Relato que empecé para el ejercicio de "La apuesta" y que no llegué a terminar a tiempo. Ahora lo saco a la luz
La maldita ficha roja rodaba entre mis
dedos. El resto, todo lo que tenía, todo lo que me quedaba, todo lo
que yo era, aguardaba en el centro de la mesa inconscientemente
transmutado en fichas de otros colores. Verdes, azules, negras,
naranjas, amarillas… ninguna más era roja. Ninguna podía serlo.
En el sobrecogedor montón de fichas del bote había todo un arcoiris
en el que solamente faltaba el rojo que mantenía en mi mano.
Castelar esperaba paciente con aquella
sonrisa cínica en la boca que me llenaba de ganas de partirle la
cara.
–¿Ves o no ves? –me espetó el
gordo hijo de puta que ya me lo había quitado todo y que quería que
apostase lo único que me quedaba.
Volví la vista a la ficha con la que
mis dedos trasteaban y mi mirada resbaló hacia el hueco que habían
dejado sus hermanas de otro color en mi lado de la mesa. Hueco que
ahora solo ocupaban mis dos cartas. Las ojeé de nuevo, como si
esperase que hubieran cambiado en los últimos diez segundos y me
diesen una mano vencedora. No era así. El as y el cuatro de
corazones seguían allí, como implorándome que no lo hiciera.
Miré las cartas de mesa. El as de
tréboles me hubiera dado una buena opción si mi kicker no
fuera un cuatro. Mis ilusiones, por lo tanto, debían haber
descansado en los proyectos que me abrían el tres y el cinco de
corazones que habían acompañado al trébol en el flop. El
river había doblado al cinco, y estaba seguro de que, por un
lado u otro, Castelar me iba dominando. As de tréboles, tres de
corazones, cinco de corazones, cinco de picas… Un dos me daba
escalera, un corazón me daba color. En cualquier otro momento me
hubieran quedado trece cartas posibles en el mazo donde descansaban las cuarenta y dos restantes. Un treinta por ciento de posibilidades, pero sabía que
la posibilidad era mucho menor…
Castelar me había metido en la
partida, fingiendo un farol, cuando los corazones me abrían un gran
abanico y el as me daba la pareja. Resubió mi resubida para evitar
que yo fuera de vacío. Ahora lo entendía todo. Mierda. Había
jugado demasiado agresivo en esta mano. El cinco de picas seguro que
le daba trío o el as le daba una pareja con un acompañante mucho
más alto. Incluso… Miré a los ojos a Castelar. Su rostro era
impenetrable, pero, de alguna manera, supe que me la había vuelto a
jugar y leí las cartas que llevaba. As-cinco. El gordo cabrón
llevaba un full y esperaba que me lo jugase todo a los
proyectos cuando era prácticamente imposible que le venciera.
Miré a “El Polaco”. Su nombre era
impronunciable y todos, incluido Castelar, para el que llevaba
trabajando más de cuatro años, le llamaban directamente “Polaco”.
Él también esperaba pacientemente a recibir la orden de repartir la
última carta.
Ahora que lo sabía, tenía que
reconocer que era un tahúr acojonante. Llevaba toda la tarde
intentando averiguar cómo seleccionaba las cartas, pero no lo había
logrado. Seguro que ya tenía preparado algún corazón que me diera
color y, con ello, una sensación de victoria para que Castelar me
quitara mi última ficha. La ficha roja.
Giré la cabeza a mi izquierda para
verla. Ella seguía allí, de pie, sin perder de vista a mi rival.
Carol conocía lo que significaba la ficha roja. La única ficha sin
cifra porque lo que representaba era de un valor incalculable. La
ficha que la representaba a ella.
Castelar sabía que era lo único que
me quedaba y sonreía. Yo sabía que era lo único que realmente él
quería de mí y no sonreía. Mi negocio, mi coche, mi casa… todo
eso era un granito de arena para Castelar y sus millones. Mi chica,
sin embargo, era la única causa de que me hubiera dado una segunda
oportunidad para recuperar todo lo que había perdido.
Aquel cabrón lo había calculado todo
para ganarme a Carol de la misma forma que yo la gané tres años
antes: en una partida de póquer. “Lo que el póquer te da, el
póquer te lo quita”. Veinte años antes, cuando me enseñaba a
jugar a las cartas, mi tío Mario me dio varios de los consejos que
más me han ayudado en mi vida. Ahora, a pesar de sus consejos,
estaba a un solo paso de perder lo más importante que el póquer me
había dado.
Pero no iba a ser hoy.
Castelar, con su full en mano,
había cometido un error. Me había dejado una salida. Una sola carta
que me podía dar la victoria.
Esa carta era el dos de corazones.
Sonreí y lancé la ficha roja encima
del montón.
–Veo –dije-… con una sola
condición.