos, pensando que nada le calmaría mejor que un abrazo. Marisa no se lo pensó mucho y vino rápidamente hacia mí, vestida únicamente con unas braguitas y una de mis camisolas. Nos estrechamos mutuamente entre nuestros brazos y yo dejé que se desahogara.
-Por favor –rogó-. No me dejes tú también. No permitas que se me lleven.
El alma se me partía en pedazos. Marisa, mi alumna, la que durante dos años me había observado con una sonrisa desde la segunda fila de mis clases, se deshacía en lágrimas en mis brazos. Era abrumador lo que le había pasado y en tan poco tiempo y yo solamente pensaba de forma egoísta queriendo alejarla de mí, alejándola al tiempo de todo. De sus amigos, de su colegio, de su pueblo…
Cuando pareció que todas las lágrimas hubieron escapado de su cuerpo, la tumbé de nuevo en la cama y la cubrí con la sábana. Ella parecía exhausta. La besé cariñosamente en la frente y, al separarme, su mano agarró la mía.
-No te vayas aún. Quédate un poco conmigo –pidió, y yo cedí a sus deseos.
Me tumbé junto a ella, encima de las sábanas, mientras me daba la espalda y me pedía que la abrazase. Por un momento, al encontrarme con la cara hundida en esa melena azabache, me vino a la mente la imagen de mi esposa. No había dormido con ninguna mujer desde su muerte, y en ese momento no me podía sacar de la cabeza a mi querida Amparo, como si mi propia mente pusiera su recuerdo como barrera entre yo y la alumna, haciéndome ver que cualquier otro pensamiento sobre Marisa que no supusiera verla como una niña perdida sería una completa traición a mi difunta mujer.
Marisa me agarraba la mano con la que la abrazaba y la mantenía sobre sus pechos, con lo que podía notar sus latidos, fuertes, rápidos y constantes.
Mi mente resbalaba lentamente de la fortaleza hacia la debilidad. La imagen de Amparo, Poderosa Reina de Toda mi Vida y mi Amor Puro, iba contaminándose de las noches de pasión que gozábamos, sobre todo los primeros años de casados. Poco a poco, Marisa iba fundiéndose con Amparo hasta que mi cerebro sustituía la cara de mi mujer por la suya.
No pude evitar que el aire fresco me arrancara un escalofrío. El cuerpo de la adolescente sobre la cama emanaba un calor dulce y prohibido que me estaba llamando. Me metí bajo las sábanas, junto a ella, para esquivar el frío de la noche. Ella se pegó más a mi pecho, con un ronroneo felino. Su pelo seguía taponándome la vista y el aroma de su colonia, que se había salvado del incendio gracias a su clase de educación física, me inundaba las fosas nasales. Suspiré.
Marisa se acomodó aún más, moviendo su trasero hasta que se frotó con mi polla. Mi cuerpo respondió al momento. La respiración de mi alumna seguía pausada, pero sus manos no soltaban la mía y yo notaba sus pechos bajo ella. Mi polla iba creciendo por momentos, y Marisa, inconscientemente o eso pensaba al menos, iba acomodándola entre sus nalgas prietas y jóvenes con suaves movimientos de cadera. A mí sí que se me estaba acelerando la respiración. Tenía que huir de allí pero Marisa no soltaba mi mano y, por otra parte, yo tampoco quería. El calor del cuerpo de mi joven alumna era reconfortante y excitante a la vez. Un calor que me inundaba y comenzaba a nublarme la vista y el entendimiento.
Mi mano cobró vida propia y, apresada como estaba, amasó con suavidad uno de los senos de la adolescente por encima de la camisola. Me pareció escuchar un suspiro. El corazón me latía desbocado. Lentamente, llevada por las manitas de Marisa, la mía fue descendiendo por su vientre, sintiendo como si cada uno de los botones sobre los que pasaba fuera un escalón más hacia el infierno. O quizás ya estaba en el infierno desde el primer suspiro y ahora solo hacía que internarme más y más en él, avanzando a un círculo interior del infierno con cada botón. Tras el noveno, el Fausto de cinco dedos que recorría a Marisa se posó sobre las braguitas, pero no encontró un monstruo rugiente, sino todo lo contrario.
-Marisa… no… no podemos hacer esto… -musité, sin convencimiento ya, puesto que mi mano ya estaba presionando ligeramente en el hinchado coñito de mi alumna.
-Mmmmm –Marisa no respondía a mis palabras. Respondía a mis dedos, que ya habían encontrado la hendidura y jugaban con ella sobre la tela.
La humedad del sexo de Marisa poco a poco fue anegando sus braguitas, mientras mi polla clamaba por salir de una vez de los pantalones de mi pijama y unirse con esa hembra que la aguardaba.
-No… Marisa… no debemos… -la voz me temblaba. Cuando, con un dedo, aparté las braguitas a un lado y pude palpar el corto vello púbico y la húmeda rajita de mi alumna, un latigazo de conciencia me empujó a alejar la mano de allí, pero Marisa misma me lo impidió.
Con sus manos mantuvo la mía pegada a su coño y, lentamente, comencé a masturbarla, como si mi propio cuerpo aceptara su derrota y se plegara a los deseos de la adolescente.
Mis dedos resbalaban por la empapada vulva, haciendo que Marisa comenzase a gemir quedamente. Abrió un poco más sus piernas, favoreciendo mi movimiento, y en respuesta colé un dedo en su interior y con él tracé círculos buscando algo que no encontré.
-Marisa… Tú no… Tú ya…
La joven se dio la vuelta, poniéndose bocarriba, y la luz de la luna hizo brillar su divertida sonrisa.
-No es mi primera vez, Marcos. No te quedes anticuado… casi todas mis compañeras ya no son vírgenes –confesó.
-Pero… ¿Quién? ¿Cuándo? Yo…
-Juan. Hace dos meses ya. Fui de las últimas. Pero no me preguntes más… -dijo, y sus manos, que ya habían abandonado a la mía porque ya no había posibilidad de que escapase, imantada para siempre al coñito de mi alumna, se posaron en mis mejillas y me acercaron a su boca.
El beso fue sensual, lento y muy inexperto. Yo había perdido la práctica y ella nunca la había tenido. Pero poco a poco, mi cuerpo fue respondiendo con movimientos lentos y suaves. Primero fueron mis labios apresando ora su labio inferior, ora el superior. Luego la lengua salió al encuentro de su saliva mientras mi mano recuperaba la movilidad y continuaba las caricias en el sexo de Marisa que, entremedias del beso, se le escapaban gemiditos nasales que me hacían hervir de deseo.
Marisa pugnó con el elástico de mis pantalones y, finalmente, consiguió liberar mi polla. Comenzó a masturbarme con gestos torpes y cortos, procurando no hacerme daño. El súbito calor de su manita sobre mi verga casi me lleva a correrme directamente, pero pude contenerme mientras ella me seguía pajeando.
Aparté las sábanas y me incorporé en la cama. Le desabroché la camisola y sus pechos, pequeñas manzanas jugosas, aparecieron ante mis ojos.
-Marisa… ¿Estás preparada?
Como única respuesta, Marisa me miró y volvió a sonreír. Me hice hueco entre sus piernas y las abrió más para mostrarme su fruta prohibida, de la que iba a probar enseguida.
Escupí en mi mano para ensalivarme el glande. Toda ayuda que pudiera reunir para atravesar aquel estrecho agujerito era bienvenida. Lo coloqué a la entrada de su sexo y, antes de penetrarla, lo pasé varias veces de arriba abajo por toda su sensible rajita, haciendo que un gemido y un involuntario contraer de muslos denotaran su placer.
Con lentitud, me fui hundiendo en Marisa mientras ella cerraba los ojitos y unía sus manos tras mi nuca, abrazándose a mí.
-Aaahhh –se quejó un poco cuando la penetré por completo y el placer absoluto se instaló en mi polla.
-¿Te duele?
Me miró a los ojos y, muy seria, negó con la cabeza.
Sus piernas se cerraron tras mi cadera y noté como, con sus talones, me impelía a continuar. Comencé el movimiento de vaivén, lentamente, disfrutando de cada centímetro que mi verga se deslizaba en su coñito. Sus labios buscaban los míos. Tardé unos segundos en acompasar el beso al ir y venir de mis caderas. Cuando lo logré, creo que perdí consciencia de qué era mi cuerpo y qué el de Marisa. Las terminaciones nerviosas de todo mi ser latían desesperadas con cualquier roce de piel con piel, de labio con labio, de polla con coño, de espalda con uña, de mano con pecho…
Poco a poco notaba cómo mi cuerpo, ya con voluntad propia y ajeno por completo a cualquier dictado que quisiera imponerle, iba acelerando las embestidas sobre el cuerpecito de Marisa, arrancándole jadeos y gemidos ahogados. Sus piernas se desenlazaron tras de mí y se abrían cada vez más, invitando y facilitando la cada vez mayor velocidad de mis penetraciones. El colchón se quejaba; debajo de mí, el cuerpo de Marisa botaba con cada una de mis embestidas; sus gemidos, ahora sí, llenaban la habitación junto con mis jadeos.
Mi boca buscó su cuello mientras ella musitaba mi nombre entre grititos de placer. Sus manos dejaron de presionar mi espalda para subir al cabecero de la cama y evitar que mis embestidas la hicieran chocar. Se agarró con fuerza a los barrotes, envuelta en gemidos y sudor, mientras mi polla no dejaba de bombear en su interior.
Noté cómo algo se tensaba dentro de mí. La dulce presión de su coñito me estaba llevando al paroxismo. Dejé de sostenerme en mis brazos para abrazarla mientras mis caderas enloquecían. El calor me envolvió la mente, bajó por mis pulmones, atravesó mi vientre y me estalló en la polla.
Sin embargo, no podía parar. Mientras me corría en el interior de Marisa, regándola con mi simiente, mis caderas continuaban su movimiento con enfebrecida intensidad, no contentas con mi único placer egoísta, buscando y finalmente encontrando el clímax de la joven, cuyas piernas se contrajeron entre temblores mientras su coñito parecía querer exprimir hasta la última gota de mis jugos.
Marisa gritó y me abrazó, disfrutando su orgasmo mientras me derrumbaba sobre ella y, poco a poco, iba tomando conciencia de lo que había hecho.
Podía notar su corazón acelerado calmándose poco a poco, copiando al mío. Los cuerpos, húmedos de sudor, parecían incapaces de separarse, sumidos en un ambiente de sexo que, poco a poco, iba tomando la habitación Sin embargo, una punzada de arrepentimiento se instalaba en mi garganta.
Me levanté y me senté sobre la cama, dejando a Marisa tumbada, desnuda, disfrutando de los últimos ramalazos de placer que, lentamente, iban abandonando su cuerpo.
-¿Te pasa algo, Marcos? –preguntó mi alumna sin variar su postura.
-No, nada… duérmete –dije, levantándome y saliendo de la estancia.
Me dirigí hacia la ventana del comedor, y, al abrirla, el frío me azotó el cuerpo desnudo. No me quejé. Me venía bien para rebajar la dureza de mi polla, que seguía erecta. Una risa divertida asomó a mi rostro al imaginar que alguna de mis vecinas aprovechase justo ese momento para salir a regar las plantas y me viera allí, asomado a la ventana, desnudo, y con la verga alzada. No obstante, la sonrisa se borró de mi cara al retornar lentamente a la realidad.
¿Qué había hecho? Me había follado a mi alumna y me había corrido en su interior. Eso había hecho. Al día siguiente ella se marcharía y yo no quería que lo hiciera. ¿Por qué no quería? ¿Cómo había caído tan fácil en sus redes? Regresé a la habitación y la vi, tal y como la había dejado. Desnuda, con la luz de la luna bañando su cuerpo joven y haciendo brillar su piel en tonos azulados.
Estaba preciosa.
La iba a echar mucho de menos.
No recuerdo por qué hice lo que hice. Solo sé que fui a mi habitación, busqué mi Polaroid y volví al cuarto de Marisa con ella en las manos. Mientras dormía, enfoqué y pulsé el botón. El flash inundó la habitación e, instantáneamente, una fotografía fue saliendo de la cámara, como una lengua burlona que quisiera jugar con Marisa.
Agité un poco la foto hasta que fue tomando colores. Sonreí como un tonto contemplando la obra y volví a la cama junto a mi pequeña alumna y amante.
-Marcos… -susurró.
-¿Sí?
-¿He salido guapa? –preguntó con una sonrisa inocente.
Reí, dije que sí y la besé. Nos dormimos abrazados como dos enamorados.
En ese instante supe que no iba a dejarla marchar.

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