2015
Suspiro y me froto los ojos tras
mirar el reloj “Omega” de mi muñeca. Aún queda algo para las
nueve de la mañana, pero no debo tardar en marcharme. Deposito de
nuevo la foto sobre la mesa junto con sus compañeras y empiezo a
ordenarlas en un pequeño álbum comprado para la ocasión.
Me detengo al llegar a una foto
especial, aunque hablando de las fotos de mi alumna, todas llegan a
ser tan especiales que esa palabra, “Especial”, ha perdido su
significado. Repaso la imagen reflejada. Marisa, desnuda, como
siempre que estaba en casa, ríe a cámara sentada sobre una silla y
trata de tapar el objetivo con una mano mientras un ejemplar del
“diario16” descansa sobre la mesa. Es la penúltima foto que le
saqué, unos días antes de su boda, y la última en nuestra casa.
Hace poco que esa foto, casual e
inocente, ha cumplido veinte años. Veinte años. Toda una vida. El
doble de tiempo que viví con Marisa. El mismo tiempo que llevo sin
verla. Una sonrisa triste se dibuja en mi rostro al pensar que fue la
última foto que le saqué a mi Marisa. Sí, aún hay una posterior
como he dicho, pero en esa ya no era “mi” Marisa. Era la Marisa
de otro, de alguien más joven, más rico, más guapo. Alguien que le
ofrecía una vida mejor y más plena que la que yo podía darle, con
una relación mucho más sana que la vorágine de sexo en que
convertíamos la escena más nimia en casa. Me excitaba tanto oír
uno solo de sus gemidos que, en cuanto una caricia, por pequeña que
fuera, rompía esa barrera, no podía evitar convertirme en un ser
adicto a su coño, a su culo, a su boca, a sus manos. Era un adicto a
Marisa y ella, en su inconcebible sumisión a todos mis intentos,
solo hacía que aumentar mi adicción. No pensé que fuera una
sensación tan poderosa, pero tras la boda, cuando nos juramos no
volver a encamarnos por respeto a su nuevo marido, mi abstinencia de
Marisa me llevó al borde del suicidio, porque sabía, aunque no se
lo podía decir, que no iba a ser feliz con aquel hombre.
Sé que tenía que haber
impedido aquel enlace, pero Marisa parecía contenta y me prometió
que jamás me olvidaría. Más de veinte años después de aquella
imagen, sé que no mentía. Pero muchas cosas pasaron desde el día
en que tomé esa foto, y pocas fueron buenas. Parecía como si
nuestra vida hubiera mejorado tanto en nuestro pequeño núcleo
familiar de vicio y lujuria que hubiéramos llegado a la cima más
alta posible. Una vez arriba, lo único que queda es caer más hondo
cada vez.
Pero no sería justo remontarme
a esa foto sin viajar un poco más atrás, cuando Marisa me presentó
al hombre que la alejaría veinte años de mí. Pablo. Odié a ese
hombre desde el momento que salió por la puerta de mi casa. Maldito
Pablo. ¿Cómo pudo joderle tanto la vida a Marisa? Pero bueno... eso
sería adelantar demasiado los acontecimientos y negarle a mis
recuerdos la verdad de aquellos cinco años en que Marisa fue feliz
junto a Pablo, alejándose poco a poco de mí.