viernes, 21 de agosto de 2015

Fotos de mi puta (6): Mujer con collar de perro

2015

Sonrío y miro por la ventana. Amanece. Amanece que no es poco. Llevo toda la noche navegando entre fotos de la mujer más importante de mi vida. Ahora lo sé. Fue, y es, más importante para mí de lo que fue mi esposa. Amparo fue la parte más importante de mi vida durante más de diez años, pero Marisa fue mi vida por completo durante otros diez. Me enciendo un nuevo cigarrillo y saco del montón de fotos una de las últimas que se ha colado entre las antiguas. Marisa mira a cámara, sentada en el suelo con su coñito, pulcramente depilado, expuesto al ojo muerto de la “Polaroid” mientras un collar de perro rodea su cuello. La mujer-perra saca la lengua obscenamente, y sus pechos se muestran en todo su esplendor, firmes y no muy grandes, pero completamente excitantes.
Tuerzo el gesto mientras trato de recordar el lugar que le corresponde a esa foto. Pasaron demasiadas cosas entre esa foto y el punto en que han quedado mis pensamientos, pero el momento en que supe que algún día le haría una foto como esa fue justo después de mudarnos a nuestra nueva casa. No inmortalicé ese preciso momento del collar hasta años después, pero la frase que Marisa pronunció en los días posteriores a nuestra mudanza todavía resuena en mi cabeza como la sagrada revelación de algún dios oscuro y poderoso.
“¿Tengo que ponerme un collar de perro y dormir a tus pies para que entiendas que voy a estar cada noche contigo, aprendiendo lo que me quieras enseñar?”
No habría sido necesario, pero lo hizo.

*****
1986

Cuando llegamos a Valencia, había dejado de llover pero la tarde mantenía ese aire gris y húmedo que lo hacía todo más triste.
Veinticinco minutos después de pisar el suelo de la estación, nos encontrábamos con mi amigo Juan Benito en la puerta.
–Joder, macho, pensaba que no llegabas. ¿Se ha retrasado mucho el autobús?
–Un poco -mentí, mirando de reojo a Marisa, que sonrió divertida y bajó la mirada avergonzada, en un gesto que, para quien la conociera como yo, hubiera sido muy esclarecedor.
Afortunadamente, Juan Benito todavía no conocía a mi muchacha, por lo que no pudo interpretar ese gesto como que después de bajar del autobús, Marisa, olvidándose de las maletas, me había llevado casi a rastras hasta los baños, me había metido en un cubículo y, tras bajarme los pantalones y ponerme la polla dura como una roca con una estupenda felación, me había follado como una fiera en el reducido espacio del que disponíamos.
Todo eso había dicho en una simple mirada.
Sin más, seguimos a Juan Benito con nuestras maletas (rescatadas cuando el conductor ya iba a llevarlas directas a la oficina de objetos perdidos) a su coche y nos dirigimos a nuestra nueva vida en la gran ciudad.
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–Como te dije, un pisazo increíble. Nueva construcción, ático-dúplex, las mejores calidades.
–Juan... -El entusiasmo de mi amigo en su descripción de la que sería mi nueva casa empezaba a sobrepasar los límites de mi paciencia. Después del largo y agotador viaje, y de follarme a Marisa en los baños de la estación, tan solo quería tumbarme en mi casa y descansar.
–Dos habitaciones arriba; dos baños, uno arriba y otro abajo; cocina americana, que se lleva ahora mucho, salón comedor espacioso -Juan Benito me ignoraba, supuse que deliberadamente, mientras continuaba avanzando por el piso inferior, y señalando a diestro y siniestro.
–Juan...
–Tienes todos los muebles y electrodomésticos y...
–Juan, Juan, Juan, ¡Juan! -grité ya exasperado.
–¿Qué? -Por fin pareció salir de su estado de euforia y regresar al mundo de los cuerdos.
–Que te pones muy pesado -interrumpió Marisa, tan alegre y oportunamente que en ningún momento pensé en reprenderla por la falta de respeto.
–Vaya con la niña... la gatita tiene zarpas, ¿eh? -respondió Juan, levantándole la barbilla con el índice a Marisa.
–¡Miau! -replicó ella, a medio camino entre el divertimento y la burla.
De pronto, vi algo en los ojos de Juan que no me gustó, aunque realmente fue el sentimiento que en mí despertó esa mirada lo que no me gustó. No eran celos al ver el deseo nacer en mi amigo. No. Era algo más profundo, más primitivo y visceral. Era el odio de un macho hacia otro macho que tentaba a su hembra, y el miedo a perderla. Diez mil años antes, no habría tenido nada que hacer contra Juan. Él era más joven, más atractivo a pesar de la incipiente barriga cervecera que estaba criando y, además, su trabajo en la Universidad y su puesto como asesor de Cultura en el Ayuntamiento, le habían granjeado un poder adquisitivo ante el que no podía hacer nada. En resumen, Juan Benito era superior a mí en todo.
En añadidura, él no sabía la relación que me unía con Marisa, y pensaba que únicamente era mi hija adoptiva, así que, por mucho cariño o respeto que Juan me tuviera, lo conocía suficiente como para saber que ese tipo de relación no iba a ser impedimento para que Juan “atacara”. Me lo veía venir “Me conoces, Marcos, ¿Con quién iba a estar mejor tu niña que conmigo?”.
“Con una hiena, Juan, con una hiena”.
–Bueno, ¿Dónde os dejo las maletas?
La voz de mi amigo me sacó de mi ensimismamiento. Sin darme cuenta, habíamos subido las escaleras y nos hallábamos en el piso de arriba. Una ventana en el lateral iluminaba el extraño rellano que daba entrada al pasillo por el que se accedía a las habitaciones y el baño.
–¿Eh? ¡Ah, sí! Deja esas que llevas en la habitación de la derecha, que será la de Marisa.
Convivir con Marisa me había conferido una pequeña suerte de sexto sentido. Era como una pequeña sensación, un picor en la nuca, un estremecimiento. Sin verla, sin necesidad siquiera de estar en la misma estancia que ella, podía intuir y acertar cómo se sentía en ese momento.
Gracias a esa intuición noté que el aire se tornaba denso, y un escalofrío me recorrió la espalda como si la temperatura de la habitación hubiese descendido unos grados de repente. Sabía que aquello pasaría tras esa frase, pero en mi ensoñación anterior había caído en la cuenta de algo que cambiaría, para siempre, mi relación con Marisa. Lo que no pude imaginar en ese momento fue la forma en la que lo haría.
No necesité mirar a mi alumna para saber que la había ofendido. La había traído a la ciudad con la promesa de poder vivir libremente nuestro amor y, a la primera oportunidad, la había traicionado volviéndola a relegar a un lugar que no era en mi cama, a mi lado, sino apartada en otra habitación, como si fuéramos un padre y una hija más.
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Desde que Juan hubo salido de nuestra nueva casa, Marisa no había respondido más que con escuetos monosílabos a todos mis intentos de sacar una conversación. Se había pasado varias horas en su habitación, organizando su ropa en el armario en estricto silencio, aunque había mantenido la regla de ir desnuda que teníamos en la casa del pueblo. Yo mismo también iba desnudo, pensando que, tal vez, lo tomase como un acto de contrición que me permitiera hablar con ella. No había sido así.
Tras una cena ligera, en la que todos mis intentos de dialogar con Marisa habían resultado igual de infructuosos, la joven había acabado por marcharse a su habitación con un lacónico “buenas noches”, dejándome a solas con mis pensamientos.
Ni siquiera en el inquieto silencio de mi habitación, con el leve murmullo del tráfico de fondo, podía pensar en otra cosa que no fuera ella. Estaba dando vueltas en la cama cuando, de repente, como invocada por mis erráticas divagaciones, el cuerpo de Marisa se dibujó bajo el dintel de la puerta del cuarto.
–Marisa... ¿Qué tal? Justo estaba pensando en ti y... -Callé sin saber cómo continuar, tal vez paralizado por la inexpresiva cara que mantenía y que podía adivinar aún en la penumbra de la noche–¿Te gusta la casa?
Sin decir nada, la joven se acercó a mi cama, seria como un fantasma, y se inclinó sobre mi cuerpo. Sin mediar palabra, se metió mi pene flácido en la boca y su lengua comenzó a trabajar sobre él.
–Marisa... Espera... Quiero hablar contigo antes.
La muchacha, sin embargo, hizo caso omiso a mis palabras mientras mi verga empezaba su perezoso despertar. No tardó en lograr que apuntara al cielo, tiesa, caliente y reluciente de su saliva.
Todo mi cuerpo parecía haber perdido su capacidad de movimiento, como presa de un hechizo mudo invocado por Marisa.
–Ma-Marisa... para... por favor.
Ella siguió sin obedecerme y se colocó a horcajadas sobre mí. Agarró mi polla con una mano y fue bajando hasta empalarse en mi tranca. Solo un suspiro salió de su cuerpo en el momento que mi ariete la atravesaba.
–Oh, Marisa... yo... yo... -intenté balbucir algo mientras notaba que el resto de mi cuerpo ya se había plegado a las acciones de mi alumna.
Los músculos de su coño habían aprendido durante años las debilidades de mi polla, y en ese momento estaba explotando todo el potencial de todas y cada una de ellas. Sin embargo, ni un gemido, ni un suspiro, ni un jadeo en la normalmente expresiva Marisa. Me estaba follando, sí, pero lo hacía con resentimiento y negándome lo que más me excitaba, su voz tomada de placer mientras follábamos.
–Para, Marisa -Mi boca escupía palabras que mi cuerpo era incapaz de ratificar. Mis manos seguían inertes sobre la cama, inmunes a mi intención de apartarla de mí.
Tras unas cuantas débiles intentonas de que Marisa se doblegara al poder de mis palabras, no pude más que abandonarme al intenso placer que su coño me ofrecía. Era un muñeco inerte, rendido a sus manipulaciones, incapaz de defenderme de las atenciones de ese cuerpo que tanto me excitaba.
La muchacha continuaba cabalgándome, esforzándose por acallar sus gemidos, jadeos y suspiros. Sin embargo, la humedad de sus entrañas, la erección de sus pezones y el sudor que comenzaba a cubrirle el cuerpo me daban cuenta del nivel de excitación al que también ella estaba.
No tardé en correrme. En cuanto sintió el río de semen inundando su más gozosa cavidad, Marisa se desacopló de mí y se marchó a su cuarto sin una sola palabra.
Rendido y tendido quedé en mi cama, con el cerebro trabajando a galope para intentar desentrañar las intenciones de la mujer que acababa de follarme reduciendo el acto sexual a todo lo que yo siempre intenté evitar. Un mero acto mecánico.
*****
Desperté extrañamente descansado. La noche me había servido para poner en orden todas mis ideas y trazar un plan para retomar la convivencia con mi alumna. Tenía que hablar con Marisa antes de que todo aquello terminara por explotarnos en la cara, si es que no lo había hecho ya y ahora únicamente estaba comprobando el alcance de la onda expansiva.
Fui a la cocina y me encontré a Marisa desayunando, desnuda. Mi verga hizo amago de responder a la hermosa imagen pero me concentré en lo que tenía que decir.
–Maris...
–Perdona. Ya te dejo solo -me interrumpió ella, cogiendo su taza y levantándose de la mesa.
–Siéntate -ordené viendo cómo dejaba la taza sobre la bancada y se dirigía a la puerta-. Marisa ¡Siéntate! -repetí casi con violencia, cerrando la puerta para que no pudiera salir.
Tras mirarme sorprendida unos instantes, esbozó una sonrisa condescendiente y dijo con tono de burla:
–Sí, mi señor.
Tomé asiento frente a ella y organicé mentalmente lo que había estado pensando desde que Juan Benito me hiciera darme cuenta de lo que estaba haciendo con Marisa.
–Marisa. En ningún momento pienses que no te amo. Lo hago, y con locura. Te quiero tanto, que no puedo dejar que esta relación enferma siga más allá.
Ella parpadeó y agitó la cabeza, desconcertada.
–No digas nada -continué-. Déjame explicarme primero. Eras mi alumna, y eres mi hija adoptiva. Por supuesto que para mí significas más que eso, y nadie va a entenderlo así más que tú y yo. ¿Por qué quieres estar conmigo? Yo te diré por qué -dije sin dejarla responder-. Ves en mí al salvador, la persona que te sacó de un hogar donde no hacías más que sufrir y te empezó a dar una buena vida. Pero ya no me debes nada. Nunca me has debido nada.
–Es más que eso, yo...
–Calla, por favor. Déjame explicarme. Al principio creí que la ciudad sería muy diferente al pueblo, que aquí podríamos vivir nuestro amor sin que nadie pensara mal de nosotros, pero me he dado cuenta de que no va a cambiar la percepción de la gente, lo único, tal vez, la forma de percibirlo. Allí podríamos ser unos depravados, o algo que alguna abuela relacione con el Diablo. Aquí, simplemente seremos dos personas con problemas psicológicos. A ti te dirán que tienes complejo de Electra, a mí, que soy un pedófilo, un abusador, o lo que quieran decirme. Todos se equivocan, pero no somos nadie para luchar contra el resto del mundo. Tarde o temprano conseguirían que nos sintiéramos culpables de esta relación, la presión acabaría venciéndonos, y cuando llegue el día que te sientas culpable de quererme, yo me querré morir. Imagino que algo parecido podrías sentir tú, pero no lo sé. Eres más fuerte que yo, eso lo sé, pero no quiero ni imaginarme qué pasaría el día que te quieras morir por mi culpa. No podría con eso.
No podía mantener a mi joven amante en mis lascivas redes el resto de mi vida. Se merecía algo más. Alguien que la amara tanto como yo pero que no pensara en follársela nada más verla. Alguien que le ofreciese una relación normal, una vida normal, una convivencia normal.
–Pero... -Marisa había asistido impertérrita a mi discurso, y poco a poco notaba que mis palabras iban haciendo mella en su persona–Pero podemos seguir escondiendo lo nuestro. Igual que en el pueblo, solo que aquí.
–No, Marisa. Has crecido. Puede entenderse que a una niña no le guste salir con niños, pero no que a una joven no le interesen los hombres. Sería sospechoso. Tienes que hacer una vida normal y yo no debería ser parte de ella más que como figura paterna. Además, no quiero obligarte más a tener que esconder lo que sientes, a que si un chico te empieza a gustar no puedas salir con él porque estás conmigo y no puedas explicarle el porqué.
Tras unos segundos de silencio, en los que la muchacha parecía en dificultades para asimilar todo lo que yo había dicho, finalmente habló.
–Pero puedo llevar una vida normal fuera de casa y otra aquí. Eso sí puedo hacerlo. Si un chico me gusta, no serás un obstáculo. Sí un listón muy alto a superar, pero no un obstáculo -añadió con una sonrisa alegre-. Pero no quiero separarme un centímetro de ti, Marcos. Me lo has enseñado todo de mi cuerpo, has sido mi maestro mucho más de lo que te imaginas, y quiero que lo sigas siendo.
–Marisa... esto no es...
–Calla. Yo quiero estar contigo -añadió, recalcando el “quiero”-. Entiendo lo que dices y que nuestra relación sea demasiado complicada para defenderla. Tal vez tengas razón. Pero no tenemos porque acabar así. Siempre serás mi maestro, mi primer maestro, por muchos chicos que conozca y que traiga a casa.
–No sé si soportaré que traigas muchachos a casa si por las noches estás conmigo -respondí divertido.
–Si me quieres, lo harás. Porque, tal y como lo explicas, esta es la única solución para seguir junto a ti.
–Pe-pero... -Ahora me tocó a mí balbucir mientras asimilaba la idea de Marisa, que de pronto parecía mucho mejor que todas y cada una de las que habían cruzado por mi cabeza.
–Hagamos un trato, ¿Vale? Una vida fuera y otra aquí dentro. Fuera soy de la sociedad. Aquí dentro soy toda tuya.
–Marisa, no creo que sepas lo que estás diciendo.
–¿Tengo que ponerme un collar de perro y dormir a tus pies para que entiendas que voy a estar cada noche contigo, aprendiendo lo que me quieras enseñar?
La imagen tocó alguna tecla en mi cerebro. Me sorprendió la dureza que mi polla alcanzó bajo la mesa en tan pocos segundos. Cuando sentí el pie de Marisa subir por mi pierna, no pude negarme a su solución. Cuando alcanzó mi polla, supe que, aunque se pusiera un collar de perro, aunque la paseara desnuda a cuatro patas por toda la casa llevándola con una correa, aunque la atara a la cama y le hiciera todas las diabluras que se me ocurriesen, aunque le hiciese todo eso y más, supe que ella era mi dueña por el resto de mi vida.
–¿Hay trato? -inquirió la joven aún masajeándome la polla suavemente con su pie.
Si había alguna voz en mi cerebro que se negara al plan de Marisa, las dulces caricias de su pie no me permitían escucharla. Solo oía voces que me animaban, como si en la guerra entre el ángel y el demonio de mi conciencia, el ángel se hubiera marchado de vacaciones y el demonio hubiera aprovechado para hacer una fiesta con cientos de sus congéneres.
Finalmente, yo y mis demonios nos levantamos y rodeamos la mesa en dirección a Marisa.
Hice girar su silla, que rayó el suelo con las patas, hasta tener a mi alumna de frente, sonriente y lasciva. Aún sentada, abrió sus piernas enseñándome su sexo escondido bajo su vello púbico, y la imagen fue suficiente para terminar de desterrar cualquier reticencia que pudiera haber en mi cuerpo, si es que aún había alguna que la perversa sensualidad de Marisa no hubiera desvanecido.
La besé con pasión mientras la agarraba por la cintura y la levantaba en vilo. Ella rió excitada y se dejó caer de espaldas a la mesa, sin cerrar las piernas, entre las que aguardaba, húmedo y ardiente, el primer plato del día.
Me lancé a su sexo como un hambriento ante un suculento manjar. Mi lengua buceó en sus entrañas, arrancándole suspiros y gemidos con sabor amargo y excitante.
–¡Sí, Marcos, sí! -gritó ella, presa de la cachondez, mientras estrujaba sus pechos reducidos por la postura. Su sexo rezumaba flujo que caía por mi garganta, y mi lengua pasaba de la entrada de su vagina a su clítoris con rapidez.
Me detuve a punto de causarle el primer orgasmo, aunque Marisa no emitió queja alguna. Me miró a los ojos con los suyos inundados de lujuria y se inclinó para agarrarme de la polla y dirigirla a su interior.
Por un momento pensé en dejarme caer sobre ella y follarla salvajemente, pero no estaba seguro de que la mesa de la cocina aguantara nuestro peso conjunto. Estaba acostumbrada a soportar poco más que tazas de desayuno y alguna cena ligera, y dos cuerpos adultos imaginé que serían demasiado para sus enclenques patas. Esperaba que pudiera resistir solamente uno, el de Marisa.
La agarré del culo para ponerlo sobre el borde de la mesa y embestí con fuerza. El grito de Marisa fue sorpresa, goce y dolor a partes iguales.
–Despacito... -rogó, convertida su voz en un murmullo excitado y excitante.
Cada envite sobre su cuerpo hacía chirriar las patas de la mesa sobre el suelo y era una rubrica más en la firma del contrato verbal que habíamos aceptado. Dentro de casa sería mía y de mis demonios y al cruzar la puerta acabaría el falso poder que tenía sobre ella. Dentro de casa, mía; fuera de casa, suya propia. Al contrario que mi polla, que dentro de su cuerpo era absolutamente propiedad de Marisa, que la masajeaba con todos los músculos internos de los que podía hacerse cargo, y solamente fuera de su sexo tenía yo algo de potestad sobre mi propio miembro.
Pero mi potestad empujaba de nuevo hacia aquel interior cálido una y otra vez, magnificando las sensaciones de ambos cuerpos.
Mientras Marisa se aferraba con fuerza del borde de la madera para que mis embestidas no se la llevaran, yo alcé sus piernas con las manos, colocándolas sobre mis hombros para permitirme seguir viendo su cara sensual, tomada de placer. Ella no me miraba. Cerraba los ojos y se abandonaba a las sensaciones de su coño, mientras, de vez en cuando, profería mi nombre vestido de gemido.
Las patas de la mesa no dejaban de arrastrarse con cada golpe, y supuse que mi vecino de abajo empezaría a cagarse en nuestras muelas, pero poco me importaba. Todo mi mundo en ese momento llegaba hasta la puerta de mi casa y no más allá, y se iba concentrando más a cada instante. Con cada gemido de Marisa, con cada penetración en su sexo, la realidad iba reduciéndose. Era tan pequeña como la cocina cuando me incliné para meterme su pezón en la boca, y pocos segundos después, cuando desde lo más profundo de mis testículos comenzaba a gestarse un orgasmo brutal, la realidad no era más grande que el coño de mi alumna. Toda mi existencia quedó concentrada en aquella cavidad ardorosa y anegada de flujo que estrujaba mi miembro.
Marisa se corrió y su sexo amenazó con exprimirme hasta la última gota de semen. Todo su interior se tensó y su sexo abrazó mi polla con la fuerza de una boa constrictor, como si quisiera succionarme a su interior. En el último momento, aprovechando el instante de relajación posterior a su orgasmo, salí de su cuerpo para eyacular encima de ella, manchándole vientre, pechos y pubis de mi semen.
Sonreí, cansado pero divertido, viendo mi obra.
Ahí estaba mi blanca firma sobre el documento más hermoso que cualquier escriba pudiera haber imaginado jamás.

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