2015
Una cara nueva aparece en la
siguiente foto. Junto a Marisa yace otra mujer, tan desnuda y tan
dormida como ella. Se llama Jazmín. Están fundidas en un dulce
abrazo sobre la cama. Repaso con los dedos la silueta de la segunda
mujer y me detengo en las diferencias que tiene con mi alumna. Sus
pechos son más grandes, pero también menos firmes. Su nariz es más
aguileña y su cara está llena de pecas que destacan en su piel
pálida, acentuado su tono por su melena pelirroja. Jazmín es un año
más joven que mi alumna, pero viéndolas en la instantánea, Marisa
parece incluso menor que su compañera de catre. Es extraño. Tal vez
fuera por la actitud de cada una, tal vez porque no dejo de recordar
a Marisa como “mi pequeña” pero me cuesta un poco admitir que la
pelirroja es más joven.
No logro recordar cómo fue que
Jazmín llegó a nuestra vida, pero al fijarme más aún en la
envejecida foto, logro distinguir la débil marca de un arañazo en
el cuello de Marisa, justo arriba de la mano de la pelirroja.
Claro... ya sé cómo.
Miro de reojo el teléfono, como
esperando que suene y al otro lado me responda la voz seria y grave
del director del instituto donde Marisa cursaba C.O.U.
Pero no, no suena nada. El
teléfono se mantiene mudo. Aquel instituto ya no existe. Tampoco
existe ya C.O.U ni B.U.P y seguramente Don Antonio se haya jubilado
hace años y espere a la Muerte en alguna pútrida residencia de
ancianos si es que pudo ahorrar lo suficiente para no pasar sus
últimos días en casa.
Me levanto y preparo un café
para despejarme un poco antes de salir. No quisiera que el “Chivas”
me jugara una mala pasada al coger el coche.
*****
1987
–¿Cómo? ¿Pero qué ha
pasado? ¿Por qué ha...? Claro, claro... ¿Qué?... No, claro, por
supuesto que no. Yo también soy profesor, obvio que no... Claro,
claro... no, hombre, no, muchísimas gracias por avisarme... Ya, ya
sé, ya me lo imagino, pero no se preocupe. Hablaré con ella.
Colgué el teléfono y me froté
los ojos intentando aclarar mis ideas. El café que me había
preparado se enfriaba en la encimera, me había dejado de importar
tras la llamada. El reloj se acercaba lentamente a la hora en que mi
alumna solía llegar a casa. Miré hacia la puerta y el sonido de la
cerradura girando contestó a mi pregunta no formulada.
–Ya estoy aquí. ¿Qué tal el
día, Marcos?
No quise responder hasta que
Marisa entró en el salón. Se sobresaltó al verme sentado a la
mesa, mirándole con toda la seriedad que la llamada de teléfono
había invocado en mí.
–Siéntate, Marisa.
Se había desnudado y entraba
sonriente en la sala, pero la sonrisa se le borró del rostro nada
más verme. Pareció confundida durante unos instantes, pero
enseguida supo lo que había ocurrido.
–Siéntate. -le ordené de
nuevo.
–¡No fue culpa mía! ¡Yo no
empecé! -En un segundo, la imagen de Marisa bajó varios años de
edad. Ya no era la mujer sensual y lasciva que dormía a mi lado cada
noche. Era una niña pillada haciendo una travesura que se defendía
con una rabieta. A pesar de su cuerpo plenamente adulto, su gesto era
absurdamente infantil. Sumado a su pubis lampiño, me arrancó un
estremecimiento que logré ocultar lo mejor que pude.
–Siéntate -repetí, esperando
dejar de ver su coño infantilizado y así calmar mi vena más
oscura.
Marisa obedeció con un bufido y
me miró fijamente, esperando que yo comenzase a hablar.
–¿Qué ha pasado hoy en el
instituto?
Yo ya lo sabía. Don Antonio me
lo había contado con pelos y señales en nuestra conversación
telefónica. Había habido una pelea y Marisa había dejado
inconsciente a su rival de un puñetazo. Una respuesta demasiado
violenta y masculina para una muchacha de menos de veinte años.
Tanto, que incluso el director me había preguntado si yo la había
enseñado a defenderse, algo que muchos padres de niñas y
adolescentes estaban empezando a hacer para que su hija no acabara
sumando una cifra más a los datos de secuestros y violaciones,
intentando de paso que se parecieran un poco más a una de las
deportistas españolas de moda, la taekwondista Coral Bistuer.
–Ya te he dicho que no ha sido
culpa mía. Además, Don Antonio no tenía que haberte llamado. Ya
soy mayor de edad.
–¿Qué ha pasado? -repetí,
manteniendo la calma, esperando que me contara sus motivos. Según
Don Antonio, había sido una pelea por un chico. La otra chica
acusaba a Marisa de haberle quitado el novio y la discusión degeneró
hasta llegar a los golpes. Una vez ahí, mi alumna acabó la pelea en
pocos segundos. Lo del novio me causaba sensaciones encontradas. Por
un lado, agradecía que al fin Marisa se acercase a chicos de su
edad. Por otra parte, temía terminar por perderla.
–No tengo que darte
explicaciones. Soy-ma-yor-de-e-dad. -replicó, levantando el tono.
El potente y sonoro golpe de mi
puño sobre la mesa me sorprendió incluso a mí. No podía permitir
que me hablara de ese modo. La muchacha dio un respingo y se cubrió
la cara instintivamente como si el próximo golpe fuera a tenerla a
ella como objetivo.
–Marisa... no te asustes.
Perdona si te he asustado -dije, intentando calmarme-. Dime, me
interesa saber qué es lo que ha pasado. No voy a echarte la bronca.
La joven pareció
tranquilizarse. Ambos estábamos en época de exámenes, y si para
una alumna como ella esas semanas significaban estrés, para un
profesor como yo lo eran mil veces más porque en esa época, además
de tener que escoger cuidadosamente las preguntas del examen,
misteriosamente a todos los alumnos les surgían las dudas que no
habían surgido durante todo el año y las horas de trabajo semanales
se duplicaban. Me había visto obligado a dejar aparcado el libro que
estaba escribiendo, una de mis pocas aventuras en prosa narrativa, al
menos hasta las vacaciones de verano.
–Fue ella, empezó a
insultarme, y yo no le hacía caso, pero me agarró del pelo y me
hizo daño, mucho daño... yo solamente me defendí.
–Con un puñetazo en la sien
que la envió al hospital -apuntillé.
–No sé... yo solo quería que
dejase de hacerme daño... yo... me revolví y le pegué como pude.
–¿Y ese arañazo? -pregunté
señalando las líneas rojas que cruzaban la parte izquierda de su
cuello.
–Una de sus amigas, que me
agarró para alejarme de ella.
–¿Por qué quería alejarte
si ya la dejaste nocaut con un golpe?
Marisa desvió la mirada,
avergonzada.
–No sé qué me pasó... no
estaba pensando... solo quería devolverle el daño que me había
hecho, solo pensaba en ello...
–¿Marisa? -Que mi alumna
divagara era un mal augurio. Si algo le sobraba, era facilidad de
palabra y claridad de ideas.
–Tal vez le pegué unas
patadas cuando estaba en el suelo -explicó sin mirarme a la cara.
–¡¿Cómo que tal vez?!
Marisa, por sorpresa, rompió a
llorar.
–Perdona... yo... yo no sabía
qué hacía... me... me cegué... yo...
Me levanté para abrazarla.
Marisa hipaba y sollozaba, y me di cuenta que no era la culpa lo que
la llevaba a ese estado. Era miedo. Mi alumna se tenía miedo a sí
misma.
–Ya vale, ya, cariño...
tranquila, lo arreglaremos...
Se calmó lentamente entre mis
brazos. Se quejó ligeramente cuando le tomé de la mano para
observar su estado. Estaba hinchada, pero no mucho más que la mía
tras el golpe en la mesa. Nada grave. Los arañazos del cuello
también eran muy superficiales, nada que necesitase atención médica
más allá de unos primeros auxilios. Solamente precisaría de una
tirita y hielo. Al menos sus heridas físicas solo necesitarían eso.
–¿Por qué os habéis
peleado?
–Está loca... dice que le he
querido robar a su novio. Gilipollas -musitó.
–¿Y no es verdad? -Yo trataba
de distender la conversación. Si no lo lograba, Marisa se cerraría
por completo y no lograría adivinar nada.
–¡Claro que no! -contestó,
divertida– Si me acerqué a hablar con Carlos es porque el que me
gusta es su amigo Gerardo.
–Anda... ¡por fin! -reí,
mientras ella me respondía con otra sonrisa relajada-. Espero que
Gerardo no tenga otra novia loca.
Marisa rio y negó con la
cabeza.
–Vale. Ahora quiero que hagas
una cosa -dije, y la joven me miró extrañada-. Mañana vas a hablar
con la chica con la que te peleaste, vas a pedirle perdón, vas a
aclararlo con ella, y vas a invitarla a comer un día para que yo
también pueda pedirle perdón.
–No -respondió tajante.
–¿Por qué?
–Porque te la follarías
-bromeó ella. Aunque como en cada broma que Marisa hacía, siempre
se dejaba traslucir un poso de verdad.
Reí escandalosamente.
–¿Ahora vas a venirme con
celos, pequeñaja?
–Nuestro trato era así. Fuera
de casa, lo que quieras. Dentro de casa solo soy tuya. Aquí solo
entraré yo.
–Lo sé, por eso solamente me
follaría a otra si tú participases.
–¿Y podrías con dos mujeres?
-dijo con una sonrisa de superioridad.
–¿Lo dudas?
Había conseguido, al menos, que
Marisa olvidara sus miedos por el momento, lo que me tranquilizaba,
pero pensar en tener dos mujeres para mí logró lo contrario.
La desventaja de andar desnudos
por casa era que yo no podía esconder mi excitación. Mi polla,
libre, respondía a cualquier sugerencia sin que lo pudiera evitar.
Marisa lo sabía y usaba esa debilidad mía para averiguar mis
fantasías sin necesidad de preguntarlo abiertamente. Mi miembro,
alimentado por mi lasciva imaginación, respondía por mí.
–Vaya, vaya... así que a tu
amiguito le gustaría tener dos coñitos para elegir -cascabeleó
Marisa mirando cómo mi polla ganaba tamaño y dureza.
Su mano se aferró a mi verga y
comenzó a masajearla con dulzura.
–Estate quieta, Marisa -pedí.
–¿Por qué? ¿No te gusta?
-inquirió con un tono de voz marcada y forzadamente lascivo.
–Sí. Mucho -respondí,
apartándole la mano-. Pero a ti también. Y estás castigada.
–¿Qué? ¿Por qué? -replicó.
–Por pelearte. A ver si
negándote algunas cosas controlas tus instintos.
Me incorporé y salí del
comedor con la polla erecta. Me había costado horrores no ceder a
las caricias de mi alumna, pero debía mantenerme firme. Lo que no
era óbice para que me encerrara en el cuarto de baño y me hiciera
una de las pajas más furiosas que recuerdo, imaginándome entre
Marisa y otra mujer que tan pronto tenía el rostro de mi esposa
Amparo, como iba saltando entre varias actrices y alumnas de mi
universidad. De Kim Bassinger a Sylvia Kristel, pasando por Samanta,
una joven tímida y apocada que se escondía tras sus gafitas y que
escuchaba embelesada en todas mis clases, hasta tal punto de haberme
descubierto fantaseando con ella durante alguna hora lectiva. Lo
único que se mantenía inalterable durante toda la fantasía, era la
cara de Marisa a mi lado.
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Esa misma tarde, al regresar de
sus clases vespertinas, la joven me sorprendió al aparecer vestida
en el salón donde miraba la tele. La miré extrañado hasta que me
lanzó las llaves del coche que yo me había comprado escasos meses
antes, agobiado por la hora y media de trayecto diario que tenía que
ocupar en ir a la facultad en autobús entre trayectos y el tiempo
perdido en el transbordo.
–¿Y esto? -pregunté, mirando
las llaves.
–Vístete, que vamos a salir.
Creo que te mereces una disculpa de mi parte por como me he portado
-La seriedad en su rostro me hizo entender que no se trataba de una
broma.
Salimos a cenar como una pareja
casi normal, aunque sin excedernos en nuestras caricias para poder
mantener la fachada de ser padre e hija que manteníamos. Marisa me
invitó con un dinero que había ido ahorrando cada vez que le daba
para salir, lo que me sorprendió gratamente. Estaba claro que había
madurado mucho aunque yo la siguiera viendo como una muchacha
indefensa.
Volvíamos a casa en el coche
cuando me hizo desviarme del camino.
–Por aquí. Y en la rotonda a
la derecha.
La noche ya era cerrada y Marisa
me conducía por las calles menos seguras de la ciudad.
–Luego creo que es ya al pasar
ese semáforo. Creo que me han dicho por aquí...
–Marisa, ¿Dónde vamos?
–A casa, pero antes quiero que
nos llevemos un regalito.
No entendía nada, pero seguí
las indicaciones de mi alumna hasta que vi exactamente cuál era su
objetivo. Estábamos en la calle donde las putas salían de noche a
ofrecer sus servicios. Bajo la luz centelleante de las farolas, sus
cuerpos semidesnudos brillaban esperando atraer algún cliente.
–Pero Marisa... esto...
–Quiero que elijas una. Voy a
hacer ese esfuerzo por ti.
No supe qué contestar. A los
quince años, mi tío Eustaquio me llevó a un burdel a que me
desvirgasen. Fue una experiencia agradable pero rápida, aunque la
prostituta se había comportado muy cariñosamente conmigo, sabedora
de que era mi primera vez. Esa había sido mi única experiencia con
una meretriz.
Ahora, Marisa me estaba
ofreciendo no solamente una puta, sino dos, asegurándome también
que esa noche ella misma se convertiría en una para mí.
Reduje la velocidad para poder
observar a las mujeres que vendían su cuerpo. La carne extranjera
escaseaba por aquel entonces, pero tampoco me había llamado nunca el
tema interracial. Casi al final de la calle, cuando ya estaba
pensando que necesitaría una vuelta más para poder decantarme por
alguna de aquellas hembras que, aun a media luz, dejaban traslucir
todos los encantos de sus atractivos cuerpos, frené lentamente.
Me había fijado en una de las
que me parecieron más jóvenes, no porque fuera excesivamente
atractiva en comparación con las demás, ya que todas parecían
jóvenes y guapas. Sin embargo, algo en ella me llamó tenazmente la
atención.
La puta vio el coche detenido y
se acercó sonriente por el lado izquierdo.
–¿Qué tal, guapetón?
¿Buscas compañí...? ¡Ah! -dijo con una voz melodiosa, la
prostituta pelirroja, antes de reconocer a los ocupantes de nuestro
coche.
La joven tenía una carita de
niña mala llena de pecas, la misma que unos años antes llevaba de
calle a todos los chicos del pueblo. Era la misma chica con la que
había fantaseado años atrás mientras Marisa me la chupaba,
poniéndole mentalmente al cuerpo de una alumna la cara de la otra.
–D-don Marcos... Ma-Marisa...
-tartamudeó Violeta sin saber qué hacer tras reconocernos.
–¿Violeta? ¿Qué haces tú
aquí? -se extrañó Marisa, aunque calló al momento, viendo que la
respuesta era evidente.
–Sube al coche, Violeta
-ordené secamente.
–Ahora me llamo Jazmín
-respondió, visiblemente nerviosa.
–Sube al coche, Violeta
-repetí, y la puta, como tal, obedeció. Abrió la puerta de atrás
de mi Fiat Punto y se sentó sola en el asiento trasero.
Durante unos instantes, mientras
yo arrancaba llevándome conmigo a mis dos alumnas, el silencio se
hizo fuerte dentro del coche.
–Don Marcos... yo...
perdone... pero no se lo diga a mis padres, por favor, ellos no lo
saben.
–Estás haciendo tu trabajo,
Violeta, para eso hemos venido, aunque no esperábamos verte aquí.
Tranquila, no hablo con nadie de aquel pueblo desde que me marché.
Violeta, o Jazmín como decía
llamarse ahora, pareció calmarse. No éramos una amenaza para su
modo de vida. Tal vez solo tendría que esmerarse esa noche en
complacer a su antiguo profesor y tras ello, no nos volvería a ver.
De pronto, Jazmín miró extrañada a Marisa. Una hija no acompaña a
su padre de putas.
–¿Marisa? ¿Tú y...?
–¿Qué tal te va la vida? -la
interrumpió la otra muchacha– ¿Llevas mucho tiempo aquí en la
ciudad?
–Medio año. Me fui del pueblo
nada más cumplir los dieciocho. Me prometieron un trabajo de
camarera pero... bueno... ya sabes... no te creas las promesas de un
hombre mayor -contestó, sacudiendo la cabeza.
–¿Y en qué zona vives?
Nosotros en el centro, en un át...
Le di un toquecito disimulado a
Marisa en la rodilla. Su vivacidad, muchas veces y sobre todo cuando
estaba nerviosa, anulaba su habitual moderación. Ella lo entendió y
se calló.
–Vivo en esa calle, en una
habitación que tengo alquilada. Por si viene alguien que no puede ir
a su casa o no quiere hacerlo en el coche. Pero entonces lleva
suplemento -respondió ella con desenfado pero con cierto deje triste
en la voz.
–¿Cuánto cobras, Jazmín?
-pregunté, tratando de ser un cliente lo más normal posible.
–¿Eh? Según... mil
quinientas pesetas normalmente. Si veo que el tipo tiene pasta le
pido dos mil. Más suplementos.
–¿Suplementos? -inquirió
Marisa, inocentemente.
–Sí, si quiere anal es más
caro, si quiere atarme también, pero no suelo permitirlo, si quiere
que le coma el culo cobro doscientas cincuenta más.
–¡Violeta! ¡Qué asco!
–¡Ja! –reí– ¿A estas
alturas te vas a sorprender, Marisa?
Marisa me miró y sonrió con
picardía.
–Así que es cierto... ¡Te
follas a Don Marcos! -exclamó Violeta, divertida– Pensé que eran
invenciones de mi madre, pero las malas lenguas en el pueblo no veas
los cuchicheos que se llevaban.
–Y de las malas lenguas, la de
tu madre era la peor ¿Eh? -repliqué yo, recordando a Doña Catalina
y los animados corrillos de tres o cuatro mujeres que se formaban
siempre donde estaba presente.
–Pues sí, sigue siendo igual
de bruja. No la aguantaba. Por eso me vine a la ciudad. Y por ella no
me vuelvo al pueblo. Si algún día le digo que soy puta, le daría
un jamacuco -confesó la joven pelirroja.
Sin casi haberme dado cuenta,
habíamos llegado a casa. El edificio se levantaba ante nosotros,
nuevo y espléndido, rivalizando con las viejas fincas de principios
de siglo que lo colindaban. Ciertamente, lo único que tenía de
bello el edificio en que yo vivía era la novedad. En cuanto pasaran
veinte años, palidecería en comparación con las trabajadas
fachadas rococó de las fincas vecinas.
Las muchachas entraron al portal
y me tuve que desdecir. Aparte de la novedad, el edificio tenía dos
bellezas más, una morena y otra pelirroja.
–Vamos, Don Marcos, que se
queda atrás -rió Jazmín desde la puerta del ascensor.
–Si me vuelves a llamar Don
Marcos te daré de azotes en el culo hasta que me quede la mano roja.
-bromeé mientras me introducía con ella en el elevador.
–Ummm... entonces le llamaré
Don Marcos.
La mirada de reojo de Jazmín me
excitó sobremanera. Marisa era sensual y lasciva sin proponérselo,
pero Jazmín... La pelirroja había convertido a base de práctica
cada gesto, cada palabra y cada mirada en una llamada ardiente y
peligrosa al sexo.
–¿Tú le llamas Don Marcos,
Marisa? ¿También te da azotes a ti?
–Que ni se le ocurra... o se
los daré yo a él – respondió la morena tratando de imitar el
sugerente tono de voz de su compañera. Se le acercó mucho. Al
primer intento.
Cuando entramos en casa ya tenía
la polla como una roca en mis pantalones.
–Joder qué casa más chula
-se maravilló Jazmín avanzando por el pasillo, mirando a todos
lados-. ¿Es un dúplex? -chilló al ver las escaleras que subían a
las habitaciones.
–Violeta -dijo Marisa-. En
esta casa hay una norma. Nada de ropa.
–Joder... Don Marcos, es usted
un pervertido -me reprendió de broma la joven.
–La idea no fue mía. -mentí.
Lo cierto es que sí que había sido mía, pero había sido Marisa
quien la había terminado por implantar y, por lo tanto, a quien se
le debía reconocer el mérito de la misma.
–Bueno -dijo finalmente la
prostituta mirando cómo su amiga se empezaba a desnudar-... Allá
donde fueres...
Pronto las dos muchachas
acabaron desnudas mientras yo observaba impertérrito.
–Don Marcos... no sea
maleducado -Jazmín usaba un tono de voz infantil y juguetón, que
seguro excitaba a muchos hombres pero que a mí, que la había visto
crecer, me ponía un poco nervioso.
La pelirroja agitó su torso
divertida, haciendo que sus grandes pechos bamboleasen de un lado a
otro. Marisa miraba la escena con cierta tristeza. Sé que estuvo
tentada de repetir el gesto, pero sus pequeños pechos no hubieran
podido imitar el gentil meneo de los melones de la pelirroja.
–¿Subimos? -inquirí, una vez
desnudo, a lo que Marisa respondió con un asentimiento y unas
palmaditas de entusiasmo–¿Jazmín?
–¿Eh? ¡Oh, claro, sí! Pero
antes... Perdona si te parezco desconfiada pero...
–Oh, claro, perdona -Por un
momento había olvidado que Jazmín estaba haciendo su trabajo. Me
agaché de nuevo a mi ropa para buscar la cartera en los pantalones.
–Bonito culo, Don Marcos
-susurró la joven.
–¡Ey! ¡Ya vale! Me vas a
poner celosa -contestó Marisa en broma-. Y no se te ocurra pagarle,
que yo te invito -concluyó, agarrando su monedero del bolso y
extendiéndomelo para que sacara el dinero que creyera conveniente.
Sonreí mientras le tendía
cuatro billetes de los grandes, de mil pesetas.
–¿Dos mil? -se extrañó la
pelirroja.
–Bueno, no me va mal, así que
supuse que me pedirías dos mil si no hubiera sido tu profesor, y
como también va a participar Marisa... me parece un trato justo. Si
surgen “suplementos” -añadí con una sonrisa-, te los pagamos
luego.
–Vaya... me parece bien.
–¿Alguna vez te has acostado
con una pareja, Jazmín? -le pregunté mientras subíamos las
escaleras, las dos chicas delante de mí y yo observando ese par de
culos hechos para el pecado.
–Sí, claro. En este trabajo
lo ve una todo -respondió rápidamente. Demasiado rápidamente.
–¿Seguro, Violeta? -La frase
me salió sola y casi estallo en carcajadas al escucharla. Cinco años
atrás, le decía lo mismo cada vez que le preguntaba si había
estudiado en casa y ella me seguía mintiendo asegurándome que sí.
–Claro, Don Marcos -aseveró.
Pero su seguridad se resquebrajó casi al instante-. Bueno, una vez,
en mi primera semana. Y me follé al hombre mientras la mujer miraba.
Solo eso.
–Pues si te esperas que me
quede quieta viendo cómo te follas a Marcos lo llevas clarinete,
nena -terció Marisa.
Los
tres nos reímos, entramos a la habitación y, de pronto, nadie
parecía saber qué hacíamos allí. Nos quedamos mirándonos, sin
que ninguno de los tres se atreviese a dar el primer paso o supiese
cómo hacerlo. La verdad, no había tenido tiempo de pensar cómo se
empezaba un ménage-à-trois.
Afortunadamente, Jazmín tomó la iniciativa y se acercó a mí,
contoneando sus caderas. La verdad es que era toda una profesional.
Solamente seis meses trabajando de puta y ya se notaba su
experiencia. Me acarició la mejilla con dulzura, se giró para mirar
a la morenita, y me empezó a besar con una sensualidad provocadora.
Marisa nos miraba a turnos alternos, entre los celos y la lujuria.
Poco a poco, me fui perdiendo en
el beso de Jazmín. Cerré los ojos y me abandoné a esa boca que
tantos habrían besado pero que en ese momento me besaba solamente a
mí. Mis manos se posaron en sus nalgas y amasaron ese culo
primoroso. Noté una mano entre el vientre de la pelirroja y el mío.
Una mano que buscaba mi polla. Tardé en percatarme de que la puta
tenía ambas manos tras mi nuca.
–Muy bien, Marisa -Violeta
separó sus labios de los míos para felicitar la iniciativa de mi
alumna, aunque estaba seguro de que había sido ella misma la que la
había instado a acercarse.
Jazmín me besó en la parte
izquierda del cuello mientras una de sus manos imitaba a las mías y
bajaba a mi culo. Marisa la imitó y comenzó a lamerme el cuello por
la derecha sin dejar de pajearme. Me estremecí en un pequeño
orgasmo más mental que físico. Me sentía parte del sándwich más
placentero del mundo. Entre dos hembras de bandera, mi cuerpo era
acariciado por cuatro manos dulces, femeninas, cariñosas y sabias
que me daban todas las atenciones que necesitaba.
Besé a Marisa mientras la boca
de su compañera descendía lentamente por mi torso. Jazmín
sustituyó a las manos de mi morena sobre mi polla y comenzó a
regalarme una mamada lúbrica, honda y visceral. Yo solamente podía
responder con gemidos. Mis dos manos no daban abasto para abarcar a
las dos mujeres y viajaban inquietas del cuerpo de una a la cabeza de
la otra y viceversa.
Jazmín me lamió las pelotas
con vicio y lujuria, Marisa no paraba de besarme en todo aquello que
se le pusiera al alcance de la boca y mi mano derecha por fin
encontró un hueco entre las piernas de mi alumna, que gimió sobre
mi hombro mientras mis dedos le acariciaban de nuevo el coño.
–Marisa -dijo de pronto
Jazmín, entre lamida y lamida, sin dejar de prestarle atenciones a
mi polla con las manos-. No me había dado cuenta de que te has
pelado el chocho. Pareces de la profesión.
Lo que en otro instante podría
haber pasado como un escalofrío de repulsa en el cuerpo de la
morenita, para mí, que tenía los dedos sobre su coño y podía
notar la humedad de este, fue otra cosa muy distinta. A Marisa le
hubiera excitado ser puta. Mis dedos se deslizaron con suavidad
dentro de ella y reaccionó con un gemido.
Mi polla estaba a punto de
explotar. Jazmín gemía mientras me la chupaba y Marisa gemía
mientras mis dedos se hundían en sus entrañas.
Separé la cabeza de la puta de
mi polla y la obligué a incorporarse.
–¿Alguna vez has besado a una
mujer, Jazmín? -pregunté en un susurro.
No esperaba aquella respuesta.
No fue un sí. No fue un no. No fue siquiera un “por supuesto, con
este trabajo una tiene que hacer muchas cosas”. Fueron risas. No
solamente de parte de Jazmín, Marisa también rio mientras se
sonrojaba más de lo que ya estaba.
–¿Qué es tan divertido? -Por
un momento, estuve a punto de decir “¿Por qué no se lo dicen a
toda la clase para que nos riamos todos?” igual que hacía cada vez
que pillaba a dos estudiantes riéndose en el aula. Igual que más de
una vez había dicho a Violeta y Marisa.
–Aprendimos juntas. Bueno,
nosotras dos y Paula. Nos enseñábamos a besar para saber luego
besar a los chicos -confesó Marisa.
–¿Y nunca nada más que
besos? -inquirí lascivamente.
–¡Ay, no, qué asco! ¡Es un
pervertido, Don Marcos! -chilló la pelirroja.
A pesar de que lo dijo en broma,
no me gustaron nada las palabras de Violeta. Ella era una fresca, una
puta con todas sus letras, y no iba a aceptar que una puta me
insultara.
–Y tú eres una prostituta,
Jazmín. ¿Qué suplemento le pondrías a hacerlo con una mujer?
Violeta sonrió y su cara volvió
a ser la de aquella niña mala tras la que todos los chicos del
pueblo iban.
–¿Con Marisa? A mi Mari no le
puedo cobrar suplemento -dijo, mirando a su antigua compañera de
clase con una ternura extraña por las condiciones en que nos
encontrábamos-. Uy... ¿Y esa herida? -añadió señalando la marca
del cuello, ya sin la tirita que le puse el día anterior- Menudo
arañazo... Don Marcos, tiene que recortarse las uñas.
–Yo no he sido. -me defendí.
Jazmín miró con los ojos como
platos a Marisa y no pude evitar una carcajada.
–Que no, que no... que ha sido
una pelea... -me defendió mi alumna.
–¿Aún te sigues metiendo en
peleas? ¿Qué te han hecho?
Me impactó saber que la Marisa
adolescente también se había visto metida en violencia, pero estaba
claro que cada vez se sentía más incómoda con aquello.
–¿Y tú Marisa? ¿Tú quieres
un suplemento? -interrumpí para cambiar de tema.
Mi hija adoptiva me miró con
los ojos como platos y la vi estremecerse de excitación. Tardó
algunos segundos en recobrar la compostura.
–Yo sí. Mil pesetas -dijo la
joven poniéndose en su papel.
–No. Doscientas cincuenta
-Tiré deliberadamente por los suelos el precio-. Nadie va a pagar
mil pesetas por una puta sin experiencia.
Mi voz había adquirido un tono
inflexible y rudo. Dominante. Surtió el efecto que esperaba y
Marisa, cuyo nombre ya no era Marisa sino un nombre de puta de los 80
como Coral o Cristal o Juliette, sonrió con la altivez lasciva de
una puta entrenada y se volvió hacia Violeta.
Las dos se enzarzaron en el beso
más dulce y amoroso que jamás he presenciado. No eran importantes
las lenguas, ni los labios, ni las manos, ni los pechos aplastados
unos contra los otros... Nada era importante porque, ironías de la
vida, todo lo era. Poco a poco, sin romper el beso, Jazmín fue
llevando a Marisa sobre la cama.
Marisa se tumbó y Violeta se
colocó a horcajadas sobre ella, siempre besándose. Las manos de mis
alumnas viajaban de un sitio a otro ansiosas por tocarlo todo y
temerosas de tocar demasiado. Jazmín, con solamente una mano libre
puesto que la otra soportaba su peso, fue la que más decidida
parecía.
–Tú solo toca y haz lo que te
gustaría que te tocaran y te hicieran -suspiró la pelirroja al oído
de su compañera cuando sus labios se separaron por primera vez.
Yo, de pie ante la cama, tenía
un primer plano fenomenal del culo de Jazmín, con su carnosa raja de
abultados labios asomando entre las piernas y debajo de esto, el
chochito sin pelo de Marisa. Me fijé más detenidamente en el coño
de mi alumna. Cuando le afeité el coño, por culpa de la postura, no
pude depilárselo completamente y algunos pelillos, sobre todo los
que bordeaban los labios de su sexo y su ano quedaron indemnes.
Pelillos que habían desaparecido por completo. La misma Marisa había
acabado con ellos.
–Aaahahhh... -La mano de
Jazmín me tapó las vistas del coñito de la morena metiendo dos
dedos en su interior, haciendo que Marisa gimiese.
La morena trató de alcanzar el
coño de su compañera por encima del culo, pero la distancia era
mayor, así que cambió de ruta y comenzó amasando los dos enormes
pechos de Jazmín con ambas manos para luego ir descendiendo por el
vientre.
–¿Le gusta el espectáculo,
Don Marcos? -Preguntó Jazmín, mirando hacia atrás con su lasciva
cara de niña mala.
No lo pensé, solamente actué.
Mi mano golpeó de lleno en el culo en pompa de la pelirroja, que
respondió con un quejidito ahogado pero cuya mirada redobló su
lujuria.
–Te lo advertí, si me volvías
a llamar Don Marcos te iba a dar de azotes.
–Pues siga, Don Marcos.
La desfachatez de Jazmín me
encabritó la sangre de las venas. Mientras ella volvía a besarse
con la otra joven, que se debatía entre gemidos, propiné otra
palmada en el culamen de la puta.
Los dedos de Marisa habían
encontrado el clítoris de su amiga y sus quejidos comenzaron a
tornarse gemidos de placer rápidamente, a pesar de que yo no cejaba
en los azotes.
Violeta se centraba por completo
en el otro sexo femenino mientras su dueña intentaba mirarme de vez
en cuando, como queriendo calibrar el nivel del regalo que me había
hecho. Por el tamaño y dureza de mi polla, imagino que lo podía
adivinar.
–¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! -aullaba
Jazmín, masturbada por Marisa y azotada por su antiguo profesor.
No podía aguantar más, la
verga me hervía y la palma de la mano me empezaba a doler.
Aparté la mano de Marisa del
coño de Jazmín y me arrodillé tras ella. Enfilé mi polla al ahora
desprotegido agujerito y embestí con todas mis fuerzas. Poco me
importó no llevar preservativo, en aquella época no había tanta
concienciación como ahora y el SIDA no haría estragos hasta una
década después. La puta arqueó la espalda y levantó la cabeza
agradeciendo la intrusión, y acto seguido volvió a besar a Marisa.
Era extraño. No parecía querer separar su vista de su amiga en
ningún momento. Quizás, solamente quizás, Violeta hubiera tenido
alguna vez esa fantasía, la de acostarse con otra mujer. Si era
lesbiana o bisexual, no me enteraría hasta años después. Lo único
cierto era que le estaba prestando mucha más atención a Marisa que
a mí y yo no estaba conforme con ello. No en vano ella era un regalo
para mí.
–¡Fóllame, Ma...más!
¡Fóllame más, joder! -gritaba Jazmín, enloquecida, moviendo la
cintura para que mi verga le entrara hasta lo más hondo.
Mis embestidas habían ido
arrastrándola poco a poco hacia delante, o tal vez Marisa se había
ido escurriendo hacia abajo. En cualquiera de los casos, el resultado
era la boca de mi alumna aferrada al pezón de una de las grandes
tetas de la puta.
Jazmín apretaba su coño
alrededor de mi polla. Estaba claro que quería que yo me corriera.
Visto con perspectiva, que pusiera tanto ímpetu demostraba que era
ella la que estaba a punto de alcanzar su clímax, y ninguna puta
podía permitir que su cliente no se corriese antes que ella. Podía
fingirlo mientras su cliente se corría, podía escaparse en el
último segundo y obsequiar al pagador con una maravillosa felación
y permitirle eyacular en su cara. Pero dejarse que le causaran un
orgasmo no entraba en su código deontológico si es que tal cosa
existía.
Quizá pudo pensar durante un
instante en la segunda opción, en interrumpir la follada y mamarme
la polla hasta que le llenase la garganta de semen, pero eso
significaría que la lengua de Marisa abandonase sus pezones y eso
tampoco lo iba a permitir.
El culo de Jazmín, cada vez de
una tonalidad más roja, adquirió una velocidad desesperada,
chocando con mi pubis sonoramente. Tan sonoramente que me trajo a la
mente el ruido que hacía mi mano al chocar con sus nalgas.
Fue todo uno. Azotarle en una de
sus nalgas enrojecidas mientras la empalaba, gritar ella un “¡Dios!”
en una blasfemia absoluta, que Marisa le mordisquease la areola y
correrse. Fue entonces cuando yo también estallé. Mientras Jazmín
disfrutaba de los estertores de su orgasmo, me derramé en su
interior con un gruñido.
Nuestro clímax conjunto pareció
satisfacerla. Al menos lo suficiente como para poder derrumbarse
sobre la cama, esquivando a Marisa para no caer sobre ella.
La morena nos miró. Parecíamos
derrotados y, aunque nos miraba con una sonrisa displicente, yo sabía
cuándo quería más. Sacando fuerzas de flaqueza, me tumbé a su
lado, entre ella y Jazmín, y comencé a besarla mientras mi mano
subía por su pierna.
–Si estás cansado, no hace
falta -musitó.
–No seas tonta -Dije, un
segundo antes de notar una mano deteniendo la mía cuando estaba a
punto de llegar a su coñito-. Marisa... -la reprendí.
Sin embargo, ambas manos de mi
alumna predilecta estaban sobre mi cara. Miré hacia abajo y vi a
Jazmín clavando sus ojos en los míos con decisión mientras tomaba
sitio entre las piernas de la joven.
–Tú sigue besándola.
–No, Violeta -rogó Marisa,
aunque cuando la lengua de la pelirroja tomó contacto con su anegado
sexo, sus reticencias fueron enterradas en un gemido.
Obedecí sin rechistar y dejé
que Jazmín le comiera el coño. Agarré de las manos a Marisa
mientras la besaba para impedir que alejara la cabeza de su compañera
de ahí abajo. No tardaron en escapárseme, pero mi alumna no rechazó
el cunnilingus. Sus dedos se enredaron en la melena pelirroja y la
apretaron más contra su coño, aceptando por completo sus caricias.
Los gemidos de Marisa aumentaron
al igual que lo hizo mi polla. Yo solamente podía besarla,
acariciarle los pechos, lamerle los pezones... sin poder descender
más por su cuerpo. Su coño tenía en ese momento otra dueña.
La morena se corrió de una
forma mucho más silenciosa que Jazmín, aunque su clímax fue tan o
más poderoso que el de esta. Cuando su cuerpo se relajó, la
prostituta pidió ir al baño para asearse, mientras yo charlaba con
mi alumna.
–Entonces... ¿Te ha gustado
mi regalo?
–Mucho... ¿Y a ti? ¿Te ha
gustado?
Marisa no respondió. Al menos,
no directamente. Sin embargo, su sonrisa satisfecha contestó por
ella.
Nos estábamos besando
cariñosamente cuando Violeta regresó.
–Hacéis una gran pareja -nos
dijo, mirándonos con ternura.
Hicimos hueco para que se
tumbara junto a Marisa, y charlamos de cosas intrascendentes mientras
descansábamos. Jazmín lo observaba todo con los ojos inundados en
una cierta melancolía hasta que, por sorpresa, comenzó a llorar.
–P-perdonadme -se excusó,
volviendo de nuevo al baño a la carrera.
Marisa hizo amago de seguirla
pero se lo impedí.
–¿Qué le pasa?
Era cierto que yo no lo sabía,
pero lo podía intuir. No tenía nada que ver con que estuviera
enamorada de Marisa. No lo estaba, aunque estoy seguro que en sus
fantasías lésbicas las mujeres acababan teniendo la cara de mi
alumna. Había cumplido un sueño al acostarse con ella y eso la
hacía feliz. Su tristeza venía por otro lado.
Pocos años antes, Marisa y
Violeta tenían una vida muy parecida. Compartían pueblo, calle,
colegio, amigos, intereses y, hasta cierto punto, una situación
familiar similar. En unos pocos años, sin embargo, la vida de las
dos había dado un vuelco. Marisa vivía en una gran casa, estudiaba,
estaba a punto de entrar en la Universidad y tenía, sobre todo,
alguien que le amaba. Jazmín, sin embargo, vivía en un cuchitril,
tenía que venderse para subsistir y, por algunas huellas que se
marcaban en su cuerpo, no comía todos los días.
Marisa pareció caer lentamente
en la cuenta de todo eso y su rostro se ensombreció.
–Marcos...
Sacudí la cabeza y me levanté.
Comprendía, sin necesidad de que me lo dijera, lo que quería
pedirme Marisa, pero no estaba seguro de que fuera la mejor solución.
Entré en el baño y vi a
Jazmín, desnuda frente al espejo, con los ojos hinchados de haber
llorado. Me miró sin saber qué decir.
–Jazmín.
–Don Marcos, no... perdóneme
por el espectáculo -se disculpó secándose los ojos con el dorso de
la mano en un gesto casi infantiloide.
De pronto, ya no era Jazmín, la
puta. Ya no era esa hembra lujuriosa a la que me acababa de follar
mientras Marisa le chupaba un pezón. Ya no era la mujer que le había
comido el coño a Marisa hasta hacerla correrse. Jazmín había
vuelto a ser Violeta, la niña pícara pero aún niña que no
estudiaba, a la que le costaban horrores las matemáticas, a la que
le suspendí el último curso de latín y cuya mayor meta en la vida
era la senda que le había marcado su madre. Seguir el negocio
familiar y ser la peluquera del pueblo para toda la vida.
La abracé con toda la ternura
que me causaba. Violeta era aún una niña, muy joven para estar
donde estaba, en el ojo del huracán de una ciudad demasiado grande
para alguien que acababa de cumplir dieciocho.
A Jazmín le sorprendió mi
abrazo, y tardó unos instantes en reaccionar. Cuando lo hizo, me
abrazó a mí también y comenzó a sollozar de nuevo.
–¿Por qué me ha ido todo tan
mal? -preguntó entre hipidos, más para sí misma que para mí.
De pronto supe que la solución
de Marisa era la única que me iba a permitir vivir sin
remordimientos.
–Violeta... ¿Quieres quedarte
en esta casa, con nosotros?
1 comentario:
Excelente !!! pequeños detalles que te ubican dentro del contexto de la epoca ...
Me enamora cada vez más está serie.
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